Si Nicolás Copérnico hubiera nacido hoy, sería polaco. Como nació en 1473, fue prusiano. Su ciudad natal formaba parte de la Prusia ya desaparecida y hoy se integra en Polonia, pero, en cualquier caso, su nombre –en polaco (Mikolaj Kopernik) o en latín (Nicolaus Copernicus)– ha ido atravesando las puertas del tiempo.
Cuatro siglos y medio después de su muerte y después de haberle reservado un sitio de honor en la historia de la ciencia, hoy a la comunidad científica ya no le preocupa la veracidad o no de sus teorías o si estas atentan contra la fe –temas sobre los que ya decidieron hace tiempo–, sino si sus restos mortales están localizados y cómo era su apariencia física (alienaciones de cada época, sin duda).
Combinando en un mismo cóctel unos cabellos suyos que aparecieron en un libro que estaba en Suecia y unos huesos encontrados en la catedral de Frauenburg, donde murió, un grupo de científicos suecos y polacos nos ofreció, a finales de 2008, una foto desde el futuro del promotor de la teoría heliocéntrica del siglo XVI.
Nicolás Copérnico nació en una familia acomodada de comerciantes, pero la rueda de la fortuna le hizo pasar por el amargo trance de perder a su padre a los diez años, lo cual dejaba desvalida y sin medios de sustento a la viuda con cuatro huérfanos.
EL INVESTIGADOR REFLEXIVO
En este punto de la historia tenemos que hacer un sitio especial a su tío Lucas. Sin él, no sabemos si hubiera podido desarrollar su talento natural para la reflexión. Para empezar, la formación que obtuvo gracias a él difícilmente la hubiera podido conseguir de otro modo. Aquel serio canónigo, que más tarde sería obispo, acogió bajo su protección a la familia, proporcionando e impulsando la educación de Nicolás, el menor, que ya demostraba entonces una inclinación natural hacia el estudio y la investigación que hacía presagiar logros singulares.
Así pues, la misma Iglesia que luego le condenaría al ostracismo prohibiendo la difusión de sus teorías fue, indirectamente, la que le permitió instruirse y olvidarse de las preocupaciones materiales, dedicando toda su energía a sus especulaciones.
El mismo año que Colón descubría América y abría las puertas de un mundo desconocido para Europa, Copérnico iniciaba su andadura en la universidad de Cracovia para completarla más tarde en las mejores universidades europeas de la época. Florencia, Padua, Ferrara, Bolonia, París y Roma fueron los destinos universitarios que le otorgaron una sólida formación, acorde con el espíritu humanista que se respiraba en Italia.
ESPÍRITU HUMANISTA
Aprendió latín y griego para leer los textos originales de los autores clásicos, pero también, matemáticas, astronomía, geografía, filosofía, medicina y derecho. Como buen renacentista, sus quehaceres abarcaban disciplinas muy diversas. Fue matemático, astrónomo, médico, jurista, gobernador, jefe militar, diplomático y economista. En varias ocasiones demostró sus habilidades como cartógrafo realizando importantes mapas, que se destinaron a fines políticos y administrativos y sirvieron de base para otros posteriores. Completaban sus habilidades las de pintor y poeta. El estudio de los clásicos resultó decisivo en su obra. Tradujo al latín obras rescatadas del griego, que fueron publicadas en Cracovia.
Cuando falleció su tío, fijó su residencia en Frauenburg como canónigo que era de allí, aunque hay discrepancias en cuanto a si se ordenó o no sacerdote. Lo que sí es seguro es que las torres de Heilsberg, Allenstein y Frauenburg, los lugares donde residió, se convirtieron en oportunos observatorios astronómicos, que no le impidieron, por otra parte, desplegar una amplia actividad en otros campos.
Ejerció como médico durante seis años en Heilsberg, ofreciendo gratuitamente sus conocimientos a los pobres, y desplegó sus dotes de estratega militar defendiendo con éxito Allenstein en la guerra. Después, fue designado oficialmente para reconstruir el distrito cuando se estableció la paz.
Como parte del plan de restauración preparó una reforma monetaria motivada por el aumento de la circulación de moneda falsa, y solucionó el problema de las tierras fronterizas –arrasadas y sin cultivar–, incentivando a los colonos con ganado y semillas para la siembra gratis. Sus medidas dieron el resultado apetecido y se ganó el respeto general y la honra de sus contemporáneos.
También fue conocida su fama como astrónomo, pues sabemos que el papa León X le pidió consejo cuando el V Concilio de Letrán decidió iniciar la reforma del calendario juliano entonces vigente, que se materializaría con Gregorio XIII casi un siglo después. Pero Copérnico tenía todavía tenía algo muy importante que legar a la posteridad.
SU APORTACIÓN ASTRONÓMICA
Fue en 1609 cuando cayó en manos de Galileo un peculiar objeto que se vendía entonces en Venecia como juguete y que, en manos de este genial astrónomo, se convirtió en un telescopio perfeccionado. Cien años antes, Copérnico no contaba con la ayuda inestimable de este instrumento. Sus investigaciones se basaron principalmente en el estudio de los filósofos griegos que ofrecían referencias sobre el movimiento terrestre y la disposición de los astros, especialmente Aristarco de Samos y los pitagóricos.
Aunque los occidentales actuales hemos considerado a Copérnico uno de los padres de la astronomía moderna, no debemos olvidar que la visión heliocéntrica de nuestro sistema solar (un sol y planetas que giran a su alrededor) no nació con él. Muchos pueblos la conocieron y la transmitieron en sus escritos desde hace milenios. Sin embargo, esto no le quita ningún mérito. Copérnico tuvo que vivir en la “puerta de salida” de una férrea Edad Media en la que estaba prohibido pensar por cuenta propia, sobre todo en lo que se refería a cómo estaba ordenado el mundo. De eso ya se encargaban la fe y sus representantes. Él consiguió que se volvieran a aceptar (aunque después de su muerte) teorías rechazadas por el “sentido común” y, a diferencia de lo que se conocía entonces, consiguió estructurar su hipótesis coherentemente y sostenerla con cálculos matemáticos.
Copérnico pasó veinticinco años trabajando en su modelo heliocéntrico del universo. Su obra maestra, “De revolutionibus orbium coelestium” (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) vio la luz el mismo mes de su muerte en 1543, aunque las ideas básicas que contiene circularon años antes en un breve manuscrito de gran claridad, que se divulgó sin firma, aunque su autor era conocido.
Lo interesante de este opúsculo es que Copérnico ofrece siete postulados que, aunque no sean evidentes por sí mismos, le servirán para fundamentar sus conclusiones, previniendo al lector de que las demostraciones matemáticas las reserva para su obra futura más detallada.
Presupone que no hay ningún centro en el universo; que la Tierra no es el centro del universo; que el centro del universo está cerca del Sol; que la distancia de la Tierra al Sol es minúscula si la comparamos con la distancia a las estrellas; que la rotación de la Tierra explica el aparente movimiento diario de las estrellas; que el aparente movimiento anual del Sol está causado porque la Tierra gira a su alrededor; y que es también el movimiento de la Tierra el que explica el aparente movimiento retrógrado de los planetas.
Copérnico pensó que si la Tierra fuera en realidad el centro del sistema, ningún planeta debería hacer retrocesos, y Venus y Mercurio deberían situarse a veces lejos del Sol, cosa que nunca ocurre. En cambio, utilizando un sistema con el Sol en el centro, Venus y Mercurio se ven cerca del Sol porque en realidad están más cerca del Sol, y los planetas dan algunas veces la sensación de moverse hacia atrás porque la Tierra los adelanta en su continuo girar alrededor del Sol. «Por tanto, el Sol no es llamado equivocadamente por algunos la lámpara del universo, por otros su mente, y por otros su gobernador”, dice en De revolutionibus..
Tal vez no hubiéramos tenido noticia de tan importantes conclusiones si no hubiera sido por Rheticus, un joven profesor de la universidad de Wittemberg cuya admiración por Copérnico le llevó a convertirse en su discípulo.
Aunque trabajaba con dedicación en su obra principal, Copérnico no estaba convencido de querer editarla, ya que suponía una ruptura con la concepción religiosa aceptada entonces, pero alentado por la acogida que recibieron dos pequeños tratados que contenían sus ideas publicados por Rheticus, al final se decidió. El fiel seguidor no pudo supervisar el proceso de impresión de “De revolutionibus”, el fruto de tantos esfuerzos de su maestro, y lo puso en manos de Osiander, que cambió sutilmente el título y sustituyó el prefacio original de Copérnico por una carta suya al lector sin firmar, en la que afirmaba que lo contenido en el libro solo era una forma más simple de calcular las posiciones de los cuerpos celestes y no tenía que ser tomado como verdadero. No podemos valorar si este engaño, revelado públicamente por Kepler cincuenta años después, sirvió para que el libro fuera leído y no inmediatamente condenado.
Sin Copérnico no hubiéramos tenido un Galileo o un Kepler, o por lo menos, no hubieran ellos encontrado un base desde la que lanzarse a mucho más arriesgadas teorías astronómicas. Todos los caminos de la investigación conducían a Copérnico. Ellos pudieron comprobar mediante observaciones directas las conclusiones de la teoría heliocéntrica. Ciento cincuenta años más tarde, la teoría de la gravitación universal de Newton corroboraba nuevamente la tesis copernicana.
Copérnico cumplió así una función crucial como inspirador para los científicos que le sucederían, repitiendo en la Historia otra vez el mismo papel que todos los buscadores de la verdad desempeñaron pavimentando el camino por el que tenían que pasar las generaciones posteriores.