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Ni la más hermosa catedral gótica podría acercarse, ni siquiera ínfimamente, a su perfección.
La óptica con la que el hombre mira al Universo sigue siendo una óptica antropocentrista. Tratamos de entender lo inmensamente grande desde nuestra inmensa pequeñez.
Sería algo así como si un mosquito analizara, desde su perspectiva, la belleza de una catedral. No la podría entender. En su mosquitocentrismo le parecería algo absurdo, sin sentido ni utilidad, algo disparatado, producto de un ser cretino o caprichoso. ¡Es tan grande, tan grande, que ni siquiera sirve para comer!, se diría. Además, es, simplemente, piedra muerta.
¿Cómo podría imaginar ni comprender el sentido de una catedral, entender que no está muerta, sino viva y palpitante, que su existencia la debe a la mente de su arquitecto y a la inspiración de muchas almas que albergan en ella su sentido de Dios, que es un lugar sagrado para el hombre, y que no apareció por casualidad, como un simple amontonamiento de piedras, sino con un fin definido que él no es capaz de entender?
Algo así sucede en el hombre frente al Universo.
Miramos el manto negro del firmamento, entretejido de millones de pequeños puntitos brillantes, y las llamamos estrellas. Vemos manchas blanquecinas de diferentes formas, y las llamamos galaxias. Miramos al Sol, y miramos a la Luna, y nos pensamos que sí, que tienen su utilidad, claro está, para nosotros los hombres, pero no alcanzamos a comprender su existencia por sí mismos, su vida y su destino. ¿Destino? Nos preguntamos. ¿Destino de dos bolas inmensas, una de ellas que solo es helio e hidrógeno en combustión, y otra, una piedra redonda dando vueltas a la tierra? ¿Cómo podría tener vida ni destino una simple piedra, una ardiendo y la otra apagada? Sería tanto como asignar vida a un grano de sal de nuestro salero.
En mi opinión, y, haciendo uso de la madurez de la humanidad, tras milenios observando a la Naturaleza, deberíamos empezar a desprendernos de la óptica errónea e infantil que mira todo lo que está fuera del hombre como seres extraños, incomprensibles, faltos de vida, de sentido y de destino.
Actuamos como si quisiéramos entender solo el sexto día del Génesis, ignorando los cinco anteriores. Y, por cierto, andamos con cierto retraso. El Génesis bíblico fue escrito nadie sabe por quién, ni hace cuantos milenios, pero indudablemente por gente que sabía de lo que hablaba, y quizá mucho más y mejor que nuestros encumbrados científicos actuales.
¿Vida? ¿Destino? ¿Qué podría pensar el ínfimo microbio de la vida y el destino de un hombre? Y, de la misma manera, ¿qué puede pensar el hombre de la vida y destino de un ínfimo microbio, o de la más inmensa de las galaxias?
“Como es arriba es abajo”, sentenció el llamado Hermes. Quizá deberíamos reflexionar sobre esta sentencia, largamente, antes de pensar sobre la existencia de los diferentes seres que pueblan nuestro Universo.