Clara Campoamor nace en Madrid, el 12 de febrero de 1888. Sólo tiene cuatro años cuando se celebra en la misma ciudad el Congreso Hispano Luso del Movimiento Feminista, y aún no puedes entender nada de él.
Pero los escritos quedaron, y los de Concepción Arenal la van a marcar profundamente, aprendiendo de sus palabras que una mujer debe afirmar su personalidad, cumplir sus deberes, reclamar sus derechos y poder optar a un trabajo digno.
En 1924 consigue el título de abogada. Título que va a poner al servicio del movimiento feminista de España. Y ese mismo año, en su primera conferencia, se presenta como la voz de muchas mujeres sin ella.
Clara no defiende el derecho de la mujer sólo porque así se lo pide su conciencia en defensa de su sexo. Lo hace también por el destino de la República en cuyos ideales milita. Ve absolutamente necesaria su incorporación para variar una concepción española en la que la mujer queda relegada al ámbito del hogar. Y en esto se incluye al hombre también de ideas avanzadas, al liberal, salvo escasas y honrosas excepciones, que aúna sus ideas avanzadas y republicanas con la idea de que la mujer, en casa. Así dice Clara haber oído en una ocasión a un político republicano, liberal y militante: “Es bueno que la mujer tenga el freno de la Iglesia”.
Freno. Para el hombre, la mujer necesita freno, no sea que se desboque. Que eso sea misión de esa misma Iglesia que combate y rechaza a ultranza.
Mientras haya hombre libre y mujer tutelada, no existirá la libertad. Para Clara, ésta pasa por incorporar a la mujer al nivel del hombre, a la vida pública que él sólo desea para sí; pasa por sacarla de la servidumbre histórica en que la mantenían las leyes hechas por el hombre, celoso de su poder, de su ordeno y mando, de su derecho a que las cosas se hagan como él dice.
Sin embargo, a Clara no le gusta demasiado el llamado feminismo, algo que le parece asexuado, y no participa en los logros de las feministas que empiezan a organizarse; no le gustan sus logros de puestos subalternos en Bancos y Ministerios… a las órdenes de jefes varones, de nuevo haciendo trabajOS bajo su supervisión.
La idea de Clara es más nacional. Es la de la igualdad entre hombres y mujeres. La República la prometía: pero en la Cámara la negaba.
Promesas de políticos…
Tras la proclamación de la República se eligen Cortes Constituyentes, con sólo dos diputadas: Victoria Kent y Clara Campoamor, por el Partido Radical Socialista. Posteriormente se incorpora Margarita Nelken. En el 36 sólo queda una, única autorizada por los republicanos para el Frente Popular. En las antivotaciones, los hombres se la arreglan para vetarlas.
Cuando Clara se ocupó de los proyectos de la Comisión Constitucional, se apresuró a tratar de que la mujer dejara de estar condenada a seguir la nacionalidad del marido, obligada a abandonar la suya propia, que ni a eso le dejaban derecho: debía adoptar la del hombre, si bien podía recuperar la española en caso de viudedad. Bueno, algo es algo. Pero los problemas que ello traía, respecto a hijos y bienes, eran grandes. El anteproyecto incluye el reconocimiento de la igualdad de los derechos de ambos sexos. Pero se añade “en principio”, lo cual obliga a una discusión para cada caso. La eterna cicatería masculina, dice Clara, incapaz de abordar al cien por cien la dejación total de su tutela. De su plena y absoluta soberanía.
Por fin se acepta el derecho electoral activo de la mujer, tanto por socialistas como por republicanos.
Respecto al divorcio, hubo sus más y sus menos: al declararse que se concedería a la mujer por alegación propia, un diputado exclamó: “¡Eleváis a ley el histerismo!”
Que por lo visto es la única causa de que la mujer deje al hombre.
Se consigue también la protección a la maternidad y la investigación de la paternidad. Pero las discusiones son enconadas. El radical Buylla dice que “el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República; la mujer es retardataria y retrógrada, y al darle el voto se pone en sus manos un arma política que acabará con la República”.
Pues si esto opinaban los avanzados, que opinarían los conservadores.
El tal ya nombrado Buylla era contumaz: junto con otros cinco diputados presenta la siguiente enmienda: “Los ciudadanos varones desde los 23 años, y las hembras desde los 45, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”.
El Diario de Sesiones consigna que al ser leída la enmienda se producen rumores en la Cámara, ya que no se oculta la burla que hay en ella. Rumores que aumentan cuando Buylla explica que antes de esa edad estaba, de hecho, disminuida la voluntad, inteligencia y psiquis femeninas.
A Clara le queda mucho trabajo. En su ayuda acude el doctor Juarros: “debido al régimen de inferioridad en que la mujer ha vivido, la mujer se habituó a situaciones de defensa que le impidieron desarrollar su temperamento de manera tan amplia, liberal y abierta como le ha sido posible al hombre”.
Al día de la votación lo llama Clara “Día del Histerismo Masculino”. Radicales, radicalsocialista y Acción republicana lo representan en su grado máximo, irritadas hasta lo sumo ante la perspectiva de la llegada al voto de la mujer. Que no son sólo las derechas y los tradicionales. En todos los grupos hay a favor y en contra; más en contra, desde luego. Acusan a la mujer casi (y algunos sin casi) de retrasada mental, pero le niegan el camino para salir de ese estado. No la dejan obtener las virtudes de cuya carencia la acusan.
Lo terrible es que no son sólo los hombres. Nada menos que Victoria Kent opina que “el voto femenino debe aplazarse, no es el momento. Hay que esperar a que las mujeres vean los frutos de la República… a que todas sean obreras o universitarias”.
Hay, pese a los liberalismos, miedo a herir intereses, a las transformaciones radicales.
Clara contraataca “a la colega que niega la capacidad inicial de la mujer”. La hace ver cuántas de ellas han ido en vanguardia contra la guerra de Marruecos, contra la de Cuba; si acaso no sufren las que no son obreras ni universitarias, lo cual es una forma de clasismo; si no sufren una legislación en la que ellas no participan. Si no están sometidas a unas leyes que sólo los hombres han elaborado.
“Las mujeres se manifiestan en la procesiones”, dice el republicano Tapia. “Y muchos de ustedes llevaban el palio”, le responde Clara. Tiene voto el mendigo y el analfabeto, pero no la mujer. Sin embargo, el número de analfabetos varones, de 1860 a 1910, ha aumentado en 73.082 mientras el de mujeres ha descendido en 48.098. ¿Será que ellas están aprovechando las oportunidades? ¿Será que llegarán a igualarse unos y otros?
Los republicanos radicales se siguen oponiendo. Tienen miedo a la mujer. Un miedo ancestral, biológico, subconsciente.
Y llega la votación. Votan en contra los Radicales Socialistas y Acción Republicana. A favor los Socialistas con algunas abstenciones, progresista y derechas.
Las mujeres han conseguido el derecho al voto.
Aunque las discusiones siguen; los hay indignados porque “se ha puesto en peligro la República”. Y los derrotados no se resignan: se pide un aplazamiento de la concesión, y Clara tiene que pelear por su palabra en el Congreso, constantemente interrumpida y objeto de burlas por parte de sus enemigos.
La prensa ataca también: “Milite donde milite, la mujer española no está preparada para la vida pública”. “No se ha dado voto al hombre de 21 años y se le quiere dar a la mujer, que discierne peor incluso a los 40”. Y esto lo dice un periódico de ultraizquierda.
“La mujer no está capacitada para hacer uso del derecho de sufragio sin consejo de nadie”. “Habrá que esperar años, a que la mujer deje de ser temerosa de Dios”. “La misión de la mujer es el hogar, y no debe despertarse en ella vocaciones que la atraigan a la calle”.
La Juventud Republicana de Bilbao envía un telegrama de protesta “por entender que el voto femenino es un retraso y un fracaso para las ideas republicanas”.
En cada partido, grupos de mujeres luchan por dejar de ser consideradas como se las está considerando. Clara Campoamor las agrupa y lucha por ellas en el Congreso: nace la Unión Republicana Femenina. También hay que enfrentarse a otras mujeres, como Victoria Kent, decidida opositora. El ambiente en general es terrible para Clara. Cuenta en sus memorias que en una asamblea celebrada en el teatro María Guerrero en 1933, uno de sus “compañeros” de partido le puso en contra al público de tal forma que cuando ella tomó la palabra un afiliado se lanzó al escenario para agredirla.
Harta de injusticias y de ver tergiversado el programa político al que consagró su vida, Clara presenta a Lerroux su separación del mismo en febrero de 1935.
Y después, en el 36, la guerra. Como se suele decir, ésa es otra historia. A nosotros, en su aniversario, nos queda la de Clara Campoamor.
Y a las mujeres, por ella, el voto.