El 12 de septiembre pasado moría en Dallas, Texas, Norman Borlaug, científico estadounidense y Premio Nobel de la Paz en 1970. Por vez primera este galardón reconoció un mérito científico no por su interés en el campo de la Medicina, Física o Química, sino por sus aplicaciones en favor del bienestar de los pueblos.
Nacido en Iowa, de una familia de granjeros, Norman se doctoró en fitopatología y genética, dedicando su vida al estudio de las diferentes variedades agrícolas de trigo, maíz y arroz, consiguiendo espectaculares progresos en el rendimiento de los cultivos por medio de un paciente trabajo de selección y mejora genética. Empezó sus investigaciones en 1944, y durante 18 años trabajó para el programa cooperativo entre la Secretaría de Agricultura mexicana y la fundación Rockefeller en México, consiguiendo el desarrollo de una variedad enana de trigo altamente productiva. Con ello logró que México pasara de importar la mitad de su trigo en 1943 a ser autosuficiente en 1956.
A partir de aquí, y después de muchas vicisitudes, consiguió el permiso de las autoridades para implantar esta variedad en India y Pakistán, haciendo que la producción de trigo aumentase espectacularmente, y aliviando las hambrunas que sufrieron estos países en los años 60. Posteriormente estos cultivos, y otras especies de arroz y maíz mejorados, se extendieron a China, Argentina, Turquía y España. Estos avances pronto fueron conocidos como la Revolución Verde.
Este paso de gigante en cuanto a la producción agrícola se produjo mediante la técnica tradicional de cruce de variedades y aclimatación a distintos suelos y ambientes, acompañado de un desarrollo del uso de pesticidas, herbicidas y fertilizantes. Las nuevas variedades mejoradas ofrecían una mayor resistencia a enfermedades, aunque con una gran dependencia de todos estos productos químicos y grandes cantidades de agua de riego.
LUCES Y SOMBRAS
Mucho ha cambiado el mundo desde entonces, y las consecuencias del trabajo de Norman Borlaug han mostrado sus claroscuros. Hoy su figura es controvertida, contando con detractores y seguidores de su modo de enfocar la agricultura mundial.
Es indiscutible el hecho de que el mundo, tal como lo conocemos hoy, sería inconcebible sin los avances agrícolas proporcionados por Norman Borlaug y su equipo, puesto que hubiese sido imposible obtener alimentos para una población que está creciendo a un ritmo exponencial. Si en 1960 había 3.000 millones en el mundo, a día de hoy somos ya 6.786 millones de personas. En 1950 el mundo producía 692 millones de toneladas de grano para 2.200 millones de personas; y en 1992 la producción era de 1900 millones de toneladas para 5.600 millones de personas. Es decir que se produjo un aumento de 2.8 veces la cantidad de grano frente a 2.2 veces el de la población.
Es difícil separar causas y efectos, y así unos opinan que sin el freno de la escasez de alimentos, la población mundial ha aumentado de manera alarmante, mucho más de lo que hubiera aumentado de manera natural, siguiendo los postulados de Malthus. Para otros, en cambio, gracias a esos alimentos ese aumento de población no se ha visto acosado por el hambre.
Ahora bien, la población sigue su ritmo de aumento vertiginoso y no es muy factible que se puedan volver a dar aumentos de producción como los ya vividos, sino más bien lo contrario, muchos países muestran señales de una producción que empieza a estancarse, fruto del agotamiento de las tierras sobreexplotadas.
Por otro lado, muchos ecologistas critican esta nueva agricultura, basada en monocultivos, con muy pocas variedades cultivadas en la gran mayoría de la superficie del planeta, por la pérdida de diversidad y el peligro de que una nueva plaga afecte a esas variedades, desencadenando una hambruna a escala global. Además, hay grandes compañías químicas que son las que manejan la venta de fertilizantes, pesticidas y semillas, de manera que tienen el monopolio del sector. Por si fuera poco, muchos de los cultivos de Asia se destinan a la alimentación de ganado para su posterior consumo humano, sobre todo en Occidente, o para biocombustibles, en detrimento de los cultivos que tradicionalmente usaban estos países para su alimentación básica. Con lo cual, al alimentarse casi exclusivamente de un cereal, se han generado situaciones de malnutrición.
Ante estas controversias Norman Borlaug argüía que frente a una urgencia moral, como es el hambre en el mundo, uno no puede pararse a mirar si la solución cumple con todos los requisitos teóricos que se nos ocurren a nosotros los occidentales, que tenemos el estómago lleno y muchas utopías en el cerebro. Lo fundamental era que se consiguió incrementar la producción de cultivos y que países que antes tenían que importar alimentos se convirtieron en autosuficientes e, incluso, exportadores.
También argumentaba que si bien esta forma de agricultura empobrecía los suelos, utilizaba muchos fertilizantes y contaminaba el agua de riego, evitaba que los países pobres aumentaran la superficie agrícola a costa de la quema de bosques debido a la baja productividad de sus cultivos, deforestando aun más el planeta.
EL HAMBRE EN EL MUNDO, HOY
Aun así, actualmente 1.020 millones de personas pasan hambre, la mayoría en África. Por eso, Norman Borlaug dedicó los últimos años de su vida a la implantación de esta forma de agricultura en África, pero aquí empezó a chocar por un lado con la reticencia de las autoridades occidentales, ahora ya concienciadas medioambientalmente y, por el otro, con la falta de planificación de los países africanos, por lo que sus logros no han sido muy notorios.
Norman Borlaug con el tiempo se convirtió en un gran defensor de la biotecnología y de los alimentos transgénicos, que él consideraba como una herramienta adicional para luchar contra el hambre en el mundo, sin considerar que se trataba de una cuestión no sólo científica, sino fundamentalmente política. Si no primasen tanto los intereses económicos no habría tanta hambre en el mundo. El desequilibrio en el momento presente no es tanto que no haya alimentos para la población mundial como la falta de acceso a esos alimentos de aquellos que los necesitan. La biotecnología, con las nuevas especies introducidas de maíz, soja y algodón no se está utilizando para favorecer los intereses del consumidor, sino las ventajas de los productores de semillas y productos químicos, que de esta forma han conseguido acaparar más poder y monopolio. Por ejemplo en 1996 se autorizó la producción de soja transgénica en Estados Unidos. Dicha soja incorpora una sustancia resistente a un herbicida, llamado Roundup, de manera que al utilizar ese herbicida, comercializado por la misma empresa que vende las semillas, todas las demás plantas mueren menos ella. Hay que decir de paso que esa sustancia, añadida artificialmente, es ingerida por los consumidores al comer esa soja, aunque diversos estudios, no exentos de polémica ni de argumentos en contra, defienden que no es mala para la salud.
Otros ejemplos son el del maíz transgénico Bt y el algodón transgénico Bt. Ambos producen una sustancia (que también ingeriomos) que es un insecticida para las plagas más importantes de estos cultivos. Diseñados en principio para que el agricultor ahorrase en pesticidas, aunque el precio de las semillas fuera tres veces mayor que el de las variedades tradicionales, ahora empiezan a aparecer insectos inmunes a esta toxina, según un estudio hecho público recientemente (Insect resistance to Bt crops: evidence versus theory. Tabashnik BE, Gassmann AJ, Crowder DW, Carriére Y.Nat Biotechnol. 2008 26:199-202), con lo cual vuelven a necesitar emplear la misma cantidad de pesticidas para estas especies introducidas, que ya representan el 35% de la producción mundial.
No podemos negar el problema del hambre en el mundo, ni podemos pensar en no hacer nada para así no equivocarnos. A Norman Borlaug hay que reconocerle la valentía de querer resolver un problema acuciante y su éxito en incrementar la producción de los cultivos. El problema está, como siempre, en que ideas que buscan ayudar a los más necesitados, acaban sometidas a la visión puramente comercial y lucrativa de las grandes empresas a costa, justamente, de los que debía salvar. Sin perder el empuje inicial de Borlaug, que sigue siendo válido, la solución pasa por una acción rápida, eficaz, que respete el medioambiente y que no esté manipulada por ninguno de los grandes grupos de poder que dominan el sector.