Historia — 1 de enero de 2007 at 10:38

La expedición Franco-Española a Conchinchina del siglo XIX

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Uno de los capítulos más lamentables del reinado de Isabel II.

Muy pocos recuerdan ya esos sucesos, de hecho en la mayoría de los manuales de historiadores españoles de historia contemporánea apenas pasa del terreno de lo anecdótico y si nos vamos a reputados especialistas extranjeros en el colonialismo como Fildehause ni lo menciona.

Lo cierto es que el título de arriba bien puede sustituirse por: La inútil muerte de soldados españoles al otro extremo del mundo para que los gañanes del gobierno se sientan importantes.

Empecemos por el principio. En el siglo XVII a los europeos les entró la fiebre de cristianizar a todo ser viviente y de paso saquear toda nación inferior tecnológicamente a la europea. Es lo que se ha denominado colonialismo. Una de las zonas en las que se inician los contactos es Indonesia. Con el paso de los años los nativos se van convirtiendo a la verdadera fe y se crean obispados por doquier. Durante el siglo XVIII los europeos se encargan de aupar a la realeza de estas naciones a aquellos que les son más sumisos. Así los franceses ayudan a Nguyen Anh a tomar el poder en el reino de Annam. La convivencia de cristianos en estas colonias nunca fue fácil, pues las autoridades locales y los nativos veían cómo prendida a la cruz venía las banderas del colonialismo voraz. Llegamos al siglo XIX, los ingleses, esa magnífica raza de piratas, están ganando la partida de la dominación mundial, los franceses que son muy orgullosos y que a mediados de siglo tienen a otro Napoleón al frente de la República (que pronto pasará de república a imperio, costumbre ésta de los Bonaparte digna de estudio), ven en la ejecución de un dominico español Fray José María Díaz Sanjurjo, que a la sazón es obispo de Platea y Vicario de Tonkin, el casus belli perfecto para meter las narices en Conchinchina, ya que en China no les dejaba sitio Inglaterra. Es el momento de hacer una reflexión:
Lo cierto es que a Napoleón III le traía al fresco la muerte del religioso español, nadie realiza una guerra en el otro confín del mundo para vengar la muerte de un obispo de uno de tus antiguos enemigos. Las motivaciones del emperador de Francia Napoleón III eran de índole política, de búsqueda de prestigio internacional para apuntalar su posición interior; a la vez era una forma de contrarrestar el poderío inglés, tampoco son desdeñables las motivaciones puramente económicas y comerciales. Como vemos, todo un cóctel que justificaba ese famoso adagio de Clausewitcz: la guerra como prolongación de la diplomacia.

¿Qué motivaciones impulsaron al gobierno español a embarcarse en esta guerra? Creo
 sinceramente y con tristeza que la entrada en esta guerra estuvo motivada por una extraña dolencia o tara en los gobernantes de este país, que les provoca un sentimiento de inferioridad que sólo pueden solventar enviando a morir a valerosos patriotas a lugares lejanos, en guerras que no son nuestras, para que ellos puedan sentarse a la mesa de los amos del mundo. Triste destino el del soldado español de nuestra historia contemporánea.

En diciembre de 1858 el ministro de exteriores francés, conde Walewski, reclama al gobierno de Isabel II de 1000 a 2000 hombres para la expedición a Conchinchina. El Gobierno actúa de manera infantil, mostrando una dejadez e incompetencia sorprendentes hasta para un gobernante español. Envía a los hombres bajo las órdenes de otro país sin un protocolo de actuación, sin unas órdenes claras y precisas, sin objetivos a lograr, sin un poder político para representar a España en las conversaciones con el gobierno enemigo, sin explicaciones ni informes al Capitán General de Filipinas que desesperado veía como perdía de un plumazo 1500 hombres precisamente cuando más falta le hacían para mantener a raya a los piratas y rebeldes que hostigaban a los españoles y su comercio. No sólo veía cómo una y otra vez sus desesperadas peticiones de hombres y material eran rechazadas desde Madrid, sino que además le reducían el número de fuerzas considerablemente para defender los intereses de Francia, uno de los enemigos históricos de España.

El 1 de enero de 1859, tras unos minutos de cañoneo intenso desde los buques de guerra, los “aliados” toman la Bahía de Turan. Los españoles son valientemente conducidos por el Coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote. El ejército annamita es continuamente puesto en fuga, su estrategia de defensa basada en resistir en diseminados fuertes es beneficiosa para los europeos que poseen una mayor potencia de fuego artillero. En todo momento los españoles dieron muestra de valor y bravura. En la toma de Saigón, el 17 de febrero 1859, el Coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote repelió sable en mano junto con un reducido grupo de hombres una columna de 1000 enemigos.
A esta altura de la contienda las bajas por enfermedades eran más numerosas que por las producidas en combate. Los annamitas parecían ser un interminable río de soldados, a pesar de las continuas derrotas, del severo número de bajas que padecían, no cejaban en su lucha contra el extranjero. Así poco a poco el ejército se fue diezmando, el clima hostil y desconocido, la vegetación y fauna traicionera y ponzoñosa, las bajas producidas por las continuas escaramuzas provocaron que Napoleón III permitiese a Grenouilly iniciar los pasos hacia la paz. Ha pasado casi siglo y medio y sigue provocando el sonrojo y la vergüenza que el gobierno español se enterará de estas negociaciones de paz por la prensa francesa.

La tregua se rompe en septiembre de 1859, los annamitas habían utilizado las negociaciones sólo para ganar tiempo, atrincherarse y reorganizarse. El contralmirante Page, que había reemplazado al enfermo Grenouilly, coloca a las tropas españolas como fuerza de choque, en primera línea de cada asalto; si alguien tiene que morir que sea un español, debió pensar. Los españoles una y otra vez repelen a los enemigos, una y otra vez son los primeros en llegar a las posiciones enemigas y tomarlas con cargas en bayoneta. Tras la toma de uno de los últimos puntos fuertes del enemigo en la península de Ton-Hay-Day, y viendo que el fin de la guerra se aproxima, ordena el reembarco del regimiento español rumbo a Manila (quedan apenas 200 españoles en la recién conquistada plaza, a la que bautizan como Fuerte Isabel II).
Finalmente, el 23 de marzo de 1862, las últimas posiciones enemigas se rinden, el 14 de abril se firma la paz sin presencia española. Los franceses han logrado un asentamiento en Asia, los españoles regresan con las manos vacías y con la tristeza de los compañeros muertos. Sangre inútilmente derramada.

 

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