EL LEON DE QUERONEA
No soy la figura más famosa de Queronea. Esa gloria corresponde a Plutarco. Pero a mí me cabe el honor de guardar eternamente a los trescientos tebanos caídos frene a Filipo de Macedonia.
Pausanias habla de mí. Habla en su Descripción de Grecia de una fosa común en que fueron sepultados los “sagrados”, en 338 antes de vuestra era. El ejército macedonio, con su rey Filipo al frente, acompañado por su joven hijo Alejandro, derrotó a los tebanos. No hay inscripciones; sólo yo sirvo para el recuerdo de los héroes. Sólo yo, león con los leones.
Veintitrés siglos me mantuve en mi puesto, y solamente a su paso me rendí. Me fui desmoronando, cayéndome a trozos, perdiendo hoy una pata, años más tarde la orgullosa testa…
Pero seguí en mi puesto. Con mis Trescientos.
Uno de vuestros hombres famosos, un tal lord Byron, encontró alguno de los fragmentos de mi ya deshecho cuerpo y, culto como era, deseó restaurarlo. Se le quedó en deseo, como ocurre con tantas cosas. Y setenta años después (qué pocos para quien, como yo, tiene más de dos mil) encontraron todos mis pedazos. Entre ellos, la base de mi pedestal. Debajo, protegidos, guardados, respetados por el silencio y la oscuridad, los esqueletos y las armas de mis guerreros. De mis tebanos.
Me limpiaron, pegaron mis trozos, rellenaron mis heridas. Me devolvieron a mi puesto de guardia, a mi dignidad de protector eterno. Vuelvo a contemplar la llanura de Queronea, a 95 km al noroeste de Atenas. Pierdo la mirada, dos mil años después, en los mismos horizontes, y los vuelvo a ver, a mis tebanos, a los macedonios, a Filipo, el rey cojo, a Alejandro, el rayo de la guerra, con sus dieciocho años pletóricos de vida y de sueños de gloria. Vuelvo a oír el estruendo de las espadas contra las espadas, contra los escudos. Huelo los excitantes efluvios de la sangre.
He vuelto. Nunca me he ido, en realidad, porque roto, herido, seguí en mi puesto, allí donde me dijeron que me quedase.
Velando el descanso de mis Sagrados Trescientos.
Yo, el león, sobre los leones.