Lo prometo, yo, su más humilde discípulo.
Me llamo Platón.
Siempre contáis la muerte de mi maestro. De Sócrates. Relatáis la extraña maravilla de su despedida de este plano de la vida, de cómo bebió la cicuta lleno de paz, único modo en que los que no le entendieron lograron su silencio. De cómo pidió la ofrenda de un gallo para Asclepios. Contáis cómo hablaba a sus discípulos mientras esperaba que el frío y la parálisis ascendiesen por sus piernas hasta su corazón de gigante.
Pero nunca habláis de nosotros. De esos discípulos que le escuchábamos con el alma rota.
Hoy quiero que habléis de mí. De mi dolor. Del dolor infinito de los que pierden a su maestro.
Mi manos, asida una a la otra, querrían retener para siempre las suyas, tan cálidas. En el suelo, junto a mí, los rollos donde he anotado lo que Sócrates nos decía. Esas prodigiosas enseñanzas grabadas para siempre, no sólo en el pergamino, sino en el alma de los que le rodeábamos ávidos de sus palabras.
Mi cabeza, dolorida, se inclina sobre mi pecho. Cierro los ojos, y me parece verle, vivo, vital, entre nosotros. Paseando mientras expone sus ideas. Caminando por los jardines, por el ágora. Sentado en las escalinatas de los templos.
Se ha ido. Le han hecho irse. Callar, no. Nosotros hablaremos por él. Nosotros dominaremos nuestro dolor para ser ahora su voz y su recuerdo.
Por eso quiero que, por una vez, se hable de los otros personajes. Los desconocidos. Sus discípulos sin nombre. Los que siguen, en el anonimato, sus huellas de gigante.
Los que saben de la pena de no poder correr a su encuentro, de saber que no va a estar ahí para solucionar nuestras dudas. Los que, también, sienten una enorme ira porque no se nos permitió conocer más tiempo su pensamiento, porque nunca tendremos ya esa charla que quedó postergada para un mañana que no llegará.
Pero seremos valientes por él. Fuertes por él. Algunos de sus discípulos ahora somos jóvenes, pero pasarán los años y nos traerán madurez suficiente para volcar sus palabras en nuevos pergaminos. Hacer que no se olvide su sabiduría.
Lo prometo, yo, su más humilde discípulo.
Me llamo Platón.