Arte — 1 de octubre de 2008 at 10:05

La música del siglo XX

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“Me complazco en imaginar que así sería, sin duda, la ‘sinfonía’ que se escucharía el día en que un manicomio se distribuyeran diecisiete instrumentos entro otros tantos alienados, conviniendo es que cada uno tocara según su inspiración personal y lo más fuertemente posible”
. (R. Aloys Mooser, comentando la Polyphone X de Boulez, 1953)

No existe un concepto unívoco, como cuando nos referimos al Barroco o al Romanticismo, para
denominar a la Música del siglo XX. Todo lo más, hablamos de “música contemporánea”, “moderna” o “de vanguardia”, lo cual no aclara nada con respecto a sus características. El siglo XX es,
ciertamente, un periodo absolutamente inestable y, desde el punto de vista formal, los compositores varían enormemente en su ámbito y gama, en temperamento y expresión.

Esto no es nuevo –“nihil novo sub sole”-, pues, como siempre, la historia se repite. Alejo Carpentier, en 1958, recogía en un artículo publicado en El Nacional de Caracas el siguiente comentario: “Un notable ensayo, publicado en el último número de la NRF, se aplica precisamente a demostrar que el Medioevo fue tan fecundo en innovaciones musicales como la época moderna. Sus músicos “inventaron” perpetuamente, creando sistemas que, por su complejidad creciente, fueron tan desconcertantes para el público, en el primer momento, como lo serían más tarde el impresionismo sonoro o el atonalismo actual”.

No es de extrañar, pues, el hecho de que tantos melómanos se sientan hoy –en esta nueva Edad Media a la que estamos abocados por la inexorable ley de los ciclos- desorientados cuando escuchan la música contemporánea y retrocedan ante los compositores modernos. Aún persiste la idea de que lo “clásico” y lo “moderno” representan dos estilos musicalmente irreconciliables.

La explicación a esta especie de “resistencia al cambio” de aficionado medio es, como siempre y en primer lugar, su ignorancia o, en este caso, su falta de educación musical y, por otra parte, también el que la música contemporánea –como ocurría en la Edad Media-, no constituye una índole,sino muchas clases distintas de experiencia musical. Es comprensible que exista por parte del aficionado una cierta desconfianza cuando se acerca al estreno de una composición moderna pues,aunque los artistas creadores, en general, constituyan un grupo serio y profesional y no pretendan desconcertar a nadie, siempre existe la posibilidad de que haya una cierta culpa por parte de algún compositor, por haber escrito a la ligera disonancias no inspiradas, o simplemente caprichosas,buscando tan sólo llamar la atención o, tratando de experimentar a través de las reacciones de un público poco entendido que, por las dudas siempre aplaude. El tiempo inexorable, con su sabiduría,irá decantando el verdadero Arte, y sepultará en el olvido todo lo carente de autenticidad.

¿INCOMPRENDIDOS?

Veamos ahora la sucesión de movimientos que hubo a lo largo del siglo XX, citando sólo los más conocidos: Post-romanticismo (Mahler), Nacionalismo progresivo o vanguardista (Falla), Impresionismo (Debussy), Neoclasicismo (Strawinsky), Expresionismo (primer Shönberg), Dodecafonismo (Escuela de Viena), Futurismo (Russolo), Música electrónica (Stockhausen), Música concreta (Pierre Henry),Serialismo integral (Pierre Boulez), Música aleatoria, estocástica, etc. Colocar toda esta música bajo el calificativo de “moderna” resulta injusto y, evidentemente, produce una enorme confusión.

Aaron Copland, en 1939, daba, en su libro What to listen for in Music, una lista de los compositores más reconocidos entonces, según su grado de dificultad para comprender sus respectivos lenguajes musicales:

MUY FÁCILES: Shostakovich y Kachaturian, Francis Poulec y Eric Satie, Strawinsky y Schönberg en sus primeras obras y Virgil Thomsom.

BASTANTE ACCESIBLES: Prokofieff, Villa-lobos, Ernest Bloch, Roy Harris, William Walton, Malipiero y Britten.

CONSIDERABLEMENTE DIFÍCILES: Strawinsky en sus últimas obras, Bastók, Milhaud, Chávez, William Schumman, Honegger, Hindemith y Walter Piston.

MUY DIFÍCILES: Schönberg e las obras de madurez, Alban Berg, Antón Webern, Varèse, Dallapiccola, Krenek, Roger Sessions y, a veces, Charles Ives.

Han pasado casi 70 años desde esta apreciación de Copland y, hoy ya, pocos estarían de acuerdo con estos conceptos comparativos de compositor norteamericano. No obstante, esto nos sirve como un dato más para ilustrarnos acerca de la música del siglo XX.

POR EJEMPLO, MAHLER

Hay una cosa evidente: el compositor de hoy, dado el ámbito ensanchado de la invención melódica contemporánea y el enorme desarrollo y posibilidades en cuanto a medios de expresión, no puede regresar a la escritura melódica, sencilla, a veces obvia, de antaño. Y el melómano no puede pretender que el compositor ofrezca la misma combinación de sonidos, el mismo tratamiento orquestal que utilizaron Mozart o Brahms, porque el mundo, el entorno que hoy nos rodea, no es el que vivieron los compositores de los siglos XVIII y XIX, y el verdadero artista debe reflejar en su obra el ambiente y la sociedad de su tiempo. Mahler fue un buen ejemplo de ello: catalizó las inquietudes, contradicciones y temores de una Europa que vivía las últimas horas de calma antes dela gran tormenta, y su obra es fruto y reflejo de una juventud consciente y angustiada ante el mundo oficial e inmovilista de un imperio que se resquebrajaba. El escritor Thomas Mann se dirigió a él en cierta ocasión con estas palabras: “Es usted el hombre que expresa en su mayor profundidad y en su forma más sagrada el arte de nuestro tiempo”.  Mahler nunca estuvo convencido del todo de haber encontrado el mejor camino, pero, afortunadamente, pudo, en todo momento, conservar la lucidez a pesar de todas las tensiones a que se vio sometido; de ahí la enorme diversidad –como muy bien afirma A. Ruiz Tarazona- de su obra sinfónica, “en la que se mezclan de forma desconcertante (dentro de una evidente unidad estilística) lo sublime y lo vulgar, lo ingenuo y lo sofisticado”, el dolor de vivir y la búsqueda esperanzada de lo trascendente. Quizá  la diferencia entre lo que él hizo y la forma de trabajar de algunos que hoy se autodenominan “artistas de vanguardia” porque simplemente mezclan ruidos en máquinas, es que Mahler –como verdadero artista- bebió en los clásicos (adoraba a Mozart), en las fuentes del Barroco y, sobre todo, en las grandes sinfonías románticas que le precedieron desde Beethoven a Brahmns. Y es que, como Beethoven afirmaba, hay que estudiar y conocer a fondo el sistema establecido, antes de emprender su reforma, y los cambios, para que sean fructíferos, han de ser paulatinos. Él decía: “Deseo aprender las reglas, para encontrar el mejor camino de infringirlas…” A mi entender, esa es la clave.

DESTRUIR PARA CONSTRUIR

Si hay algo que defina al siglo XX es, como antes comentábamos, el desconcierto y la gustav_mahler.jpgangustia, provocados quizá por esa destrucción sistemática de todo lo establecido anteriormente, en vez de utilizarlo como punto de apoyo para elevar el valioso edificio de nuestra cultura occidental. Nuestro mundo está en crisis, en cambio continuo y alocado, y el arte refleja fielmente esa situación de ruptura, diversificándose en infinidad de tendencias y procedimientos que intentan explicar de alguna manera la realidad desde sus concepciones subjetivas. La música no puede ser menos y nuestros compositores buscan ansiosamente nuevos caminos para un nuevo Arte. Pero esos nuevos caminos tienen que abrirlos asimismo los “hombres nuevos”. Sólo los “limpios de corazón”, los auténticos genios, que con sinceridad absoluta y fines elevados defienden y tratan de definir las nuevas “formas musicales”, con firmeza y seguridad en sí mismos y en lo que están haciendo, serán los que marquen las reglas de una nueva era. “Las leyes del hombre genial son las leyes de la humanidad futura”, decía Schönberg.

Otro ejemplo de perseverancia fue Wagner. Cuando un director de orquesta alemán declaró, al cabo de sesenta y tantos ensayos, que la partitura de Tristan e Isolda era inejecutable, no logró con ello que el autor modificara un solo compás de su obra. Así defendía Wagner la integridad de una “forma” de pensamiento sonoro –el suyo característico- que pasaría al patrimonio universal y marcaría nuevos cauces a sus sucesores.
Aunque la música contemporánea proviene, en gran medida, de la llamada “Escuela de Viena”, sus raíces ya se venían gestando desde que Beethoven, a comienzos del siglo XIX, decidió romper con el clasicismo: su Tercera Sinfonía contiene en el primer movimiento acordes que hicieron saltar de sus asientos a los primeros oyentes por su atrevida disonancia, a la que no estaban acostumbrados.Más adelante, Claude Debussy supuso para el siglo XX lo que Beethoven había supuesto para el XIX: con Debussy comienza un nuevo modo de concebir la función de la música y una forma distinta de escucharla. Es un músico indisciplinado y sorprendente –como lo fuera el de Bonn- que, desdeñando forma y contenido crea un arte nuevo equiparado por su libertad armónica al impresionismo pictórico de Degas y de Manet. Wagner también, con su exuberante cromatismo, acentuado luego por sus seguidores hasta extremos inimaginables, constituye el punto de partida de cierta evolución que llevó poco a poco al abandono de las leyes tradicionales de la tonalidad.

Lo que sí era evidente, sobre todo tras la conmoción producida por la primera guerra  europea, es que el movimiento romántico había llegado a su clímax al finalizar el siglo XIX, y que nada fresco podía sacarse ya de él. Entonces, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la música europea da un giro decisivo llevando a extremos desconcertantes la disolución de la tonalidad y la libertad de estructuras. Hasta entonces podía haberse trabajado con un material sonoro diferente al habitual, pero la música, a pesar de todos sus cambios, seguía escribiéndose en función de la tonalidad, bien a favor o en contra de ella y, además, con los instrumentos tradicionales. Ahora sin embargo, el hallazgo de nuevas fuentes de sonoridad, los avances de la electrónica, la continua experimentación,la individualización de cada mensaje, han ido alejando la posibilidad de comunicación estética entre el autor y el público. Y éste se encuentra desorientado ante la avalancha de experimentaciones que han prescindido absolutamente de los procedimientos y esquemas expresivos precedentes.

Ante esta desorientación, y para tratar de comprender y acceder a ese extraño, y a veces fascinante, mundo de la música actual, al aficionado inteligente sólo le queda una postura: revisar sus conocimientos de la música clásica –en su sentido más amplio- y tratar de profundizar ensanchando el estudio de los principales compositores y obras de cada periodo, desde el gregoriano al último romanticismo, y escuchar mucha música. Sobre todo escuchar –no simplemente “oír”-, escuchar una y otra vez repetidas audiciones de una misma obra es lo único que nos puede llevar a captar toda su belleza, a calar en su más profundo sentido, y pasar de la incomprensión al deleite de hacerla nuestra, de poseerla en su totalidad conectando con ese mundo divino de Belleza, que es la fuente misma de toda manifestación artística.

En definitiva, no se puede empezar a escuchar la música de hoy, ni menos llegar a entenderla, si previamente no se ha comprendido y disfrutado conociendo a fondo ese inmenso tesoro que constituyen las fugas de Bach, los conciertos de Mozart, los lieder de Schubert, las sinfonías de Brahms,las obras para piano de Chopin, de Schumann, de Liszt… y eso por nombrar sólo algo de lo primero que se me ocurre cuando pienso en toda la maravilla que nuestra cultura occidental ha aportado al mundo de la música.

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