Culturas — 5 de julio de 2010 at 19:36

La lengua japonesa: el alma del Sol Naciente

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De todas las artes creativas que componen el interesante y colorido mosaico cultural del Japón, tal vez la más impenetrable para el occidental sea su Literatura y su singular forma de lenguaje expresivo y escrito.

Puede resultar relativamente fácil tomar lecciones de Ikebana, Pintura aguada o Ceremonia del Té. Más difícil es dominar estas mismas artes con el Espíritu que debe animarlas. Pero lo que es indiscutiblemente difícil es adentrarse en el dominio de la creación literaria japonesa, porque su material constitutivo (la lengua hablada y escrita) es un arte en sí mismo, y de una belleza expresiva tan simple como profunda, que exige al neófito muchos años de estudio.

La lengua japonesa escrita es, a un tiempo, analítica y sintética, condensada y difusa; ha llegado a ser considerada como unas de las escrituras más abstrusas y de mayor peso mental para aquel que inicia sus primeros estudios en la Literatura en el País del Sol Naciente

La dificultad de comprensión que ofrece la lengua escrita, aún en aquellos que la estudian con profundidad, supone una barrera insalvable para la apreciación directa, no sólo de su literatura, sino también de su idiosincrasia, la forma de ser del pueblo japonés. Se han publicado traducciones y estudios numerosos en lengua inglesa, pero en español las traducciones aún son muy pocas.

Los finos matices de la sensibilidad japonesa están íntimamente implicados en los ideogramas que los expresan en el texto original, en los neologismos formados por la combinación de ideogramas, en las fórmulas de tratamientos, en los juegos de palabras y en su manera de percibir el mundo fantástico de los Kamis. Todos estos valores, que dan el sabor de su existencia verdadera al mensaje literario, pasan desapercibidos, muchas veces, en las traducciones occidentales.

La lengua japonesa

En la antigua ciudad de Nara, en el siglo VIII d.C., se desarrollaron seis escuelas de enseñanza del Budismo, basándose en textos indos, sánscritos y en sutras caligrafiados por los monjes y los letrados japoneses en lengua china clásica.

Uno en los grandes maestros de la transmisión de la doctrina, Saicho, adoptó más tarde el nombre de Dengyo Daishi. Iniciado a los catorce años en la doctrina de la escuela de Hosso, estudió las enseñanzas de los maestros  chinos, y especialmente el sutra del loto. En el 794 fundó un monasterio cerca de Kioto que tomó el nombre de Enryaku-Ji, y se convirtió en el centro de la Escuela Tendai. Saicho, que estudió los preceptos de la “palabra verdadera”, intentó exponer las enseñanzas de Buda sin enturbiarlas con sus propias interpretaciones.

El célebre monje Kukai, conocido más tarde como Kobo Daishi, había viajado a China a comienzos del siglo IX para seguir las enseñanzas de la “palabra verdadera”.

Años más tarde regresó a Japón llevando consigo, no sólo objetos sagrados, sino también una suma enorme de conocimientos que procuró transmitir con total fidelidad a sus contemporáneos. En el año 816 fundó, en el monte Koya, al sur de Kioto, el templo Kongobu-Ji, que se convirtió en el centro de la Escuela Shingón, secta muy importante del Budismo esotérico, enteramente consagrada al estudio de los textos sagrados

A partir de la escritura esotérica derivada del sánscrito, inventó los caracteres kana, signos silábicos que dieron origen a la escritura japonesa (recordemos que al entrar en contacto con los chinos, los japoneses no poseían aún una lengua escrita).

El nacimiento de la escritura

Con la llegada de las nuevas enseñanzas budistas, y los frecuentes viajes de eruditos en busca de un conocimiento más profundo de la doctrina búdica, se hizo también presente la adopción de la escritura como elemento imprescindible en la transmisión de las nuevas enseñanzas de maestros indos y chinos.

Los maestros japoneses, al entrar en contacto con la cultura china, adoptaron los caracteres chinos ideográficos, para más tarde adaptarlos y combinarlos con su lengua nativa. Estos signos (kanji), que oralmente son monosilábicos, semánticamente expresan conceptos globales.

Queriendo simplificar el entendimiento de la escritura del los kanji, llegaron a un conjunto de caracteres que representaban una consonante y una vocal, y que constituye un silabario de 50 símbolos, y con unos pocos símbolos diacríticos más, representaron fonéticamente toda su lengua hablada. Era el hiragana, una escritura cursiva con la cual podían escribir y expresar su lengua con caracteres específicamente nipones. Asimismo, con la escritura de los kanji y paralelamente con los hiraganas, se dio un enorme impulso a la expresión de la literatura popular japonesa, que hasta entonces se hallaba un tanto adormecida, no porque no existiera su espíritu de manifestación, sino más bien por la carencia precisa  de un elemento material tangencial donde desbordar y canalizar todo ese gran mundo de percepción e ideas: la escritura.

Junto al hiragana, en el siglo VIII ya se había desarrollado un sistema aún más simplificado, que dio origen a un tipo de letra de imprenta más simple y de líneas más rectas, el katakana, constituido igualmente por 50 sílabas.

Con el correr del tiempo, estas escrituras se fundieron en lo que se denomina genéricamente kanamajiri, en que los caracteres kanji son utilizados generalmente para representar ideas, conceptos; el hiragana, por su parte, para notas particulares; y finalmente el katakana para la escritura de las palabras de origen extranjero.

La complejidad no se detiene aquí. Numerosos símbolos kaji, escritos de manera distinta, son fonéticamente equivalentes. Así, una misma palabra japonesa puede tener varias interpretaciones y una enorme cantidad de palabras homófonas pueden tener sentidos diversos, dependiendo del significado del símbolo kaji utilizado.

Dada la gran multiplicidad de los kanji, el acceso al lenguaje especializado se torna particularmente difícil, lo que llevó a los japoneses, en muchos casos, a colocar al lado del escrito kanamajiri su versión en carácter katakana, para hacer así entendible su lectura y comprensión.

Para facilitar las cosas, el kanamajiri de la lengua corriente, de periódicos y revistas, quedó oficialmente  limitado a utilizar 1.800 símbolos kanji. Se supone que los japoneses alfabetizados han de dominar, por lo menos, 1.900 caracteres para su uso cotidiano.

La lengua precisa y ambigua a la vez

Ahora podemos comprender, aunque no sea más que superficialmente, cómo puede el lenguaje japonés ser analítico y sintético, condensado y difuso, exacto y aureolar. La realidad es que, además de ser unas de las lenguas más difíciles de estudiar, es también simultáneamente una de las más ricas en capacidad de expresión.

En virtud de su herencia ideográfica, la escritura japonesa contiene, además de un significado preciso, un aura de significados análogos o distintos que le da un poder de ambigüedad y difusión semántica extraordinaria.

Cuando ambas características se aúnan en una frase podemos decir algo extremadamente preciso, y al mismo tiempo sugerir una infinidad de otras cosas. Así, correctamente traducido, un texto japonés puede se de una profundidad y una simplicidad ejemplar, y al mismo tiempo constituir una versión engañosa, pues todos los otros múltiples significados aureolares se habrán perdido al pretender traducir con una lengua extranjera el espíritu de la lengua japonesa, como por ejemplo un koan (idea) zen o un clásico poema haiku.

Es por esta razón que el japonés puede extenderse infinitamente con un lenguaje coloquial para expresar un sentido, y por otro lado expresar toda una situación con una palabra, que para un occidental demandaría numerosas sentencias detalladas y obstrusas.

Se da por contado que, si por desventura el japonés cediera al espíritu racionalista y utilitarista tan característico de la cultura occidental, abandonando su kanamajiri, y restringiéndose a un lenguaje extremadamente simple de kanas, perdería con esto no sólo su riqueza, procedente de un tesoro tradicional milenario, sino además el poderoso instrumento intelectual y espiritual representado por su inigualable lengua.

No es sólo por razones de orden estético por lo que los japoneses conservan celosamente su lengua. Tal vez, por ser extremadamente pragmáticos, estas dos tendencias niponas se refuerzan a la hora de conservar una lengua escrita que, además de estéticamente valiosa, abriga elementos intelectuales irreemplazables, que permiten un grado de refinamiento cultural que la mayoría de las lenguas no podrían desarrollar. Todo esto se asocia a la infinita paciencia de desentrañar, entender y dominar 1.900 caracteres gráficos como mínimo desde loa infancia escolar misma; y saber que eso es sólo el comienzo de un universo lingüístico exuberante y dinámico, que ha de tener mucho que ver con la disciplina, la paciencia, la constancia, la finura, así como esa penetración y adaptabilidad que tiene le pueblo japonés de asimilar rápidamente todo lo nuevo que le llega a su mundo circundante, esa penetración que la caracteriza a la hora de abordar cualquier problema, no solamente tecnológico sino especialmente los relacionados con el espíritu humano.

La poesía del Sol naciente

A continuación ofrecemos una breve pincelada de una de las formas de artes tradicionales de la escritura, la poesía, sutil y bella, innegablemente arraigada en la naturaleza y en el alma religiosa del mundo japonés, que por sus connotaciones lingüísticas nos interesa ahora.

Una  de las mejores definiciones de lo que significa la poesía para el pueblo japonés la encontramos en los albores de su literatura, en el prólogo del Kokinshuu (colección de poesía antigua y moderna) del 905 d.C. Son palabras de uno de sus compiladores, Kino Tsurayuki:

“La poesía japonesa tiene por semilla el corazón humano, y crece en innumerables hojas de palabras. En esta Vida muchas cosas impresionan a los hombres: éstos buscan entonces expresar sus sentimientos por medio de imágenes extraídas de lo que ven u oyen. ¿Quién hay entre los hombres que no componga poesía al oír el canto del ruiseñor entre las flores, o el croar de la rana que vive en el agua? La poesía es aquello que, sin esfuerzo, mueve al cielo y a la tierra y provoca compasión en los demonios y dioses invisibles; lo que hace dulces los lazos entre hombres y mujeres; y lo que puede confortar los corazones de fieros guerreros”.

La poesía comenzó cuando la vida fue creada, para animar el cielo y la tierra. El poeta japonés no se cree poseedor de otra esencia que el resto de la creación. Por su herencia cultural shintoista y budista, siente una profunda simpatía por todo lo animado, una compasión universal. Por eso puede dialogar con todas las cosas de este mundo y captar el mensaje de los seres más insignificantes. El japonés ve crecer la vida sobre un trasfondo animista que le hacer descubrir jirones de su propia existencia en cada objeto natural.

El haiku se sitúa en el extremo opuesto de toda verbosidad y ornato literario. Más bien revela la emoción de un hombre en un instante, y en ese sentido es un estado del alma. No es una reflexión sobre las cosas, sino una simple visión de la realidad. A través de esta visión se pueden descubrir determinados hábitos ópticos y una especial sensibilidad.

El momento estético de creación del haiku brota de una total  unidad de percepción del poeta en la Naturaleza. Se borran los límites entre el sujeto y el objeto, entre la percepción y las palabras. Así, el cerezo, con su flor que cae antes de marchitarse, simboliza el honor del samurai; el loto sugiere el mundo de la ilusión de Amida y el presentimiento indistinto de existencias futuras; el pino hace pensar en legendarios ancianos robustos y hace desear la longevidad.

El profesor Bonneau señala que el conocimiento para el japonés es esencialmente concreto y simbólico, tal vez por atavismo, tradición y educación. Como prueba de este aserto alega que mientras los géneros literarios “concretos” (novela, poesía, teatro) han florecido en Japón desde la época Nara (710-794), los géneros “abstractos” (Filosofía, crítica, Historia), al menos en el sentido común en que entendemos esas palabras, han quedado allí como testimonios atípicos y extranjeros.

El haiku no apunta, pues, a la belleza, sino a los significativo. La apreciación de la belleza podría verse teñida de subjetivismo y representaría un corte de cordón umbilical que establece la comunicación con la madre Naturaleza.

Algunos ejemplos clásicos de poesía haiku japonesa:

Con ligeros crujidos
mastica el dulce arroz
la bella mujer.

Issa.

Gracias sean dadas a lo alto;
la nieve sobre el cobertor
viene también de Joodo.

Issa.

Secos crisantemos;
diecisiete antaño,
mi ofrenda floral.

Onitsura.

Arrastrando sus densas
sombras,
juguetean los lagartos.

Kyoshi.

Conclusión

La historia, los valores, las soluciones culturales niponas son a tal punto distintas, originales y sobre ciertos aspectos totalmente opuestas a la experiencia de la llamada cultura occidental, que del contacto con ellos se suscita espontáneamente en todos los espíritus la sensación de encontrarse frente a algo enigmático, impenetrable, misterioso.

Éste es precisamente su encanto, su desafío. En realidad, el misterio continuará en tanto en cuanto no abramos las puertas de nuestra inteligencia superior y de nuestro corazón.

En lo que se refiere a las cosas humanas, la fría lógica, la razón, no basta. Ella se encuentra a tal punto comprometida con intereses, egoísmos y orgullos que su visión es borrosa, superficial y limitada. Necesita de algún elemento ilimitado en su capacidad de penetrar, comprender naturalezas aparentemente ilógicas y aceptar lo que aparezca.

El alma del Japón y de su lenguaje escrito y oral integra la capacidad que tienen de adaptarse, pues en toda su larga y multifacética historia siempre han percibido y asimilado lo mejor de otras zonas de la tierra. Japón, geográfica y simbólicamente, supone el fin de un gran comienzo.

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