Qué nos hace ser amables o amenazantes con los que nos rodean. La clave de nuestra conducta social va más allá de un saludo.
La gente es buena. En una cafetería observé a una camarera que pidió a unos clientes que se retiraran de la barra para pasar una gamuza; ellos lo hicieron rápidamente, incomodándose y cogiendo sus vasos y pertenencias para facilitarle el trabajo. En la calle, cuando alguien le pregunta a un transeúnte una dirección para dirigirse a un lugar concreto, la persona abordada responde con prontitud y amablemente, casi agradecido de serle útil; si se trata de un grupo, se quitan la palabra para resolver la consulta.
Cuando una persona mayor pide que le lleven una bolsa, aquejada de algún dolor, cualquiera le socorre con gusto. Nos apresuramos para advertir a alguien de que se ha dejado las luces de su vehículo conectadas (esto siempre me ha llamado la atención; es uno de los avisos que no deja pasar absolutamente nadie). Alguien que ve cómo se le cae un objeto al suelo a otra persona lo recoge y se lo entrega. Siempre hay excepciones, pero, en general, somos compasivos y solidarios, por naturaleza; hasta el ser más “duro”, a ojos de la sociedad, se estremece y llora ante el desenlace de una película en la que se hace sufrir a los débiles.
Entonces… ¿dónde está el problema? ¿Por qué fallamos en nuestras relaciones? ¿Por qué –si somos seres puros con buenos sentimientos, que culminan en buenas acciones– hay tanta separación, peleas y guerras en el mundo?
Creo que gran parte del caos proviene del egoísmo, la ambición, la soberbia, el orgullo, el egocentrismo, en definitiva. Son actitudes que denotan la necesidad del ser humano de quedar sobre el otro, para suplir, así, las propias carencias, cubriéndolas con una falsa superioridad. El ego, mediante dichos atributos, provoca la división, anula u oculta al Ser, a la bondad innata y latente de cada hombre. Y ello guarda una estrecha relación con la comparación permanente que establecemos con nuestros semejantes, no sólo en aspectos materiales, sino también en lo relacionado con las emociones, los sentimientos, las percepciones y los pensamientos. Deseamos tener la razón, la verdad, como si ésta fuera única, porque nos sostiene la idea de que lo que pensamos, lo que configura nuestra estructura de creencias, a la que nos asimos fervientemente, es lo que somos, y si llegan a arrebatarnos nuestro concepto del mundo… no seremos nada. Queremos imponer nuestro criterio y demostrarlo avasallando a los demás, ya sea en una simple conversación o en un sistema jerarquizado de distinto carácter. Y, por ese motivo, podemos llegar a sentir aversión por las personas a las que consideramos que se encuentran en un nivel superior al nuestro, ya sea por la fuerza que vemos en sus argumentos, por la habilidad para rebatir los nuestros o por el poder que les concedemos en las escalas económica, laboral, cultural, personal o social.
“No se odia mientras se menosprecia. No se odia más que al igual o al superior”, dijo
Friedrich Nietzsche. Por lo tanto, somos compasivos con los desconocidos, porque no tenemos referencia del lugar en el que se encuentran en comparación con nosotros, y, en ese caso, no les percibimos como rivales.
Otro ejemplo significativo de las diferencias que establecemos con las personas que consideramos “no amenazantes” se obtiene muy claramente en el entorno laboral. Se atiende, sin reparo y con toda amabilidad, a aquellos con quienes nos une una relación comercial o de colaboración no influyente en nuestra parcela de prestigio o reconocimiento más inmediatos. Pueden ser clientes o proveedores, o a aquellos empleados que, tras abandonar la empresa, nos hacen una visita de “paisanos”. No nos generan temores, porque están desempeñando una función que no impacta en lo que consideramos nuestra zona de “éxito”; no tienen lugar situaciones de competitividad o de lucha de poder; nadie ha de resultar ganador ni perdedor, porque no nos medimos con ellos. Esto permite que ofrezcamos nuestro lado más transparente, sin deterioro alguno de la comunicación. Nos sentimos relajados a su lado, sin ansiedad ante lo que pudiera suceder en otros escenarios de rivalidad.
En las relaciones familiares se dan situaciones parecidas. Somos más afables con quienes vienen a visitarnos que con los que convivimos diariamente. La lucha por el poder (de la razón) no está presente, y tan sólo deseamos pasar un rato agradable con amigos o conocidos. Les mostramos nuestra esencia.
Esto es consecuencia de que nuestro sistema de creencias está basado en un nivel de “sabiduría” exterior e insustancial, que se tambalea en cuanto algo se pone en juego. Cuando el mundo no nos satisface, el mundo son los otros; cuando nos llena, estamos dentro del mundo. Nos movemos en el espacio de la seguridad material y de la confrontación, porque creemos que este tipo de “poder” fortalece nuestra identidad. Así, evitaremos también el “duro” trabajo de mirarnos profundamente, conocernos y mostrarnos diáfanos, ante el miedo a ser vulnerables y vencidos. Entonces, nos cubrimos de arrogancia y desconfianza, en cuya base se encuentra el miedo.
“El hombre más peligroso es aquel que tiene miedo”. Ludwig Börne
Todo esto no les sucede a quienes se han enfrentado a sus miedos y han conectado consigo mismos, porque así pueden conectar con los demás; viven conscientemente la mayor parte de su tiempo, y disfrutan de sus relaciones. Se han desprendido del apego a tener la razón y surge su verdadera dimensión humana. Y, cuando retroceden, aprenden de las experiencias. Tratan a todos por igual y reciben lo mismo de ellos, porque, desde esta actitud, nadie se siente en un campo de batalla. No creo en buenos y malos, sino en personas sanas emocionalmente, y otras llenas de inseguridades y prejuicios, cuya energía mal canalizada les conduce a ser crueles, incluso (o sobre todo) con ellos mismos.
Somos uno; formamos parte del mismo universo, enlazado de tal forma que nadie queda fuera, porque procedemos del mismo polvo de las estrellas. Hemos metabolizado el ambiente en el que hemos vivido, tenemos una herencia genética y determinadas características y actitudes diferenciadoras, que nos otorgan nuestro carácter genuino, pero, en lo más íntimo, todos poseemos un fondo blanco y luminoso, cuyo redescubrimiento da un gran sentido a nuestra vida.