Arte — 5 de agosto de 2009 at 07:02

Jacqueline du Pré

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Esta joven violonchelista nos dejó también prematuramente en 1987, víctima de una esclerosis múltiple que le obligó a retirarse, con tan sólo 28 años, ante la imposibilidad de seguir actuando en público, y en la cumbre de su carrera artística: Jacqueline du Pré fue una violonchelista sin par, a la que muchos han llamado «el ángel de la eterna sonrisa» por su encanto y simpatía.

Jacqueline Mary du Pré nació en Oxford el 26 de Junio de 1945, en el seno de una familia de clase media con marcada inclinación musical, y desde muy pequeña se sintió atraída por la magia del chelo, siendo muy pronto catalogada de «niña prodigio».

Todo comenzó a la edad de cinco años, cuando escuchó por primera vez a través de la radio el sonido de un violonchelo. Se quedó profundamente impresionada y, a pesar de su corta edad, aquella audición marcó el rumbo de su vida. A partir de ese momento comenzó una vertiginosa carrera hacia la fama: estudios con diversos profesores en las mejores escuelas de Inglaterra, clases magistrales con los más destacados intérpretes del momento (Casals, Rostropovich…), conciertos por Europa y América, numerosas grabaciones y una dedicación absoluta a su instrumento al que abrazaba amorosamente entre las piernas para tocarlo con absoluta entrega y extraer de él los más asombrosos y delicados sonidos.

En 1965, antes de cumplir los veinte años, debutó en el Carnegie Hall de Nueva York interpretando el «Concierto para violonchelo y orquesta» de Elgar, una de sus especialidades, en una interpretación de referencia todavía hoy, que nadie ha logrado superar en belleza. La intensidad y la pasión con que interpretaba, así como su singular visión de algunas obras, la elevaron a la cumbre en muy pocos años, y en las Navidades de 1966 conoce a Daniel Baremboin, el pianista y director argentino del que se hizo inseparable compañera y con quien formó pareja artística y sentimental. Se enamoró perdidamente del músico hasta el punto de convertirse por él al judaísmo para casarse  en Jerusalén rodeados de todos sus amigos del mundillo musical. El mismo David Ben Gurion y su esposa Paula asistieron a la boda. Fue una de las relaciones más fructíferas en el mundo de la Música, casi comparable a la de Clara y Robert Schumann, aunque, desgraciadamente, mucho más breve.

Con el también violinista judío Pinchas Zukerman, formaron un trío que se hizo legendario, como también es legendaria la interpretación que hicieron del «Quinteto de la Trucha» de Schubert con Itzahak Perlman en la viola y Zubin Mehta -el que hoy es un gran director-, tocando el contrabajo. La grabación de esta famosa actuación de los cinco músicos es digna de escuchar y también de ver, pues conserva toda la frescura y el buen ambiente que reinaba entre ellos, muy jóvenes por aquel entonces, pero entre todos habían conseguido una extraordinaria complicidad y una increíble habilidad para dialogar cada uno con su instrumento en una versión extraordinaria para la historia.

Por desgracia, los años de triunfo iban a terminar muy pronto. En Julio de 1971, en la cima de su carrera como intérprete y codeándose con los más grandes músicos del momento, rodeada de éxitos y del cariño y admiración de todos, comenzó a perder sensibilidad en los dedos, comprobando horrorizada que esto le impedía cada vez más poder tocar con la precisión y delicadeza que siempre la había caracterizado. Sufriendo terriblemente, tuvo que ir disminuyendo sus actuaciones en público y, tras varias recaídas y toda clase de intentos para recuperarse, anunció su retirada en 1973, con tan sólo 28 años. Mientras pudo, y cuando ya casi no podía ni coger su adorado violonchelo, se dedicó a la enseñanza, aceptando con su eterna sonrisa el alto precio de la prueba a que fue sometida por el destino.

Pero sus manos ya no le respondían y poco a poco fue perdiendo toda movilidad, hubo que ponerla en una silla de ruedas. Su dulce aspecto físico de niña buena se fue deteriorando de tal forma que ahora daba escalofríos verla, pero quizá lo peor para ella fue que nunca perdió la lucidez de su estado, siendo perfectamente consciente de los dolores y el sufrimiento de un deterioro progresivo hasta su muerte el 19 de octubre de 1987. Tenía 42 años. Fue enterrada en el cementerio judío de Londres y en su tumba crece un bello rosal de rosas alpinas cuyas flores llevan el nombre de la violonchelista.

¿Será verdad aquello que decía Menandro de que aquél a quien los dioses aman, suele morir joven?

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