Mi nombre es Martín Vázquez de Arce, comendador santiaguista. Tenía tan sólo 25 años cuando caí en batalla frente a los muros de Granada, combatiendo junto a mis señores, Isabel y Fernando.
Tantos poetas me han cantado desde entonces, desde que mi buen padre don Hernando de Arce mandase poner mi cuerpo en un sepulcro de nuestra capilla.
Fui hombre renacentista, instruido, amante de los libros. Como caballero, guerreé. Como humanista, leí. Mi daga y mi libro me acompañarán eternamente.
Ante mí, los visitantes hablan, y aunque su voz es baja por respeto al lugar, yo los oigo. Dicen que les transmito paz. Me gusta eso: tras la guerra en que morí, la paz. Más de 500 años llevo en este tranquilo reposo, leyendo, una y otra vez, el libro que el escultor puso en mis manos. No me cansa: nunca cansa la belleza de las palabras. Eternas compañeras de camino, expresión de los pensamientos más elevados, Verbo divino capaz incluso de crear un universo: en el principio era el verbo…
Leo, y no hay soledades en mis días. Cerca de mí, en el centro de la capilla, descansan mis padres. Ellos duermen. Yo velo su sueño. A veces levanto los ojos de mi libro y les contemplo, tan serenos, don Hernando de Arce y doña Catalina de Sosa. Me gusta verles así, al fin tranquilos, porque me apena pensar en lo que debieron sufrir tras mi muerte en plena juventud. Al menos les dejé la alegría de una nieta, Ana, porque fui casado. Esa hija les dio un bisnieto, Juan de Mendoza. Y en él acabó mi solar, porque no dejó descendencia.
¿Qué fue de mis libros tan amados? ¿Quién los leyó después?
Leer, Leer… Sumergirse en mundos desconocidos, conocer nuevas ideas, reencontrar viejos pensamientos, viejos amigos. Acariciar las cubiertas, pasar las hojas como dinteles de nuevas salas desconocidas, hacerlas nuestras habitando en ellas…
Tener un rincón para descansar. Un cojín para reclinarse. Un amigo que acompañe mis soledades.
Y mi libro. Que es todos los libros del mundo.
Esa es mi eternidad.