Introducción
La interpretación musical es un arte distinto a todos los demás, que requiere cualidades muy especiales, pues no sólo se necesita oficio, entrega, profesionalidad, disciplina, estudio, sensibilidad, seguridad… Requiere sobre todo, un Amor incondicional a la Música y un gran respeto al compositor y a la obra interpretada. Por encima de todas las dificultades que puedan surgir, y sin buscar protagonismos personales, el intérprete debe aportar lo mejor de sí mismo, poner el sello de su propia alma al darle nueva vida a la idea y a la obra del compositor. Es una carrera de investigación y estudio apasionantes, con la que se puede crecer cada día; un ejercicio de conocimiento y de humildad, que desarrolla lo más noble del ser humano: su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos. A veces puede que no se entienda nada cuando se empieza a estudiar una obra, pero, poco a poco, se va descubriendo todo un mundo, aprendiendo de cada nuevo detalle mientras nos va calando en el alma la idea primigenia que encarnó el compositor. Es algo fascinante. Nos lo demuestra aquella famosa anécdota que cuenta Roso de Luna en su libro «Wagner, mitólogo y ocultista», refiriéndose a lo ocurrido al gran Kung-tzeu:
«Cuenta la leyenda que Kung-tzeu, el filósofo y legislador, tuvo noticia de un maravilloso músico, conocedor de cuantas profundidades de armonía se cuentan de los antiguos. Visitóle e inscribióse enseguida entre sus discípulos. El asceta le recibió con noble deferencia y le habló elocuentemente de la Música, como del más precioso de los dones celestes, pues con ella podemos calmar nuestras pasiones; gustar de los placeres más tranquilos y honestos, sobreponiéndonos triunfadores a nuestra herencia de animalidad. Tras semejante disertación teórica, tomó su instrumento y con él demostró magistralmente la aplicación de las teorías expuestas, ejecutando un aria del Mahatma Ven-Vang. Absorto al escucharla Kung-tzeu, hubiérase dicho que su alma entera iba a identificarse con la armonía de aquel instrumento primitivo.
-Basta para la primera lección, le dijo el asceta.
El discípulo, ya de vuelta a su casa, repitió sin tregua aquella divina melodía por espacio de diez días consecutivos.
-Vuestra interpretación en nada difiere de la mía -le dijo asombrado el maestro al oírle-, y tiempo es ya de que os ejercitéis en otra.
-¡Oh, bendito instructor -le replicó Kung-Tzeu-, os suplico por lo que más améis, que difiráis por algún tiempo vuestro mandato, pues aún no me he apoderado por completo de la idea del compositor maravilloso.
-Bien -contestó el gurú asceta-, os concedo cinco días más para que la encontréis.
Pasado este tiempo, Kung-tzeu compareció de nuevo ante su maestro y le dijo, tímido y confuso:
-Comienzo a alumbrar en la sagrada obra del Mahatma algo así como si mirase a través de una tupida nube los rayos del Sol. Os pido, pues, otros cinco días más y, si al expirar ese plazo no he conseguido mi objeto, me consideraré inepto para la Música y jamás volveré a ocuparme de ella.
-Os lo concedo una vez más-, exclamó conmovido el virtuoso asceta.
Alboreaba apenas el quinto día de los señalados como último plazo, cuando, al despertar, se encontró Kung-Tzeu como transformado en otro hombre, a causa de sus anhelantes meditaciones. Voló a casa de su instructor y, abrazándole, le dijo gozoso:
-Vuestro discípulo ha encontrado al fin lo que buscaba. Soy como un hombre que, puesto en una cima eminente, abarca con su mirada los más lejanos países. Veo en la Música todo aquello que tras la Música se debe ver; pero que, sin embargo, sólo uno entre un millón alcanzan a percibir. Empapado en las emociones nacidas de la composición, he podido remontar hasta la mente misma del Mahatma que compuso la obra y ya ella no tiene secretos para mí, como tampoco me es un enigma, como antes, su propia personalidad: le veo, le oigo y le hablo… Es un personaje de mediana estatura, con la cara algo alargada; de color trigueño y ojos grandes impregnados de singular dulzura; su semblante es noble y suavísima su voz; todo en él inspira, en suma, amor, ciencia y virtud. ¡No tengo duda alguna de que así fue en vida el maravilloso Ven-Vang!…
Asombrado entonces el asceta ante semejantes videncias transcendentes, hijas de la energía de voluntad y de la fuerza mágica del verdadero amor, cayó prosternado ante Kung-tzeu, diciéndole:
-¡Vos habéis encontrado por vos mismo el estrecho Sendero: sois el verdadero Maestro que ya nada tiene que aprender de mí!…¡Aceptadme, pues, por vuestro humilde discípulo!»
Las mujeres siempre han brillado en el arte de la interpretación musical y no sólo por su sensibilidad y entrega a la hora de dar nueva vida a una obra. Ellas suelen ser muy buenas intérpretes porque, con el mismo talento y quizá más paciencia que los hombres para detenerse en los detalles, cuando se lo proponen, saben sacar de su interior una energía y una fuerza arrolladoras que sacuden el alma del oyente.
De las muchas buenas intérpretes que la segunda mitad el siglo XX nos ha proporcionado, gracias a las cuales -y obviamente también por el extraordinario desarrollo tecnológico al que se ha llegado con las grabaciones-, hemos podido disfrutar de casi todas las obras que se han escrito a lo largo de los cuatrocientos años de historia de nuestra música culta occidental. Ahora, y en próximos artículos, quiero recordar solamente a tres de ellas para adaptarme a este espacio. Las tres me han impresionado desde que las escuché por primera vez, y especialmente las dos españolas, a las que tuve la suerte de conocer personalmente en Granada, y sigo queriendo con el Amor que vence a la Muerte como algo mío, no solo por sus grandes dotes musicales, sino también por su calidad humana. Rosa Sabater, de la que hablo a continuación, Jacqueline du Pré y Victoria de los Angeles permanecen y perdurarán siempre en la memoria de todos los buenos aficionados.
Rosa Sabater
Fue la que primero nos abandonó, víctima de un terrible accidente aéreo acaecido en 1982 cerca del aeropuerto de Barajas, a los 53 años, cuando se encontraba en su mejor momento de plenitud creativa y la vida parecía sonreírle plena y definitivamente tras su fracaso matrimonial. Fue algo que a todos nos costaba trabajo creer y que nos dejó profundamente entristecidos a cuantos la queríamos. Y es que Rosa era un ser muy especial, sabía hacerse amar por encima de la admiración que despertaba como artista; una bella mujer, realmente atractiva, amable y encantadora con todo el mundo, sobre todo por la bondad y la alegría que irradiaba alrededor suyo. «Volveré por Navidad; nos veremos el dia de tu santo y nos reuniremos con los Mompou el dia de Reyes» le había comentado a Manuel Valls el 7 de octubre, después de hacer una brillante versión del Concierto para Piano y Orquesta nº 3 de Beethoven con la Orquesta Nacional de España, dentro de los actos del Festival de Música de Barcelona. Profundamente impresionado, nos cuenta la tragedia ocurrida al mes siguiente otro buen amigo suyo, el músico Xavier Montsalvatge, en sus «Papeles autobiográficos» con palabras llenas de emoción:
«La mañana del 28 de Noviembre tuve que desplazarme a Madrid (…). Cuando ya volábamos sobre Barajas observé que las azafatas y algunos pasajeros se asomaban a las ventanillas. Al mirar yo, vi en tierra algo escalofriante: los restos, despojos ennegrecidos, retorcidos y casi irreconocibles de un «jumbo», testimonio sobrecogedor de la catástrofe ocurrida un día antes.
Afectado todavía por aquella imagen, al desembarcar encontré a un grupo de amigos, músicos y críticos consternados por la noticia que iban a darme: Rosa Sabater había embarcado en aquel aparato.»
«…Las primeras veces que escuché a Rosita Sabater al piano era casi una niña de cabellos rubios recogidos por dos pequeños lazos, con un traje vaporoso y una sonrisa que se reflejaba en su manera de interpretar Mozart que le había enseñado su maestro Franck Marshall. Después de Mozart pasó a Bach, Scarlatti y enseguida a los románticos. En pocos años Rosa Sabater se convirtió en una concertista de indudable mérito, dotada para traducir la Música de cualquier época.»
Rosa Sabater Parera, que había nacido en Barcelona el 9 de agosto de 1929, ha sido indudablemente una de las más insignes representantes del pianismo español de todas las épocas. Hija de músicos -su padre, Jose Sabater, fue durante muchos años director de la Orquesta del Gran Teatro del Liceo y su madre, Margarita Parera, una de las más acreditadas profesoras de canto de la ciudad condal-, vivió siempre inmersa en el mundo de la Música.
Se presentó en París en 1948 junto al director y compositor Eduardo Toldrá y desde entonces dio conciertos en toda Europa y América, actuando como solista con las mejores orquestas y directores del momento. No descuidó tampoco la música de cámara, formando dúos y tríos con el violonchelista Luis Claret o los violinistas Agustín León Ara y Gonzalo Comellas entre otros.
Su otra gran faceta fue la dedicación a la enseñanza, desarrollada paralelamente a sus apariciones como concertista. Desde 1967 venía dando cursos y clases magistrales en Santiago de Compostela y Granada, y fue titular desde 1977 de la cátedra de virtuosismo en la Staatliche Hochschule für Musik de Friburgo, donde residía, en Alemania. Allí acudían discípulos procedentes de todo el mundo atraídos por su gran técnica pianística y su maestría como profesora. «Sabíamos que la música nos vendría envuelta en un clima de calidez humana singular; que nos encontraríamos cómodos, pero al mismo tiempo ávidos de aprender todo cuanto ella nos iba a enseñar tan generosa y sabiamente. Cuando se sentaba al piano para que escucháramos lo que nos quería explicar, el deleite era aún mayor si cabe. Su forma de tocar era envolvente, nos agradaba y seducía siempre» cuenta Miguel Bustamante, uno de sus discípulos, comentando sus cursos.
El prestigio adquirido, tanto como intérprete en las principales salas de conciertos de todo el mundo, como en su cátedra de Friburgo, fue motivo para que la invitaran a formar parte de jurados en numerosos concursos nacionales e internacionales. El Concurso Internacional de Piano de Jaén, que se celebra anualmente, instituyó a su muerte el «Premio Rosa Sabater» al mejor intérprete de Música Española. Hizo también numerosas grabaciones discográficas, entre las que cabe destacar las dedicadas a los cuatro cuadernos de la Iberia de Albéniz, a la obra pianística de Granados y a las composiciones de sus amigos Mompou y Montsalvatge. La música de Granados, en manos de Rosa era única, incomparable, ella era la heredera directa de la gran tradición técnico-pianística del maestro, recibida a través de las enseñanzas de su discípulo Frank Marshall.
Rosa Sabater poseía una penetrante intuición musical, que le permitía abordar las más variadas escuelas, del barroco al romanticismo; su estilo interpretativo era tenso, vivo, dotado de profundo nervio y de una pulsación firme, pero honda y dulcemente musical. Del barroco de salón, especialmente de las sonatas de Scarlatti y del Padre Soler, dio unas versiones en el límite de la perfección, al igual que de los conciertos de piano de Mozart, especialmente el nº 27 que le oímos tocar en el Palacio de Carlos V con la Orquesta de Cámara Inglesa en el Festival de Granada, en una noche memorable.
Quiero concluir esta breve reseña con un extracto de la carta que su hija Rosa le escribió, veinte años después del accidente, a petición de RTVE, para la publicación de un disco con la grabación de un concierto efectuado en la Sala Fénix de Madrid en 1974 para los Lunes de Radio Nacional, con obras de Granados:
«… Y es que el 27 de Noviembre de 2003, se cumplen veinte años de aquel incomprensible -y hasta hoy parece que inexplicable- accidente aéreo de Mejorada del Campo, de un avión cuyo destino debería haber sido Bogotá. Allí tocabas el 2 de Diciembre.
…A tu lado tuve el privilegio de conocer a grandes músicos, a tus amigos. Qué importante era para ti la amistad y qué feliz me siento de que me inculcaras ese sentimiento. Tus ganas de vivir, de compartir, de saborear cada minuto, de disfrutar de cualquier pequeña cosa. ¡Eras tan vital!
Había algo que te horrorizaba: envejecer, perder facultades. Siempre decías que preferías morir joven. Qué premonición: te saliste con la tuya. No querías verte enferma, sin poder tocar el piano, sin poder disfrutar de tu pasión: ir a la ópera. Te habrías dejado cortar una mano con tal de ser cantante. Menos mal que no te viste en ese trance. Tu voz (que no tu afinación y entrega) era lamentable.
Y así fue, como tú quisiste.
…Me has transmitido una filosofía y una actitud ante la vida que me enorgullece y que es la que Jose Miguel y yo intentamos transmitir a esos dos nietos que no pudiste llegar a conocer: la bondad ante todo. Dijiste: «Cuando muera, prefiero que me recuerden como una buena persona antes que como buena pianista». No dudes de que lo primero se ha cumplido. Lo segundo es sólo cuestión de gustos.
Gracias por darme la vida (la nuestra no siempre fue fácil), pero, a pesar de todo ¡no sabes cuánta falta me haces!
Lograste tu objetivo: marcharte joven. Pero, francamente, qué jugada nos hiciste a todos los que seguimos aquí…La única vez en tu vida que fuiste egoísta.»
El destino se abatió sobre ella en un momento en que su amor por la vida era quizá más intenso que nunca, pero seguro que es más feliz viviendo en el cielo, donde todos estarán disfrutando las delicias de estar junto a un alma grande haciendo Música celestial.