Ese fue mi apodo. Mi nombre, Fernando I de Castilla y de León. Fui el más poderoso de los reyes cristianos de mi siglo, el XI, porque al unir las coronas de Navarra, Castilla y León senté la base de la unidad de la monarquía española. Gané el corazón de los leoneses, que en principio no me miraron bien, confirmando sus fueros y siendo suave y firme a la vez. Navarra y Castilla me amaron siempre. Dicté para la Iglesia normas que contuviesen su disciplina un tanto relajada: que los monasterios se sujeten a sus obispos correspondientes, que los clérigos rapen sus barbas, no usen armas ni convivan con mujer, no coman en bodas ni actos para difuntos, no paseen los caminos si no es para cumplir su ministerio. Renové la legislación visigoda. Y sofoqué las eternas rebeldías de los magnates de mis reinos. Tuve cinco hermosos, amados hijos: Urraca, Sancho, Elvira, Alfonso y García. Y quizá el amor que les tuve, al proveer a ellos como padre, fue mi gran error, porque dividí en cinco partes las tres de España que tanto me había costado reunir.
Costado mucho, sí: Navarra me costó la sangre de mi hermano García, si bien tengo en mi defensa que fue él quien se adentró por tierras de Burgos para quitarme Castilla. En Atapuerca alzó su campamento, y yo traté desesperadamente de evitar la lucha. Incluso envié como mis delegados a quienes luego llamaríais santos: Ignacio de Oña y Domingo de Silos. Nada pudo arrancar a mi hermano a su destino. Y al albor de la mañana del primero de septiembre de 1054 se trabó la batalla.
En lo más crudo de ella se vio a un anciano, lanza en ristre pero sin casco ni coraza, lanzarse entre lo más cerrado de mis filas, buscando desesperado la muerte: era el ayo de mi hermano, que no pudiendo resistir el fracaso de sus consejos, la pérdida de su patria navarra y la muerte que preveía de su señor, quiso adelantarse a recibir la suya. Tiempos de honor.
Cayó enseguida mi hermano, acribillado de heridas. Así pasó a mis manos Nájera, que no aún Navarra. Ésta la puse en manos de mi sobrino García. No le quise despojar.
Continuas fueron mis correrías contra los infieles. Llegué hasta Viseo, cuyos ballesteros tenían fuerza tal que nos obligaban a llevar doble coraza. Sólo mi cuerpo de honderos pudo con ellos. Tomé la ciudad y seguí por el camino de la Lusitania. Fijé mis deseos en Coimbra la hermosa, y durante tres días y tres noches oré ante el sepulcro de Santiago para prepararme a la batalla. Después volví ante Coimbra.
Siete meses duró el terrible asedio. Tras ellos, me pidieron capitulaciones y las di, permitiendo a los sarracenos salir de la ciudad si no querían ser mis prisioneros.
Tomé después San Esteban de Gormaz, y Aguilar, Berlanga y Medinaceli; destruí las atalayas de las fronteras de Cantabria y de Somosierra; cayeron Guadalajara, Alcolea, Madrid, todas las ciudades musulmanas del Henares, Jarama y Manzanares. Iba a sitiar Toledo, pero su rey Al Mamún, temeroso de mi poder, reunió una gran cantidad de oro, plata y riquísimas telas, con lo cual compró las fronteras de su reino y quedó como mi vasallo. Rico volví a mis estados. En tesoros y en tierras conquistadas. Y mucho repartí entre quienes lo necesitaban: recordad que me llamaron El Magno.
En mi reinado se descubrió el cuerpo de San Isidoro, el sabio visigodo, Doctor de las Españas, en una caja de enebro bajo la tierra de unas viejas ruinas. Edifiqué para él el panteón más hermoso de mi época. Qué pena, sin embargo, que siglos después los invasores franceses destrozaran los bellísimos sepulcros y aventasen los huesos de los Reyes de España buscando joyas inexistentes…Esparcieron mis huesos también…
Aprovechando las ceremonias del traslado del santo cuerpo, y siendo yo ya de edad avanzada, repartí mi reino entre mis hijos: para Alfonso, León y los Campos Góticos o Tierra de Campos; a Sancho, Castilla; a García, Galicia; a Urraca, Zamora; y a Elvira, Toro.
Me sentí muy enfermo al acabar el año de 1065, y oré en el templo de San Isidoro hasta que me hubieron de llevar en brazos a mi lecho. Pero yo no quería morir allí. Revestido de mis insignias reales me hice llevar de nuevo ante el altar. Arrodillado, con voz fuerte, proclamé la suprema majestad de Dios y le dije que le devolvía en esa hora suprema lo que Él me había dado, rogándole que llevase con Él mi alma. Me despojé de manto y corona, vestí un pobre hábito y puse cenizas en mi frente. Me arrodillé, y oré durante horas. Y así me encontró la muerte.
Con el alma de rodillas ante Dios.