Filosofía — 1 de julio de 2024 at 00:00

Simone Weil, filósofa y mística

por

Simone Weil

Este trabajo quiero hacerlo basándome en sus palabras, las que ella misma dijo y las que dejó escritas en sus cuadernos, ensayos, artículos para la prensa y notas desperdigadas. Y también me basaré en los libros que se han ido editando después y a los que vamos teniendo acceso tras su prematura muerte.

Con frases rotundas y certeras, sus palabras definen claramente lo que era su filosofía, sus anhelos y los ideales con que soñaba para hacer un mundo nuevo, donde la justicia social, la búsqueda de la verdad, el bien moral y la belleza reinaran por encima de todos los sufrimientos y avatares de la vida.

Rescatando su figura

En los últimos años, la presencia de Simone Weil (1909-1943) en el panorama filosófico y literario del siglo XX ha ido en aumento. Su vida y su obra, dotadas de una coherencia admirable entre pensamiento y acción, siguen siendo cada día más objeto de estudio y, aunque tampoco le falten las inevitables críticas, la mayoría de sus seguidores manifiestan sentirse atraídos por la pureza y autenticidad de su ejemplar trayectoria de vida, por su honradez, su inteligencia y su gran riqueza interior. Conocerla ha permitido a sus numerosos seguidores afrontar el riesgo que se corre de desmontar todos los planteamientos establecidos y poner en entredicho todas las creencias.

Pocas personas fueron capaces de comprender la profundidad de sus ideas y de su búsqueda apasionada de la verdad, y fueron también muy pocos los que entendieron su pensamiento heterodoxo, la autenticidad de su fe religiosa aconfesional y la radicalidad de su militancia obrera no partidista. La mayoría la tachaban de loca y excéntrica, y fue después de su muerte cuando se empezaron a difundir sus escritos y se redimensionó su figura hasta convertirse hoy, mundialmente y con todo merecimiento, en un símbolo de resistencia, de solidaridad con los más desfavorecidos, de altura intelectual e independencia política y religiosa, de misticismo e incluso de santidad, frente a la mediocridad del ambiente social en el que solía moverse.

Simone Weil vivió siempre entre los límites de la lucidez y la locura (me refiero a su «locura de amor» por la humanidad y a los «límites» que «hay que conocer a fondo para ver la mejor manera de saltárselos», como decía Beethoven, y ella lo sabía).

«El espíritu de justicia no es más que la flor suprema y perfecta de la locura de amor», afirmaba la filósofa francesa. Ella no quería para sí una cordura al precio de la indiferencia o la mentira, de lo absurdo de una vida incoherente con sus ideales y con los objetivos que se había propuesto realizar. A su juicio, solo una nueva y vibrante mentalidad, distinta absolutamente de lo hasta entonces establecido, podría servir de revulsivo para transformar el mundo en el que vivía, dominado por el materialismo y la fuerza, por la brutalidad y la violencia d las guerras, insensible ante el dolor y la miseria que este ambiente provocaba.

Su experiencia religiosa no la convirtió en una apologeta inflexible como defensora de los ideales cristianos que tanto admiraba; ella siempre se sintió una filósofa comprometida solamente con la búsqueda de la verdad, y jamás aceptó respuestas poco convincentes para su inteligencia privilegiada. Siempre seguía investigando nuevos planteamientos de otros autores que pudieran enriquecer sus propias reflexiones, sin importarle su condición o ideología.

Un breve repaso a su vida

Nacida en París el 3 de febrero 1909, Simone Weil fue una de las pensadoras más importantes, activas y fecundas que nacieron a comienzos del s. XX, entre otras como María Zambrano (1904-1991), Hannah Arendt (1906-1975), Simone de Beauvoir 1908-1986) o Ayn Rand (1905-1982). Nuestra Simone se mantuvo siempre alejada de la mayor parte de los intelectuales franceses de su época, que, como las cuatro filósofas citadas, empezaban a publicar sus escritos en los años treinta.

Su padre, el doctor Bernard Weil —«Biri» para su mujer y sus hijos—–, era un prestigioso médico, y su madre, Selma Reinherz —a la que llamaban «Mime»— era pianista y muy aficionada a la música clásica, siendo ambos de origen judío. Simone vivió una infancia feliz con sus padres y su único hermano André, su compañero de juegos, dos años y medio mayor que ella.

Cuando terminó sus estudios en el instituto, sintió que su vocación era la enseñanza y comenzó a prepararse para entrar en la Escuela Normal Superior. Iba a la Universidad de la Sorbona, donde tenían lugar las pruebas de admisión, para conocer los cursos que preparaban para los exámenes, pero que ella no solía frecuentar, porque prefería las clases que impartía su maestro Alain y las lecturas que hacía vorazmente por su propia cuenta. En una de estas visitas conoció a Simone de Beauvoir1, que relata así su encuentro con ella en el vestíbulo de la universidad parisina:

«Preparándose para la Escuela Normal, ella iba a la Sorbona para los mismos exámenes que yo. A mí me intrigaba por la fama que tenía de inteligente y por su extraña manera de vestir; la veía deambulando por el patio de la Sorbona escoltada siempre por un grupo de exalumnos de Alain, llevando en uno de los bolsillos de su abrigo un número de Libres propos2 y en el otro un ejemplar de L’Humanité3. Una gran hambruna acababa de asolar China, y me contaron que cuando lo supo se puso a llorar; esas lágrimas me llevaron a respetarla más por su humanidad que por su filosofía. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella y, aunque no recuerdo muy bien cómo comenzó la conversación, me afirmó de manera cortante que solo importaba una cosa en la actualidad: hacer una revolución capaz de saciar el hambre de todo el mundo. Yo contesté de forma no menos tajante que el problema no consistía en la lucha por satisfacer a todos los seres humanos, sino en darles un sentido a su existencia. Entonces me miró y me contestó muy seria: “Se nota que nunca has pasado hambre”. Nuestra relación acabó allí. Comprendí que me había catalogado como una pequeña burguesa espiritualista, lo cual me irritó».

Tras conseguir el título y antes de ocupar su plaza de profesora en la escuela de Le Puy, Simone quería conocer el mundo obrero y se fue a pasar unos días en Reville, a orillas del mar. Allí tomó contacto con los pescadores y sus familias y se empeñó en ir a trabajar con ellos saliendo a pescar por la noche, afrontando las tempestades y la oscuridad, sin miedo a la bravura del mar. Cuando hacía mal tiempo y no podían embarcar, Simone les daba clases a los pescadores y a sus familias, que todos agradecían de muy buen grado. Es emocionante leer el relato que refiere uno de estos sencillos hombres de mar a Anne Reynaud, y que esta cuenta en la introducción de su libro Lecciones de filosofía: «Ella quería vivir como nosotros, y durante muchos días seguidos estuvo pescando durante horas (¡y esto era duro!), compartiendo nuestra comida y saliendo de nuevo al mar. Me dio cursos de aritmética, aunque a muchos de los veraneantes no les gustaba porque decían que era comunista, pero yo no lo creo… Mi hija llegaba con su catecismo para aprender a su lado y ella le decía con ternura: “Voy a explicártelo y tú me lo repites luego en voz alta” (…). Este sencillo hombre de mar terminó nuestra conversación diciéndome con mucha espontaneidad: ¡era una santa!».

Simone Weil

Yo pienso que, en efecto, Simone Weil fue realmente una santa sin canonizar y, sin lugar a dudas, fue la filósofa más inquieta y activa de las cuatro que citaba anteriormente, la que estuvo más empeñada en poner en práctica sus ideas innovadoras para mejorar un mundo que veía, preocupada, cómo se estaba derrumbando a su alrededor. T. S. Eliot la describió con estas palabras: «Amó de verdad el orden y la jerarquía más que muchos que se llaman a sí mismos conservadores; y al mismo tiempo, amó de verdad al pueblo más que muchos de los que hoy se llaman a sí mismos socialistas», y Albert Camus, que supo ver lo esencial de su pensamiento y admiraba su profundidad y su fuerza, la llamó «el único gran espíritu de nuestro tiempo»4.

Curiosamente, y a pesar de todo lo que hacía, Simone estaba convencida de que su mayor defecto era la pereza. Eso me ha llamado mucho la atención. Es imposible no extrañarse de que considerara la pereza como una de sus mayores tentaciones, cuando se sabe todo lo que logró en tan pocos años. Si realmente la pereza era su peor inclinación, como ella decía, su forma de superarla fue verdaderamente heroica. Su amiga Simone Pétrement, lo explica así cuando lo cuenta en su biografía: «Probablemente esta pereza, la principal debilidad que esa alma pura podía reprocharse, era solo el sentimiento de agotamiento físico y la dificultad de someter un cuerpo extenuado a un espíritu demasiado exigente. Puede también que bajo el nombre de pereza entendiera la dificultad que experimentaba para adaptarse al tiempo. Se reprochaba mucho su falta de puntualidad por no poder hacer las cosas en los plazos que ella misma se ponía».

Finalizó su estancia en este mundo en la soledad de su habitación. «Debió de sufrir una parada cardíaca durante el sueño, su aspecto era muy apacible», certificó la doctora que la atendía.

Su rostro se mostraba muy tranquilo, según contaron las enfermeras que la cuidaban; la muerte no había alterado su faz, serena y feliz por el deber cumplido. Era el 24 de agosto de 1943 y se hallaba internada en el sanatorio de Ashford, cerca de Londres, donde la habían ingresado aquejada de una tuberculosis, que se agudizó en los últimos meses por una anorexia voluntaria, agravada al negarse a comer más de lo que comían sus compatriotas franceses en el frente, durante la Segunda Guerra Mundial.

Podemos decir, resumiendo, que Simone Weil fue una rara e infrecuente combinación de corazón y cabeza, de bondad e inteligencia, de ética, estética y mística; una mujer realmente extraordinaria que bien merecía estar en los altares, como está la también filósofa judía Edith Stein, canonizada en 1998 por el papa Juan Pablo II. Simone representó en su época un nuevo concepto de santidad, de pureza, de bondad y coherencia al margen de todas las ideas políticas y religiones establecidas. Su concepto de religión era el de «re-ligare» (de donde viene la palabra religión), es decir, el de «volver a unirse» con la Divinidad, la unión mística que ella llegó a experimentar al menos en tres ocasiones a lo largo de su vida, a pesar de no practicar ni pertenecer oficialmente a ninguna religión, pero lo cierto es que ella misma afirmaba: «Yo no soy católica, aunque nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno».

Su decisión de no pertenecer a la Iglesia católica se asentaba en su deseo de no separarse del destino de los más descreídos. «No puedo dejar de preguntarme si no querrá Dios que existan hombres y mujeres que, entregados a Él y a Cristo, permanezcan, sin embargo, fuera de la Iglesia. En todo caso, cuando me imagino que podría estar próximo el acto por el cual yo entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes».

Así podemos leer en A la espera de Dios, uno de los libros más divulgados sobre ella, que contiene una selección de cartas y textos recogidos por su confidente, el dominico J. M. Perrin, y publicado poco después de su muerte. El propio Perrin, junto con el filósofo francés Gustave Thibon, fueron testigos de la evolución espiritual de nuestra heroína, que supo vislumbrar con tanta agudeza como sensibilidad poética la experiencia de lo sobrenatural. Ella se expresa con absoluta sinceridad en sus declaraciones sobre su vocación cristiana, pero es como si quisiera estar a la vez dentro y fuera de la Iglesia, como si deseara conciliar su vocación filosófica —su pasión por la Verdad— con su hambre de Dios y su amor por la humanidad, pero sin querer atarse a nada de lo que no estuviera plenamente convencida: «El grado de probidad intelectual obligado para mí, en razón de mi vocación particular, exige que mi pensamiento sea indiferente a todas las ideas sin excepción», afirmaba con rotundidad.

Los Cuadernos de Simone Weil

Desde 1933 hasta el final de su vida, Simone Weil fue anotando en once cuadernos de tipo escolar y de parecidas dimensiones todo cuanto le ocupaba y preocupaba, ya fueran reflexiones al hilo de sus lecturas, citas, desarrollos de ideas en marcha, simples ejercicios de traducción, sobre todo de textos griegos e hindúes, o elaborados cálculos matemáticos que se agolpaban en su cabeza. Eran meditaciones de carácter íntimo a propósito del amor, de la amistad, de sus experiencias místicas o intuiciones momentáneas que al instante siguiente se convertían en fecundos y originales conceptos que han atraído la atención del mundo sobre su extraordinaria existencia. Estos once cuadernos, conocidos también como los Cuadernos de Marsella, que Simone entregó a Gustave Thibon en la primavera de 1942 antes de abandonar Francia, podrían haber sido el origen de numerosos escritos, pero en su forma actual son abruptos y fragmentarios, pudiendo ser leídos como si se tratase de su obra completa en bruto, introduciéndonos de lleno en el interior de una meditación incesante y permitiéndonos atisbar la riqueza y complejidad de su pensamiento, alimentado siempre por una febril curiosidad enciclopédica.

Sus páginas están lejos de poseer la perfección formal de una obra literaria completamente pulida en todos sus pormenores; sus formulaciones están realizadas de un solo trazo. Son apuntes inmediatos sobre los que la autora no volvía y dejaba sin corregir, pero el precio que se paga en repeticiones o en construcciones a veces complicadas o elípticas y alusiones enigmáticas, se gana en viveza y espontaneidad. La lectura de los Cuadernos supone participar en el intenso proceso de creación de uno de los pensamientos más audaces y originales de nuestro tiempo.

Como afirma Emilia Bea, «las frases de Simone Weil nutren la literatura contemporánea y aparecen citadas en lugares alejados entre sí, como en los escritos de Georges Bataille, Ignazio Silone, Jean Guitton, Susan Sontag, Carlos Fuentes, Elsa Morante, Ingeborg Bachmann, George Steiner o Albert Camus, a quien debemos la publicación de la mayor parte de los textos weillianos en la editorial Gallimard de París, donde están apareciendo las obras completas que se prevé ocupen más de quince extensos volúmenes. Resulta increíble todo lo que escribió y todos los temas que fueron tratados por ella si pensamos que murió a los treinta y cuatro años, aquejada, además, por permanentes migrañas y con una imparable actividad social. No es fácil entender cómo un cuerpo tan frágil pudo albergar tanta energía creativa».

La compasión por el sufrimiento humano, la solidaridad y el desprendimiento hasta olvidarse de sí misma fueron siempre una realidad en su vida. Sabemos, por sus confidencias al padre Perrin, que durante la guerra de 1914, cuando solo tenía cinco años, el madrinazgo de un soldado le hizo descubrir la miseria que sufrían los ejércitos en el campo de batalla y ya no quiso tomar ni un terrón más de azúcar para podérselos enviar a los que combatían en el frente. Para comprender el carácter extraordinario de esta compasión —que será uno de los rasgos esenciales de su vida—, hay que recordar el desahogo material, la tolerancia y el afecto con los que sus padres y su hermano André la rodearon siempre.

Filósofa y mística

Simone Weil ha sido probablemente la filósofa y mística más brillante del siglo XX. Su humanismo y su honestidad han hecho de ella una de las grandes figuras de la filosofía y la religión de nuestro tiempo. Conocer su vida nos impulsa a ser mejores, pues viene a demostrar que en una filosofía auténtica como la que ella proponía, el pensamiento y la acción no pueden ir por separado. Ella entendía la filosofía como una permanente búsqueda de la verdad y la belleza, del bien y la justicia. La lectura de sus textos genera una fuerza particular que nos ayuda a ser mejores y nos hace crecer como seres espirituales.

Su obra está en la actualidad más vigente que nunca, pues encierra un posible antídoto al nihilismo y al materialismo que caracteriza nuestro tiempo como una especie de virus mental que se ha diseminado por todo el mundo. Descubrirla es uno de esos regalos que conmueven y de los que impulsan a hacer partícipes a los demás. Es un desafío que invita a la acción y a la reflexión, a la adopción de un mensaje que busca insistentemente esclarecer la situación del hombre de hoy para encontrar las posibles salidas hacia un mundo nuevo y mejor, donde reinen verdaderamente la belleza, la bondad y la justicia.

Conozcamos ahora un poco más, a través de sus palabras, cuál era su filosofía. «Soy filósofa y me intereso por la humanidad».

Una afirmación que resume toda su trayectoria. Esta frase fue la respuesta que anotó en el cuestionario donde le preguntaban por su profesión y que tuvo que rellenar al ingresar —ya muy enferma y debilitada— en el sanatorio de Ashford, cerca de Londres, poco antes de partir de este mundo. Simone no publicó libros en vida, solo algunos ensayos y artículos para la prensa del momento, pero escribió con gran inspiración y absoluta sinceridad, como apuntábamos anteriormente, una serie de preciosos cuadernos que pueden considerarse una de las obras maestras de la literatura del siglo XX desde el punto de vista ideológico. Estos valiosísimos cuadernos son meditaciones que abarcan una vasta gama de asuntos de interés general, si bien en los últimos años se vuelven cada vez más místicos e íntimos.

Tuvo una educación exquisita junto a su hermano André, que llegaría a ser más tarde uno de los mejores matemáticos de su época. Esta buena educación les permitió a ambos adquirir una gran cultura: sentían pasión por la literatura, y su madre, que tenía una bonita voz y era una gran melómana los inició en la música clásica. Los dos hermanos eran capaces de leer en griego, latín, inglés, español, alemán e italiano, y Simone llegó incluso a aprender sánscrito para leer los libros sagrados de la India en su versión original, especialmente el Bhagavad Gita, que le sedujo desde el primer momento. Estudió a fondo la Biblia —tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento— y también los textos cátaros y gnósticos, por los que estuvo muy interesada. Se acercó igualmente al misticismo cristiano, a san Juan de la Cruz, a santa Teresa y a san Francisco de Asís, debido a una serie de experiencias místicas que vivió a lo largo de su vida y que debieron de ser, como ella misma cuenta en sus notas, realmente sobrecogedoras.

Como filósofa admiró primero a Descartes, sobre el que hizo su trabajo de fin de carrera, pero también le gustaba leer a Spinoza y a Kant y se mantuvo siempre fiel a Platón y a los filósofos pitagóricos. En los últimos años de su vida se consagró de manera especial a la tarea de desvelar el centro mismo de todo el pensamiento griego, estudiando y traduciendo los textos clásicos; a estos trabajos pertenece su ensayo sobre «La Ilíada o el poema de la fuerza». Simone pensaba que solo liberándose del dominio de la fuerza, el ser humano podía llegar a contemplar los grandes misterios de la existencia, y la lectura de los versos homéricos confirmó sus conclusiones: «No es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo».

Estos textos suyos son fruto de su afán pedagógico, de la gran preocupación de Simone tratando de que las obras maestras de la poesía y la filosofía clásicas fueran conocidas y accesibles a todos; para ello traduce al francés pasajes de Electra y Antígona, fragmentos de Heráclito, comentarios a los Diálogos de Platón (Dios en Platón) y notas a Cleantes, Ferécides, Anaximandro y Filolao.

«El único obstáculo para la idolatría del totalitarismo consiste en una vida espiritual auténtica» (…). «Cada cual debe interrogarse: ¿estoy en la verdad?». (…) «Prefiero morir a vivir sin verdad» (…). «Hay que amar la verdad más que a la vida» (…). «Estar fuera de la verdad es la mayor de las desgracias» (…). «La adquisición de un conocimiento no siempre nos acerca a la verdad» (…). «La verdad está profundamente escondida en el corazón de cada ser humano» (…). «La amistad es para mí un beneficio incomparable, sin medida, una fuente de vida, no metafórica sino literalmente» (…). «Desear la amistad es un gran error. La amistad debe ser un goce gratuito, como los que proporcionan el arte o la vida» (…). «Hay un amor personal y humano que es puro y que encierra un presentimiento y un reflejo del amor divino. Es la amistad, siempre que esta palabra se utilice rigurosamente en el sentido que le es propio».

Sabía que la amistad fluye por sí misma cuando las personas se conectan, y Simone estaba siempre dispuesta a compartir conocimientos con sus amigos, a buscar con ellos la verdad escondida bajo todas las creencias y tradiciones. Ella decía que la amistad no había que manifestarla con palabras o signos externos de ternura, sino que había que ejercerla como una virtud, con actos positivamente útiles y prácticos.

Su gran inteligencia y su carácter apasionado la llevaban a buscar la verdad de forma incansable, dirigiendo todos sus esfuerzos a encontrarla y a descubrir sus misteriosos velos, y compartiendo esta afición con sus amigos. Como ya hemos visto, Simone fue una niña feliz, muy sociable y cariñosa con su único hermano, su compañero de juegos al que adoraba y consideraba un genio de imaginación y de inteligencia muy superior a la suya. Se interesó siempre por los avances de la ciencia y los nuevos descubrimientos de su época con toda la admirable perseverancia y tenacidad que caracterizaba su firme carácter. No olvidemos que nació un 3 de febrero, por lo que, como a todos los nacidos bajo el signo de Acuario, le atraía la investigación y la búsqueda de nuevos conocimientos. Su amabilidad y su lealtad con los amigos, a los que cuidaba como un tesoro, eran también propios de su carácter acuariano; los nacidos bajo este signo pueden alcanzar también un alto nivel de desarrollo espiritual, que es lo que ella logró, aunque fuera a base de un esfuerzo constante y tenaz por mejorar cada día como persona.

«Lo primero que hay que buscar es la libertad» (…). «No te dejes encarcelar por ningún afecto. Preserva tu libertad» (…). «El deber hacia uno mismo consiste en ser libre, es decir, en liberar al espíritu de la cárcel del cuerpo y poner al cuerpo bajo el dominio del espíritu» (…). «Nada paraliza más el pensamiento que el sentimiento de inferioridad impuesto necesariamente por los golpes cotidianos de la pobreza, de la subordinación y de la dependencia».

Simone siempre se sintió una mujer libre y fue una idealista nata que nunca renunció a su espíritu crítico. Para ella, amar de verdad era saber respetar la libertad del otro, jamás había que relacionar el amor con la dependencia. En sus años de preparación en el famoso liceo Henri IV de París, estudió filosofía con Alain5, al que admiraba por sus ideas innovadoras sobre cómo había que desarrollar la voluntad para poder ser personas realmente libres. Comprendió entonces que para ser libres, no hay que inmutarse ante las dificultades, sino tener una fuerte voluntad para superarlas.

Este encuentro con Alain fue decisivo para la trayectoria intelectual de Simone, comenzando con él su verdadera carrera filosófica. Más tarde, ella misma sería profesora de filosofía en los institutos de Le Puy, Auxerre y Roanne hasta finales de 1934. Alternaba su vida docente trabajando como si fuera una obrera más en diversas fábricas, ya que quería conocer de primera mano el mundo de los trabajadores para poder experimentar y compartir personalmente sus condiciones de vida. Ningún intelectual de izquierdas, a cuyos líderes comenzó admirando, había intentado antes que ella comprender —y menos experimentar— la vida cotidiana de los obreros: su tristeza, su desesperación, su cansancio y sus angustias vitales.

«Cuando pienso que los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase trabajadora y que ninguno de ellos puso nunca los pies en una fábrica, la política me parece una siniestra farsa», comentaba al respecto.

Durante el verano de 1929, quiso compartir también el trabajo de los campesinos y, en los meses de más calor, se fue a vivir a casa de una de sus tías en el Jura francés. Allí recogía patatas durante diez horas al día, conversando con la gente del lugar y entablando amistad con sus familias. Después de estas «vacaciones» volvía de nuevo a París para continuar sus estudios superiores. Las clases de filosofía con Alain sobre la libertad y la voluntad para lograrla, habían despertado en ella muchas expectativas. Alain afirmaba que «lo que no se hace libremente no es voluntad, sino pasión o deseo; la buena intención no es voluntad, ya que esta solo existe en la acción. No es un problema de elección, la función de la voluntad no es elegir; la función de la voluntad es acomodarse a lo que previamente ya se ha elegido como lo mejor, y proponerse hacerlo bien. Así, el mal puede transformarse en bien, dependiendo de cómo se sepa actuar. Todo hombre comienza por equivocarse y ser esclavo de las pasiones, pero eso mismo, el error y la pasión, constituyen la materia con la que se puede dar nacimiento a la libertad».

Simone asentía con la cabeza, escuchando entusiasmada las clases de Alain; este, a su vez, seguía las directrices de su viejo maestro Lagneau, para quien la filosofía era el ejercicio mismo de la libertad. Alain inculcaba a sus alumnos que lo más importante no es «lo que se debe pensar», sino «aprender a pensar». Él mantuvo siempre una posición radical en defensa de las libertades de los ciudadanos contra toda injerencia de los poderes políticos o religiosos, destacando la necesidad de mantener libre el espíritu y alejarse del sometimiento a cualquier forma de autoridad impuesta. Su magisterio, su actitud y sus numerosos ensayos, que aunaban lo periodístico con lo más estrictamente filosófico, ejercieron una gran influencia en Simone, al igual que en muchas promociones de estudiantes de su época que disfrutaron de su magisterio.

«Una sola cosa hace soportable la monotonía, y es una luz de eternidad: la belleza» (…). «La belleza de este mundo es la sonrisa llena de ternura que Dios nos dirige a través de la materia. Él está realmente presente en la belleza universal» (…). «La belleza seduce a la carne con el fin de obtener permiso para pasar al alma» (…). «La belleza del mundo es la aportación de la sabiduría divina a la creación» (…). «No conceder atención a la belleza del mundo es quizá un crimen de ingratitud tan grande, que merece el castigo de la desdicha» (…). «Una verdadera definición de ciencia sería: el estudio de la belleza en el mundo» (…). «No tratar de no sufrir ni de sufrir menos, sino de no alterarse con el sufrimiento».

El dolor y la belleza son, por lo general, lo que más nos impacta e influye a los seres humanos a lo largo de la vida, y lo que más conmovía a Simone era precisamente eso: contemplar la belleza del mundo en medio del dolor y la miseria de tantos desfavorecidos. Aceptar que el dolor es parte de la vida no debe impedirnos vivirla plenamente y disfrutar de la belleza que nos rodea, pues, como decía Alexis Carrel, «el ser humano no puede rehacerse a sí mismo sin sufrimiento, porque es a la vez el mármol y el escultor». Por eso fue por lo que, trabajando en una fábrica, confundida a los ojos de todos con la masa anónima, la desgracia de los otros penetró en el alma de Simone y en su carne, convirtiéndola en desgracia propia. Eran los dos conceptos, el dolor de este mundo y la belleza, a los que creía que debería prestar la mayor y más constante atención para poder acceder al conocimiento auténtico de la vida.

Evidentemente, no se trataba de la belleza como objeto de consumo, sino de una belleza arquetípica relacionada con el amor auténtico y con la misericordia de Dios. De ahí que Emilia Bea titule los escritos sobre ella «Simone Weil, la conciencia del dolor y la belleza», y así la describía Simone en uno de los trabajos que hizo para las clases de Alain, y que tituló «La belleza y el bien», comentando el famoso pasaje de la biografía de Alejandro Magno en el que, a pesar de estar sediento, le vemos derramando en el suelo el agua fresca ofrecida en un casco por uno de sus soldados, porque quiere compartir la suerte de su ejército, que anda cruzando el desierto con grandes penalidades y privaciones. Nuestra filósofa interpreta este tipo de actitudes como acciones llenas de conmovedora belleza, en cuanto que son actos de auténtica bondad, de fidelidad a uno mismo y a las propias convicciones.

La atención se convierte en oración

«La atención absolutamente pura y sin mezcla es oración» (…). «La atención debe convertirse en una actitud permanente en el hombre» (…). «Nunca, en ningún caso, un verdadero esfuerzo de atención se pierde. Siempre es plenamente eficaz en el campo espiritual y, por consiguiente, lo es también por añadidura en el plano inferior de la inteligencia, pues toda luz espiritual ilumina la inteligencia» (…). «Pero la atención que se exige no es en absoluto fácil. Es, de hecho, la cosa más difícil del mundo. Y es tan difícil porque hay algo en nuestra mente que rechaza la verdadera atención más violentamente de lo que la carne rechaza el cansancio. Ese algo está mucho más próximo al mal que la carne. Por eso, cuantas veces se presta verdadera atención se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Si la atención se enfoca en ese sentido, un cuarto de hora de atención es tan valioso como muchas buenas obras».

Me ha impresionado esta reflexión de la filósofa francesa. Al igual que todos los grandes maestros, que aconsejan ejercitar la atención como la mejor fórmula para desarrollar la conciencia, ella consideraba la atención como la cualidad más importante para mantenerse siempre alerta y poder aprender a base de observar todo lo que la rodeaba, o sea, estar siempre «aprendiendo a ver» —como aconseja nuestro filósofo Emilio Lledó—, para saber discernir entre lo verdadero y lo falso. Su intuición le decía a Simone que tenía que desarrollar esta atención y ejercitarse en ella para poder evolucionar como persona; esto era para ella como una forma de desarrollo espiritual que había que imponerse para crecer interiormente y aprovechar plenamente la vida.

Simone Weil era de una pureza tan insobornable que dejaba en evidencia cualquier espiritualidad impuesta por una confesión religiosa o por cualquier normativa social establecida. Ella tenía realmente una visión mística global de la unidad del mundo. Más aún, el especial énfasis con el que aconsejaba desarrollar el poder de la atención constituye la máxima profundidad de su pensamiento en torno a este tema, tan esencial para una sociedad como la que vivimos. Hoy en día vemos que el abuso de la tecnología y el entretenimiento banal de los niños —y desgraciadamente también de muchos mayores—, pegados a los teléfonos móviles como una especie de evasión del mundo que les rodea, han creado un déficit de atención masivo realmente preocupante para nuestra sociedad.

«En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola, en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas».

Simone visita los lugares más significativos de la espiritualidad cristiana, pero el suyo no es un acercamiento teológico sino pasional, movido por su ansiosa búsqueda de la verdad en todo lo que la rodeaba. Ella siente hambre por lo religioso como una necesidad natural, y casi todas las tesis que le impiden abrazar el catolicismo provienen de la conducta histórica de la Iglesia y del rechazo que siente a que se quiera imponer al mundo la religión cristiana como la única verdadera.

Ella siente que el cristianismo, como todas las religiones existentes, posee el carácter de «iniciación» o de aprendizaje para esa otra religión realmente abarcadora y universal, basada en la humildad y el anonimato y no en el narcisismo y el orgullo. Como todos sabemos, el desencanto con el mundo no puede borrar el anhelo de trascendencia del ser humano, su necesidad de verticalizarse, de alcanzar algo que sea firme y sólido donde apoyarse y que dé sentido a su vida. La mística suele relacionarse con las primeras manifestaciones de lo sagrado, y ese deseo de encontrarse con lo divino que intuía en su interior, llevó a Simone Weil a un misticismo sublime que produjo una profunda transformación en su vida. Su pureza natural, asombrada ante la contemplación de la belleza del mundo y de su manifestación en el arte, le hace presentir la huella de Dios en todo lo que contempla y, a pesar de haber nacido en una familia judía y agnóstica, escribió en Carta a un religioso que su verdadera vocación era «ser cristiana fuera de la Iglesia». En uno de sus cuadernos escribe: «No creer en Dios, sino amar siempre el universo como se ama una patria, aun desde la angustia del sufrimiento, es el camino de la fe por la via del ateísmo».

Este primer viaje a Italia con su estancia en Asís sería una de las etapas más felices de su vida. En Milán acudió al teatro de L’Scala para ver L’elixir d‘amore, de Donizetti, que le pareció delicioso, tanto el libreto como la música. Allí prolonga su estancia a causa de una lluvia pertinaz que le sirve como excusa para quedarse unos días más, pues en el fondo lo que quería era permanecer en Italia, fascinada por tanta belleza.

«El amor no es consuelo, es luz» (…). «El amor ha descendido a este mundo en forma de belleza» (…). «Hacer de la vida una ofrenda de amor. El sacrificio, cuando se identifica con dolor, es estéril, pero cuando se hace como “oficio sagrado” es fluido y vital» (…). «Un acto odioso es la transferencia a los demás de la degradación que tenemos dentro» (…). «Todos los pecados son intentos de llenar vacíos» (…). «Toda obra de arte tiene un autor, pero cuando es perfecta, sin embargo, tiene algo de anónima, porque imita el anonimato del arte divino».

El legado de Simone Weil

Cuando una obra buena se comparte, todos disfrutamos de ella y a todos nos consuela la luz que nos aporta su conocimiento; esto es lo que ocurre con el extraordinario legado que Simone Weil regaló al mundo. Hacer del sacrificio, un «sacro oficio», nos llena de alegría vital, y la vida de Simone fue siempre una ofrenda permanente que la hacía feliz. Ella también decía que los malos tratos son un reflejo de cómo esa persona está descontenta consigo misma, pues cuando amamos desinteresadamente y sin prejuicios a los demás, les hacemos partícipes de la plenitud y el consuelo de la luz, de lo mejor de nosotros mismos, pues somos cada uno un reflejo único y particular del anonimato del arte divino. Tratar mal a los demás es una muestra de nuestra falta de plenitud y armonía interior y, si no resolvemos nuestras deficiencias, nunca vamos a llenar ese vacío interno.

«Maat quiere decir a la vez justicia y verdad. Esto es significativo. No fue por casualidad que la Sagrada Familia se dirigiera a Egipto» (…). «El símbolo de la balanza es de una profundidad maravillosa; la balanza jugaba un importante papel en el pensamiento egipcio» (…). «La frase de Arquímedes “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo” puede ser contemplada como una profecía; el punto de apoyo es la cruz, intersección del tiempo y la eternidad» (…). «Los escritores no tienen que ser profesores de moral, pero tienen que saber expresar la condición humana. Y nada es más esencial para todos los hombres y en todos los instantes que saber distinguir entre el bien y el mal» (…). «El mal imaginario es romántico y variado, pero el verdadero mal es sombrío, monótono, estéril y aburrido. El bien imaginario también es aburrido, pero el bien real es siempre nuevo, maravilloso y embriagador».

La cruz tiene una función de síntesis, de unión del cielo y la tierra, del tiempo y el espacio. La balanza y la cruz eran para Simone dos símbolos muy significativos. Nuestra filósofa no se dejaba arrastrar por la fantasía ni por la opinión de los demás; su pensamiento fue siempre claro, coherente y justo para distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal, y nunca actuaba en desacuerdo con sus ideas. El símbolo de la justicia y la verdad —el de la balanza de Maat que tanto admiraba—, presidió siempre su deambular por el mundo y todas sus actuaciones a lo largo de su vida.

«Cristo comenzó su vida pública transformando el agua en vino y la terminó transformando el vino en sangre. Señaló así su afinidad con Dionisos. También por su expresión “Yo soy la verdadera vid”» (…). «La maternidad de la Virgen tiene relaciones misteriosas con el pasaje del Timeo de Platón concerniente a una cierta Esencia, madre de todas las cosas y perpetuamente pura. Todas las diosas madres de la Antigüedad, como Deméter o Isis, eran figuras de la Virgen».

Simone Weil se acerca aquí al concepto de la virginidad, de la pureza que envuelve la esencia de la Gran Madre, que tanto le atraía. Ella misma había decidido no pensar de momento en un amor de pareja, esto lo consideraba secundario mientras no tuviera claro cuál era su misión en esta vida, y prefería tener amigos y confraternizar con todos. A pesar de ello, no dejó de sentir el atractivo del sexo masculino en varias ocasiones durante su adolescencia y juventud, como le confesó a Simone Pétrement, su amiga y colega en el Instituto Henri IV, y que más tarde escribiría su biografía más conocida. Nuestra joven Simone, a pesar de su carácter naturalmente afable y cariñoso, trataba siempre de evitar todo contacto físico incluso con sus amigas, por lo que uno de sus profesores, Émile Chartier, a quien le molestaban las posturas políticas radicales de su alumna, empezó a llamarla despectivamente «la virgen roja», un apelativo por el que muchos la conocen todavía hoy. También llamaba la atención de cuantos la veían por primera vez su original manera de vestir y su preferencia por la ropa masculina, y es que ella la consideraba más económica y fácil de adquirir que la ropa femenina, que además le exigía perder mucho tiempo en elegir los vestidos que tendría que llevar cada día.

Simone Weil , como ya hemos comentado, poseía una vasta cultura adquirida desde pequeña en su casa junto a su hermano, y a los dos les gustaba leer las grandes obras literarias en su idioma original. Se acercó también al misticismo cristiano, debido a una serie de experiencias extraordinarias que la impactaron profundamente y le cambiaron la vida, pero al mismo tiempo, como filósofa, su preferido era Platón —sobre todo al Platón más esotérico— y toda la cultura clásica que conoció desde la infancia junto a su hermano, con el que aprendió a leer desde muy pequeña, dándoles una sorpresa a sus padres, que no podían creer lo que veían.

André fue siempre un genio precoz que llegaría a ser uno de los matemáticos más importantes de su generación, conocido por sus notables contribuciones a la teoría de los números y la geometría algebraica. Simone, dotada también de un inteligencia excepcional, llegó a sufrir a los catorce años una crisis al comparar sus dotes intelectuales con las de su hermano, dos años y medio mayor que ella, al que admiraba considerándolo muy superior en inteligencia.

«Una vez que la experiencia de la guerra hace visible la posibilidad de la muerte que yace escondida en cada momento, nuestro pensamiento no puede viajar de un día para otro sin encontrarse con el rostro de la muerte» (…). «Había viajado un poco por España antes de la guerra civil, muy poco, pero lo suficiente para sentir el amor que es difícil no experimentar hacia ese pueblo» (…). «Dejé España a mi pesar y con la intención de volver, pero voluntariamente no lo he hecho. No sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una contienda entre Rusia, Alemania e Italia».

No le importaban los motivos de la guerra, pero sabía que esta siempre trae la muerte a su paso. Como decía Homero, «la guerra es fuente de todas las lágrimas», y también él decía que «incluso los vencedores salen para siempre derrotados». Si la historia de la humanidad es en buena parte la historia de sus guerras, también lo es, y no en menor medida, la historia de las grandes figuras que con sus vidas, pensamientos y testimonios iluminaron las tinieblas y ofrecieron una esperanza de paz y convivencia a todo el género humano. Simone Weil fue sin duda una de estas. Ella escribió mucho sobre la muerte, que consideraba como la oportunidad filosófica suprema, pues, siguiendo a Platón, entendía la filosofía como «aprender a morir», o sea, aprender a despegarse y anular el yo (o sea, a «descrearse», como ella decía) para unirse con la divinidad, que es lo Uno y es el Todo.

En 1936 Simone viaja a España diciéndole a sus padres —a fin de tranquilizarles— que solo iba como periodista, pero intenta por todos los medios ir al frente de batalla y logra alistarse en la columna dirigida por Buenaventura Durruti, que dirigía la formación más importante de las milicias de la CNT a orillas del Ebro. Sus compañeros hacían todo lo posible por no darle tareas peligrosas, pues eran muy conscientes de la fragilidad de Simone y de su miopía, que le hizo meter el pie en una sartén con aceite hirviendo que ellos utilizaban por la noche para guisar a escondidas, a fin de no ser descubiertos por el enemigo. Este accidente le produjo terribles quemaduras por lo que tuvo que ser hospitalizada. Avisados sus padres, vinieron rápidamente a buscarla y, gracias a la intervención de su progenitor como médico, consiguieron sacarla del hospital militar en el que la habían internado y que no le cortaran la pierna. Llevada a París y tras un tiempo de recuperación en la casa paterna, se incorpora de nuevo a la labor docente, su gran vocación.

«Creo que hay que mantener siempre lo que se piensa, aun cuando se mantenga un error contra una verdad; pero, al mismo tiempo, hay que orar permanentemente para acceder a una mayor verdad y estar siempre dispuesto a abandonar cualquier opinión en cuanto la inteligencia reciba más luz. Pero no antes» (…). «Si nos sumergimos en nosotros mismos, encontramos que poseemos exactamente todo lo que necesitamos».

Conclusión

Con estos sabios consejos y sus propias palabras, tan llenas de confianza en un futuro mejor para nosotros mismos y para toda la humanidad, quiero terminar este trabajo que me ha obligado a descubrir un poco más a la gran Simone Weil. Pienso que nuestra fortaleza está realmente —como ella decía— en creer que podemos conseguir cuanto queramos si confiamos en el poder del tesoro escondido que habita en nuestro interior, si sabemos buscarlo y encontrarlo —como en los viejos cuentos—, no solo para enriquecer nuestra vida, sino también las vidas de los demás. Simone conocía perfectamente la fuerza poderosa del tesoro de su alma y la supo utilizar para lograr cuanto se propuso. Tenía la seguridad de que quien se empeña con todas sus fuerzas en conseguir lo que desea en términos espirituales, lo obtiene siempre.

Por decisión propia, Simone se mantuvo siempre en el anonimato, pero no cabe duda de que su filosofía ha traspasado ya todas las fronteras constituyendo un ejemplo de vida, tanto para sus compañeros de lucha como para otros muchos personajes destacados como Albert Camus o Simone de Beauvoir, para los que era una muestra perfecta del concepto de empatía con cuantos la rodeaban, tanto en el campo filosófico como en el sociopolítico o el religioso.

Solemos creer que un filósofo no puede llevar la vida de un santo o que un santo no puede ser a su vez un filósofo, pero estamos equivocados. La historia nos enseña que siempre ha habido filósofos santos, como lo fueron san Agustín o santa Teresa, y no cabe duda de que Simone Weil fue, además de la más activa y comprometida, la más brillante filósofa y santa del siglo XX.

Vaya desde aquí mi admiración más sincera y mi agradecimiento más profundo para la gran dama que fue Simone Weil.

Bibliografía

A la espera de Dios. Simone Weil.Prólogo de Carlos Ortega. Ed. Trotta, 2009.

Carta a un religioso. Simone Weil. Prólogo de Carlos Ortega. Ed. Trotta, 2011.

La conciencia del dolor y la belleza. Simone Weil. Edición de Emilia Bea Pérez (varios autores). Ed. Trotta, 2010.

La fuerza y la debilidad del amor. Simone Weil. Maria Clara Lucchetti Bingemer. Ed.Verbo Divino, 2009.

Vida de Simone Weil. Simone Pétrement. Ed. Trotta, 1997.

1 Simone de Beauvoir fue una filósofa, escritora y periodista francesa, muy conocida también por haber sido la pareja del existencialista Jean Paul Sartre. Ambos se dedicaron a la literatura y el activismo político y se convirtieron en figuras polémicas para la sociedad de su época. Su relación rompía todos los paradigmas: se negaron a casarse y a tener hijos, manteniendo una relación abierta que les permitía intimar con otras personas, rompiendo así el modelo de familia tradicional. Fue también la precursora del movimiento feminista, que se fue desarrollando a partir de sus incisivas reflexiones sobre la emancipación de la mujer, siendo esta su faceta más conocida.

2 Libres Propos era una revista francesa de filosofía en la que escribía regularmente Alain.

3 L’Humanité era un diario comunista francés. L’Huma, como se le conoce en Francia, fue obra de Jean Jaurès, fundador del Partido Socialista, pero, cuando en 1920 se produjo la escisión con los comunistas, fueron estos quienes se quedaron con la cabecera. A lo largo de sus más de cien años de historia, en sus páginas han dejado huella los principales intelectuales de la izquierda francesa.

4 Albert Camus, Premio Nobel de Literatura de 1957, sentía una profunda admiración por la intensidad y la coherencia con la que Simone Weil supo unir su pensamiento y su vida, convirtiéndose, de hecho, en un importante propagador de su obra. Camus reconoce en Simone Weil una aguda sed de verdad acompañada de una gran inteligencia, honestidad y pureza de corazón que le hicieron ver con claridad el remedio a los problemas de su época. De ahí que el escritor la considerara el «único gran espíritu de nuestro tiempo».

5 Alain: pseudónimo del periodista y filósofo francés Emile-Auguste Chartier (1868-1951).

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