«No olvides que eres actor en una obra, corta o larga,
cuyo autor te ha confiado un papel determinado.
Y ya sea este papel el de mendigo, príncipe, cojo o de simple particular,
procura realizarlo lo mejor que puedas.
Porque si ciertamente no depende de ti escoger
el papel que has de representar, sí el representarlo debidamente».
Epicteto
«Vas a morir dentro de cuatro meses».
¿Qué se le pasaría a Vd. por la cabeza si le comunicaran esto, sabiendo que es verdad? Piense treinta segundos antes de responder.
Randy Pausch era un catedrático de la universidad de Carnegie Mellon, en Estados Unidos, cuya especialidad era la informática y la investigación en la creación de realidad virtual. Tenía 46 años, un trabajo con el que disfrutaba y en el que se había ganado una buena reputación, era feliz en su matrimonio y tenía tres hijos menores de seis años a los que adoraba. Un buen día, recibió una noticia: «tienes un cáncer de páncreas que pinta mal».
Después de someterse a tratamientos extremos, que incluían cirugía y quimioterapia experimental, llegó el fatídico diagnóstico: «te quedan cuatro o cinco meses de buena salud».
«La enfermedad entorpece los actos del cuerpo, pero no los de la voluntad. Siempre y en todo momento debemos hacer lo que de nosotros depende, permaneciendo firmes y tranquilos respecto a lo demás». Esto lo había dicho el filósofo estoico Epicteto hace casi dos mil años. Y Pausch tenía claro este punto.
Pausch lo explica así: «tienes que decidir entre ser Tiger o ser Igor (dos personajes animados). Tiger es energético, optimista, curioso, entusiasta y se divierte. Igor se deprime y se autocompadece. Yo me voy a morir pronto, pero he escogido estar alegre hasta el último día que me quede».
Como catedrático que era de universidad, Randy Pausch aceptó la invitación de Carnegie Mellon de impartir
lo que en EE.UU. se denomina «La última lección», en la que se propone a un profesor de prestigio, generalmente antes de su jubilación, que exponga aquello que le gustaría transmitir si esta fuera la última ocasión en la que puede hacerlo.
Tras aceptar la oportunidad, Randy Pausch impartió su «última lección» un mes después de conocer su estado irreversible, en septiembre de 2007, comenzando con la broma de que «esta vez sí va a ser de verdad la última». Cuando las cuatrocientas personas que abarrotaban el lugar le ovacionaron, él sonrió y dijo: «por favor, dejen que me lo gane».
La grabación de la conferencia ha tenido en you tube más de diez millones de visitas (se dice pronto), traducida a siete idiomas, y el libro que la recoge ha vendido más de cinco millones de ejemplares en todo el mundo. ¿Por qué?
Porque se va a morir. Y él lo sabe.
Es decir, lo mismo que todos nosotros, jóvenes o viejos, ricos o pobres. También nos vamos a morir.
¿Cuál es la diferencia? Que nosotros, instalados en la mentalidad del mundo occidental del siglo XXI, miramos hacia otro lado y preferimos no saberlo.
¿A qué viene tanto miedo?
Decía Séneca que brevísima y agitada es la vida de los que descuidan el presente y temen el futuro, porque cuando llegan a su fin, se dan cuenta a deshora de que en sus días se afanaron en no hacer nada. Las canas y las arrugas no son síntoma de haber vivido mucho, sino de haber durado mucho; lo importante es aprender a vivir, y esto implica aprender a morir.
El romano cordobés afirmaba que, por ser la filosofía el afán de aprender de las leyes de la vida y no contrariarlas, son los que filosofan, es decir, los que se preguntan por qué, los únicos que saben vivir, pues no solo aprovechan bien su existencia, sino que se apropian de la de los filósofos que les precedieron: «Ninguno de ellos te obligará a morir, pero todos te enseñarán a morir; ¡qué hermosa ancianidad está reservada a quien les sigue! Tendrás con quien deliberar de las cosas más pequeñas y de las más grandes, con quien consultar cada día acerca de ti; podrás oír la verdad sin injuria; tendrás un modelo al que aspirar».
Mientras aprendía a morir, Randy Pausch, igual que hacían los antiguos egipcios, dejó unas cuantas instrucciones destinadas a sus hijos para transitar por la vida de una forma adecuada, con el fin de que estos consejos traspasaran el tiempo. Los egipcios lo escribieron en papiro. Pausch, fiel a su profesión, lo dejó grabado y retransmitido en la Red.
Por si alguien todavía no se había enterado, Randy comenzó explicando: «Mi padre decía que cuando hay un elefante en la habitación hay que presentarlo. Aquí tienen las imágenes que muestran los doce tumores que tengo en el hígado». Y acto seguido, añadió: «pero, actualmente estoy en mejor forma física que muchos de ustedes». Y para que no quedaran dudas, se puso a hacer flexiones en el estrado.
Luego, recordó lo que había aprendido de los suyos. Cuando Marco Aurelio, el emperador filósofo de la Roma del siglo II, recordaba en sus «Pensamientos» las virtudes que había visto ejemplarizadas en parientes y amigos, pretendía explicar cómo los buenos ejemplos habían influido en su recta conducta, y cómo él había puesto de su parte el empeño en imitarlos. A pesar de tocarle una vida dura, destinado a gobernar en un momento en que el Imperio se tambaleaba por problemas internos y externos, escribió, en los lugares adonde le llevaban sus campañas militares, sus meditaciones sobre la vida y la muerte.
Esta misma actitud de aprendizaje fue la que Randy Pausch quiso transmitir a sus oyentes. Contó cómo sus padres solían decirle: «Si tienes un pregunta, encuentra la respuesta»; cómo se especializó su padre en contar anécdotas divertidas que siempre acababan con una moraleja; cómo le recomendaron que jugara siempre limpio, aunque se encontrara en una posición de fuerza: «Ir al volante no implica que tengas que atropellar a la gente», le decían. Quiso recalcar ante su auditorio lo importante que es tener la actitud de seguir estos buenos ejemplos. Cuando, después de licenciarse, Pausch tuvo que enfrentarse a las pruebas de doctorado, pasó varios días quejándose en casa de lo difíciles que le parecían. Su madre le dio una palmadita en el hombro y le dijo: «Sé cómo te sientes, cariño. Recuerdo cuando tu padre tenía tu edad. Estaba combatiendo contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial».
Con sus aptitudes teatrales, Randy Pausch puso cara de circunstancias y destacó que una de las cosas más importantes que aprendió es a no perder el tiempo quejándose, porque eso no resuelve los problemas. Él tenía claro que hay que escoger: «puedes tener mejores o peores posibilidades, pero puedes dedicarte a gastar tu tiempo quejándote o emplearlo en esforzarte y aprovecharlo». Una de sus frases más comentadas de aquella charla fue: «No podemos cambiar las cartas que nos han repartido, pero sí podemos elegir cómo jugar la mano».
Otro ejemplo que recordó de sus tiempos de niño fue el de su entrenador de fútbol. Cuando los chavales le preguntaron por qué entrenaban sin balón, les contestó que de los veintidós jugadores que había sobre el terreno de juego, solo uno tocaba en cada momento el balón, así que ellos serían los veintiún restantes. Pausch meditó sobre la enseñanza recibida: «Lo importante son los fundamentos. Debes entender los fundamentos, porque sin ellos, la parte elegante no va a funcionar».
Randy creyó a veces que le exigía demasiado. Un día, el ayudante le dijo: «Eso es bueno. Significa que cree en ti». Pausch explicó a los estudiantes presentes en el campus que cuando haces algo mal y nadie te lo dice, es que ya no esperan nada de ti: «Cuando las cosas no salen como tú querías, lo que obtienes es experiencia». No llegó a jugar en la liga profesional de fútbol, pero, en cambio, aprendió a trabajar en equipo, descubrió el valor de esforzarse, la deportividad, la perseverancia y todo lo que él calificó de «aprendizajes indirectos»: «Debes mantener los ojos abiertos, porque están en todas partes».
Aquella experiencia del duro entrenamiento la describe Pausch en su libro como «un bucle de retroalimentación para la vida». Cuando, a veces, pensaba en rendirse, volvía a imaginar a su entrenador y se imponía trabajar con más ahínco para mejorar.
«Bucle de retroalimentación». Qué buen concepto este de su lección. Los antiguos se «retroalimentaban» con conocimientos. No intelectuales, sino de aquellos que sirven para caminar por la vida. Asombra constatar cómo a lo largo de la Historia ha habido pocos momentos en los que el hombre viviera tan angustiado como en el nuestro. Visto objetivamente, es desolador pensar que uno nace porque sí, es rico o pobre porque sí, muere niño o viejo porque sí, es decir, sufre porque sí. Nuestro mundo, a fuerza de esquivar preguntas, ha llegado a no tener ninguna respuesta.
Es mucho más alentadora la imagen que tuvieron de la vida casi todos los que nos precedieron, vestida de diferentes maneras, ya fuera entre los indios norteamericanos, los antiguos egipcios, los orientales, los griegos clásicos o muchos pueblos indígenas de tantas partes del mundo. Pensaban que las respuestas, aunque sean pequeñas, son el bálsamo que permite caminar hacia la siguiente pregunta, enfrentando la siguiente respuesta. En ninguno de sus conceptos figuraba un «porque sí». La vida era algo bello y emocionante, donde cada problema era una prueba para fortalecerse en la virtud, que era lo que identificaba al ser humano, el único que gozaba del privilegio de poder elegir. Y, por encima de su realidad cotidiana, sentían el acogedor abrazo de una Naturaleza ordenada por leyes mucho más perfectas que las que un hombre pudiera imaginar.
En todas estas culturas, la muerte era muy importante. Pero no porque fuera algo que asustara. Era muy importante porque la vida era muy importante. Y las dos cosas eran lo mismo. Se nacía y se moría; eso era algo que les ocurría a todos. Y los dos misterios eran dos puertas, una de entrada y otra de salida, o mejor dicho, las dos servían para ambas cosas. Por una se entraba al plano de lo material. Por la otra, se entraba al plano de lo que estaba más allá. La vida era una escuela, y la muerte solo era el nombre que utilizaban para pasar al otro lado. En un continuo fluir, la ley de la justicia adjudicaba a cada uno situaciones y oportunidades para poder pasar de curso. Como en la escuela.
Es interesante comparar las conclusiones de una científica moderna, Elisabeth Kubler-Ross, también norteamericana, que enfrentó su propia muerte hace tan solo cuatro años. Ejerció la medicina durante toda su vida, y su vocación, unida a un carácter rebelde y voluntarioso, la llevó a vivir situaciones difíciles de verdad: atendió sola y sin medios a toda clase de enfermos y heridos en la Polonia de la posguerra, conoció a madres que perdieron a sus pequeños en la guerra, vio con sus ojos los dibujos que los niños habían pintado en los barracones nazis antes de ser asesinados, convivió con supervivientes del exterminio, se enfrentó a las instituciones hospitalarias para terminar con los experimentos y torturas a los enfermos mentales, y experimentó las dramáticas situaciones que su especialidad, la atención médica a los moribundos de cualquier edad, puso en su camino.
Consagró su vida al estudio del momento en que llega la muerte, y su experiencia de miles de casos le hizo afirmar con rotundidad que la muerte no es una tragedia. Cuando uno acepta que ha llegado la hora, todo es fácil y agradable, como la mariposa que ha conseguido deshacerse del capullo y puede volar. Cuanto mejor vivimos, mejor podemos enfrentar el trance. Nada mejor que vivir con dignidad para poder morir en paz.
Fue una mujer independiente y autosuficiente, lo cual le permitió escapar a la vida que su familia había preparado para ella y licenciarse en medicina contra viento y marea, pero también le hizo más dura su última prueba: durante sus últimos nueve años estuvo postrada en cama por una enfermedad, y sobre esto dejó escrito: «estoy aprendiendo paciencia y sumisión». Aprender hasta el final.
Ella tenía 78 años cuando partió. Pausch tenía treinta menos. Y aquel día de Carnegie Mellon no quería dejar nada en el tintero.
Con algunos valores claros bajo el brazo, algunos ejemplos para recargar las pilas y algunas metas por alcanzar, Randy Pausch explicó que estos no son necesariamente los ingredientes infalibles que le permiten a uno conseguirlo todo. Hay que contar también con las paredes.
Cuando terminó su carrera, se consideró capacitado para intentar trabajar como creativo en Disney, algo que había soñado desde niño, aunque hubiera aceptado cualquier tipo de trabajo por estar allí. Contra sus previsiones, Randy admitió: «nunca me han dicho más amablemente que me vaya a paseo».
Eso, según Pausch, era una pared. «Las paredes no están para impedirnos el paso. Están ahí para darnos una oportunidad de demostrar si verdaderamente queremos conseguir algo. Están para detener a los que no lo quieren lo suficiente». Para él fue una gran decepción, pero él no se rindió. Quince años más tarde formó parte del equipo de Disney en la creación de algunas atracciones virtuales. Su sueño.
Cuando el rector de la universidad de Carnegie Mellon anunció tras la charla que construirían un puente con el nombre de Randy Pausch entre los edificios de ciencias y de artes para simbolizar la unión de estas dos ramas que había conseguido él con su trabajo, comentó: «después de oírle, tendremos que llenarlo de paredes, en beneficio de nuestros estudiantes».
Como si fuera un profesional del espectáculo, Pausch fue amenizando la conferencia con diferentes artilugios que acompañaban sus palabras: le vimos poniéndose un gran sombrero de ilusionista, llenando el escenario con los peluches gigantes que ganó en las ferias, jugueteando con un balón de rugby, mostrándonos su muñequito de trapo «randy», vistiendo la cazadora que conservaba desde joven porque «molaba» y, al mismo tiempo, hablando de la importancia de compartir, de generar buen ambiente en los grupos de trabajo, de mostrar gratitud, de saber disculparse y corregirse cuando uno lo hace mal y de saber esperar lo suficiente para encontrar la parte buena de cualquier persona, todo mientras describía el curso impartido y diseñado por él, en el que los alumnos aprendían a crear un mundo virtual.
Era un trabajo pionero, y para demostrar lo pionero que era, se colocó una chaqueta que le regalaron sus alumnos de efectos especiales. «Si quieres ser pionero en algo, tendrás que acostumbrarte a llevar siempre puesta una chaqueta como esta». La chaqueta, hecha a medida, llevaba varias flechas de tamaño natural clavadas en la espalda. Sin comentarios.
De eso sí tenemos unos cuantos casos en la Historia. Giordano Bruno, por ejemplo, se pasó la vida enseñando en las universidades europeas que había infinitos mundos, en un tiempo en el que era obligatorio que la Tierra fuera el centro del universo, y desarrollando el arte de la memoria, que hoy mencionan los modernos métodos mnemónicos que imparten los centros docentes. Por mantener sus ideas, pasó siete años en una cárcel subterránea, sin luz, llena de humedad y con el ruido ensordecedor de las olas rompiendo sobre él. Ejemplo de entereza, no se retractó y murió en la hoguera diciendo a sus verdugos que temblaban más ellos al matarle que él al morir. Serenidad y dignidad ante la muerte.
Como futuro especialista en alta tecnología, Pausch confesó que siempre había tenido una autoestima muy elevada y que el mejor regalo que un educador puede dar es hacer que alguien reflexione sobre sí mismo. Él lo hizo con sus alumnos porque un profesor suyo, en sus tiempos de estudiante, fue capaz de señalarle lo que todo el mundo veía menos él. Un buen día le puso el brazo sobre los hombros y le dijo: «Randy, es una verdadera lástima que la gente te perciba como alguien tan arrogante, porque eso limitará tus posibilidades en la vida». Pausch, con cara de perplejidad, lo tradujo para su auditorio: «¡Qué excelente manera de decir que te estás portando como un idiota! La parte difícil es escucharlo».
Si pensamos en un maestro en el arte de enseñar a reflexionar, un nombre nos llega de inmediato: Sócrates. Curioso que, además, represente el paradigma de la serenidad ante la muerte.
El filósofo ateniense, sometido a un juicio injusto, se defendió con dignidad, la misma con la que cumplió la sentencia a muerte, después de rechazar la ayuda que le ofrecieron para escapar. Platón nos describe este episodio, y en él percibimos la lucidez de sus palabras, la valentía y nobleza que demuestra y el temple de sus actos. Para Sócrates la filosofía es la actividad humana más noble, porque permite embellecer el alma con sus adornos propios: la templanza, la justicia, el valor, la libertad, la verdad, que es lo que le ayuda a preparar el momento de la muerte. Dos mil quinientos años después, la muerte de Sócrates nos invita todavía a vivir de mejor manera.
Las circunstancias cambian, pero la muerte es igual de intransigente. Una vez que ha elegido su presa, no caben sobornos. Sin soltar su mano y mirándola de frente, Randy Pausch explicó qué él creía en el karma y que «si vives tu vida de manera correcta, los resultados llegarán a ti». Para él «la suerte consiste en que cuando llega la oportunidad, estás preparado». Se alegró de haber conocido con antelación cuándo iba a morir, porque eso le permitía «abandonar el campo por mi propio pie».
Se fue al otro lado el 25 de julio de 2008.
-¿Te veré inmortal, exento de vejez y de enfermedades?
-No; pero verás que sé morir, y ser viejo, y estar enfermo;
verás qué sólidos y templados son los nervios de un filósofo.
Epicteto