Sociedad — 5 de agosto de 2009 at 07:02

La televisión como herramienta de sometimiento

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Giovanni Sartori nos previene sobre el paso del homo sapiens a un homo videns: un novísimo ejemplar de ser humano educado delante de un televisor incluso antes de saber leer y escribir.

Los humanos del siglo XXI hemos asistido a la guerra como quien contempla un videojuego; hemos presenciado catástrofes de toda índole en directo; hemos visto suicidios, asesinatos y robos reales. Todo, gracias a la tele. Las imágenes de muerte, dolor y destrucción se han convertido en un espectáculo. A esto le hemos añadido los reality-shows, las películas de acción, los concursos donde hay que hacer casi de todo para ganar -excepto pensar-, y toda una programación cuyo único fin es mantenernos sin pestañear delante del televisor. El circo está preparado.

«Hoy la televisión es acusada de fomentar la alienación colectiva, de inspirar irracionales actos de violencia, de romper la comunicación familiar, de manipular la realidad, de corromper a la infancia, de embrutecer al pueblo… Con menos cargos, Platón pidió en su República la expulsión de los poetas» (José Javier Esparza).

El lenguaje visual no solo fabrica en la mente del espectador una imagen virtual y sesgada de la realidad, sino que esa imagen actúa por debajo de la conciencia, aferrándose a la parte subconsciente de la mente y neutralizando en gran parte las respuestas racionales.

El poder de la televisión reside en la simultaneidad e infiltración de un determinado mensaje en infinidad de cerebros. Eso se llama nivel de audiencia. Miles de millones de personas podemos ser «activadas» en un momento.

Implacablemente, la televisión tiene un hábil efecto demoledor. Día a día modela creencias y actitudes, y constituye la principal fuente de socialización. Paralelamente, va ganando terreno un empobrecimiento de la capacidad de entender.

Las imágenes televisadas se saltan todos los filtros intelectuales que puedan matizarlas, meditarlas o criticarlas. El individuo percibe pasivamente lo que se le ofrece, pero con un alto grado de adhesión porque se sitúa en el nivel de la inconsciencia.

Las estrategias de seducción utilizadas en la televisión orientan a la masa televidente hacia un estilo de vida consumista, materialista e insustancial. Primero, crean una desilusión porque se carece de algo y, luego, lo resuelven vendiendo un producto, que puede ser un objeto o una idea.

La televisión comienza siendo la solícita canguro de los niños, y continúa influenciando a los adultos por medio de la «información».

El medio televisivo privilegia el impacto visual en detrimento del hecho en sí. La información que vale es la que se puede filmar mejor; y si no hay filmación, no hay ni siquiera noticia, por muy importante que sea. Se puede mentir de muchas maneras, pero la fuerza de la imagen hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa.

La autoridad de la imagen convierte lo excepcional en normal; lo monstruoso, en cotidiano; el sentido de la realidad es, verdaderamente, puesto a prueba. El número de mensajes es tan elevado y el modo de recibirlos tan intenso que la información, en lugar de despertar interés activo, provoca pasividad e indiferencia. El exceso de información produce una insensibilización general.

Si la televisión es capaz de distorsionar, dirigir y motivar el comportamiento de los adultos y de condicionar sus opiniones, ¿cómo no va a influir en los niños, que no poseen mecanismos de defensa para juzgar, sino solo para aprender?

Los pequeños, privados de espacios en la ciudad para correr libremente, con frecuentes mensajes de «no pisar el césped» y «se prohíbe jugar a la pelota», son empujados hacia los reducidos parques infantiles con «aparatos de jugar» y a espacios cerrados donde se consumen «juegos» previo pago de una entrada, con lo que los niños son entrenados para su futuro papel de clientes. Desde muy jóvenes, son encaminados a su papel de espectadores de televisión.

Esta actividad de tele-ver está acompañada por algo que resulta increíble en un niño: pasividad, silencio e inmovilidad durante horas. Y, lo más importante: mientras un niño mira la televisión no hace otra cosa. La televisión se ha «entrometido» en el juego infantil. Su aprendizaje natural, que es el conocer haciendo, se ve mermado en gran proporción, a la vez que se fortalece el fantasear en los mundos virtuales que se le ofrecen. Al contrario de lo que ocurriría con cualquier otra ocupación, la prolongada exposición ante el televisor no produce fatiga, sino hábito y dependencia. Tiene un «efecto narcótico», y su acción embotadora, además, inhibe la respuesta positiva de apagar el televisor.

Ya a fines de los años sesenta, un experimento en California demostró que los cerebros de los niños que habían sido sentados delante de la pequeña pantalla comenzaban a emitir ondas «alfa», las mismas que los adultos emiten cuando suspenden la resistencia consciente practicando yoga, es decir, un estado de receptividad absoluta.

Gracias a la televisión, un niño en Estados Unidos ve una media de cien mil actos violentos antes de acabar la escuela primaria.

La atención a los menores se ha concretado más en darles bienes materiales que en dedicarles tiempo, compañía, conversación o juego en común. El penoso resultado es que el niño se ha convertido en niño-consumidor, y este, en niño-acumulador. Lo triste es que lo que acumula suelen ser cosas y sensaciones innecesarias.

Así, mientras el Código de Hammurabi condenaba a muerte a todo aquel que vendiera o comprara algo a un niño sin permiso del procurador hace cuatro mil años, en la actualidad nuestros niños están expuestos a casi medio millón de anuncios televisivos antes de cumplir los dieciocho años. Este tele-niño, moldeado por el modelo comercial, acaba siendo el consumidor perfecto, que llega al extremo decisivo de decir: «papá, cómprame algo«.

La televisión se ha convertido en la tutora de muchos menores, la que marca las pautas y los hábitos de conducta. Los valores que se intentan inculcar desde la familia o la escuela son inmediatamente pulverizados por el efecto apisonadora de los mensajes televisivos.

Lo que ocurre es que el niño, para los programadores, es un factor decisivo de audiencia. Cuantos más niños haya delante del televisor, más ingresará una cadena en publicidad de juguetes, ropa, discos o refrescos.

La intromisión de este nuevo invitado ha contribuido a una grave distorsión en la comunicación entre los miembros de la familia, y a través de él, nos hemos acostumbrado a contemplar pasivamente cómo unas personas matan, hieren o maltratan a otras. Recordemos que un grupo de niños suecos pensaba que la causa principal de muerte en su país era un tiro en la nuca.

Los cuentos clásicos exponen conflictos y soluciones representados con la máxima claridad. Cuando el niño escucha el relato, sabe que le están contando algo que no es verdad: «érase una vez…». Héroes y heroínas ejemplarizan los valores e ideales que ayudan al niño en su formación. Al ofrecer modelos de comportamiento sin ambigüedades, el malo, en todo momento ejerce de malo. Así, al niño no le cabe duda de lo que está bien y lo que está mal.

En los tiempos de las primeras películas de dibujos animados de Disney, esta idea estaba clara. Por eso, no hay que temer que algunos personajes, como Maléfica o la madrastra de Blancanieves, produzcan miedo, porque al final cada cual tiene lo que se merece. El triunfo del bien y de la justicia no puede apreciarse si antes no hubo desolación ante la maldad y los peligros.

Lo nocivo es la ausencia de verdaderos criterios morales que justifiquen los contenidos, fenómeno muy frecuente en los dibujos animados actuales, en los que prima, por otra parte, la escasa calidad estética.

La televisión se ha convertido en un negocio gigantesco. Las cadenas de televisión mueven más dinero que numerosos departamentos de la Administración. Esto quiere decir que lo que estas cadenas buscan no es promover proyectos con fines sociales, sino mercantiles. Por ello, no ofrecen al espectador algo que le pueda resultar útil, bello o bueno, sino algo que pueda consumir el mayor número posible de espectadores, aunque sea inútil, feo y malo.

La televisión no es una herramienta neutra, sino que impone una forma de ver la realidad y de alterarla a su manera. Con un efecto arrasador, implanta formas homogéneas de vestir, de pensar, de vivir y de sentir. No hay peor tirano que el que consigue que la esclavitud sea confundida con la libertad.

Una vuelta a la filosofía se impone hoy más que nunca. Solo la búsqueda filosófica, el afán de entendernos y entender el mundo que nos rodea, puede proporcionarnos respuestas suficientes para poder descubrir los camuflados enemigos que pretenden entorpecer nuestra marcha.

 

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