Hace unos años tuve la suerte de que la revista para la que colaboraba me encargara un artículo sobre Alonso Cano, en un momento en el que se celebraban en varias ciudades de España, exposiciones conmemorativas de la obra del pintor. Rescato este artículo que, me consta, circula desde hace tiempo por Internet gracias a la licencia Creative Commons de la revista, por lo que para algunos puede que no resulte ser nuevo.
Alonso Cano es uno de los creadores más significativos del Siglo de Oro español. Fue uno de los artistas más admirados de su tiempo. Supo como nadie aplicar la intelectualidad y la idea interior clasicista en todas las facetas de su arte, motivo por el que se le ha considerado como el «Miguel Ángel español», ya que manejaba disciplinas tales como la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, la proyección arquitectónica o el diseño de mobiliario y ornamentos religiosos, y logró en todas ellas una extraordinaria calidad estética.
APUNTES BIOGRÁFICOS
Existe una suerte de leyenda en torno a la figura de Alonso Cano, debida principalmente a la obra de Antonio Acisclo Palomino, escrita en 1724 (58 años después de su muerte) y que lleva por título «Parnaso español pintoresco y laureado». En ella se describía a un Cano violento y pendenciero, tan aficionado a la espada como a los pinceles, que fue tomado preso en alguna ocasión, protagonista de un improbable duelo con el también pintor Sebastián Llanos y Valdés y cruel instigador del asesinato de su segunda esposa. Algunas de las anécdotas narradas por Palomino tienen una base histórica, pero el tono folletinesco que usa el escritor en lo tocante a la vida y el carácter del artista creó un mito que difícilmente se extinguirá del todo, y de hecho sirvió de base para hacer de Cano el «héroe» de algunos dramas teatrales del siglo XIX, por lo que, a pesar de existir fuentes más cercanas al artista que desmentían los puntos más melodramáticos de la historia de Palomino, prevaleció esta versión en el recuerdo de las gentes. Un estudio serio y en profundidad de la vida y obra de Alonso Cano nos van a dibujar un retrato bien distinto.
Nació en Granada en 1601. Su padre, Miguel Cano, era un prestigioso ensamblador de retablos de origen manchego. Junto a él Alonso aprendió sus primeras nociones de dibujo arquitectónico y de talla en madera y muy pronto comenzó a descubrirse su enorme talento. Ese fue uno de los motivos por los cuales su padre tomó la decisión de trasladarse con toda su familia a Sevilla, que por aquel entonces era el principal centro artístico de España. Así es como pasa Alonso a ser discípulo de Francisco Pacheco a la edad de 15 años. Esta condición se obtenía mediante un contrato notarial entre el padre del alumno y el maestro en el que, a cambio de un pago acordado, entraba al taller en calidad de interno, siendo, a partir de entonces y ante la ley, responsable este último de los cuidados, manutención y aprendizaje del joven.
El taller de Pacheco, que en palabras de Palomino era «cárcel dorada del arte, academia y escuela de los mayores ingenios de Sevilla», no fue para Alonso solamente una escuela de pintores. Allí fue donde conoció a Diego de Velázquez, con quien trabó una fuerte amistad que duraría toda su vida. La influencia manierista de su maestro en las primeras pinturas de Cano es tan evidente que no se puede pensar que tuviese con él el corto aprendizaje de los escasos 8 meses que pasó interno en el taller. En 1624, dos años antes de obtener el título de Maestro Pintor, realiza su primer cuadro, un San Francisco de Borja con la inconfundible huella de Pacheco.
A partir de entonces la vida de Cano estará llena de triunfos, pero también de los trágicos sucesos que tanto adornó luego Palomino.
En 1627 muere (parece ser que de parto), su primera esposa, María de Figueroa. Volvió a casarse en 1631, esta vez con Magdalena de Uceda, de tan sólo 13 años. En 1638 concluye su etapa sevillana, pleno de éxitos por su excelente actividad como retablista, pintor y escultor (disciplina esta última en la que seguramente fue discípulo de Martínez Montañés.) Es casi seguro que su amigo Velázquez jugó un papel muy importante en la decisión de marchar con su esposa a Madrid, y que influyese en la decisión del poderoso Conde Duque de Olivares al elegir a Cano para los proyectos artísticos reales. La obra más importante de aquellos primeros años en Madrid fue sin duda el Milagro del Pozo, pintado para el retablo de la Iglesia de Santa María hacia 1641. Felipe IV se trasladó al templo para contemplar por sí mismo la obra, plena de matices e innovaciones que también cautivaron al monarca.
Realizó numerosos encargos para el rey, entre ellos la restauración de las obras dañadas en el terrible incendio del Alcázar de 1640 así como su posible labor de instructor de pintura del príncipe Baltasar Carlos.
En 1644 un trágico suceso marcará un antes y un después en la vida de Alonso Cano. Su esposa fue brutalmente asesinada y a él lo consideraron sospechoso de haber inducido el crimen. Fue hecho preso y sometido a torturas, aunque por su condición de artista se le protegiese debidamente el brazo derecho. Tan sólo cuatro días después fue declarada su inocencia y liberado. Después de esto pasó un tiempo en el monasterio valenciano de Portacoeli. Allí dejó algunas obras y regresó luego a Madrid.
La firma del contrato para los dos retablos de Getafe el 20 de septiembre de 1645 marcará la etapa más fértil e intensa de Alonso Cano como pintor en la corte, consolidando su estilo único, fruto sin duda de su temperamento inconformista hasta la intransigencia, pero dotado de un eclecticismo y madurez extraordinarios, con una marcada influencia de los maestros venecianos, que le valió la admiración de numerosos artistas de su tiempo. La estética de Alonso Cano llegó a crear una importante Escuela de la que luego beberían artistas como Pedro de Moya, Antonio Martínez Bustos o Pedro Atanasio Bocanegra.
En 1652, en pleno apogeo de su obra y cuando su éxito personal era mayor en Madrid, decide marcharse de la corte. Parece ser que le guiaba una voluntad de retirarse movida por la dura experiencia que supuso para él el asesinato de su segunda esposa, y puede que también por una tardía y particular vocación religiosa. El caso es que solicitó al rey la prebenda de ocupar una plaza vacante como racionero de la catedral de Granada. Para ocupar este puesto era preciso que Cano se ordenase sacerdote, pero el cabildo, resentido por anteriores percances con el artista, retrasaba continuamente su ordenación, declarando vacante la plaza en 1656. Cano viajó a Madrid para exponer sus quejas al rey y poco después logró ser ordenado por el obispo de Salamanca. Felipe IV ordena entonces, con el consiguiente malestar de las autoridades religiosas granadinas, la restitución de su cargo y la obligación de pagarle todos los atrasos desde que comenzó su pleito con el cabildo catedralicio, tras lo cual Cano regresa triunfante a Granada. Allí realizaría importantes trabajos, tales como un impresionante conjunto de cuadros sobre la vida de la Virgen y el diseño de la fachada de la Catedral en mayo de 1667, hecho este último que hizo que le nombraran maestro mayor, pero su muerte, el 3 de octubre de 1667, le impidió ver siquiera el comienzo de las obras. Fue José Granados de la Barrera quien siguiera fielmente el proyecto de Cano para el levantamiento de la magnífica fachada que éste ideó.
EL ESPÍRITU DE CANO
Alonso Cano tiene esa rara cualidad de sorprender. Lo hizo en su época y aún hoy continúa haciéndolo, tanto por su obra como por su persona.
El carácter novelesco de Cano que trasmitió Palomino no concuerda en absoluto con la idea que otros artistas (en concreto Lázaro Díaz del Valle y Jusepe Martínez), que sí le conocieron, dieron de él.
Son muchas las anécdotas de la vida del artista que pueden darnos una idea de su auténtico carácter. Entre otras cosas se menciona la largueza con la que se conducía Cano en su vida, poniendo siempre el prestigio por encima del dinero.
También era muy conocida la despreocupación que tenía acerca del gasto del dinero, puesto que era por encima de todo un artista consciente del valor de su genio y que no concebía límites de ninguna clase para la realización de una obra que transcendía lo puramente manual. De hecho fueron sus deudas las que le llevaron a la cárcel en alguna ocasión. A pesar de esto solía acudir a las testamentarías de otros artistas o a las almonedas para conseguir libros interesantes para la ejecución de algún proyecto, grabados y dibujos en los que solía buscar inspiración, al tiempo que recrearse en ellos. Desde luego el testamento de Cano ratifica su dejadez de los asuntos económicos. Eran tales sus deudas y tan pocos sus bienes que no le fue posible encargar misas por su alma. El rencor de los canónigos hizo que no consintiesen organizar los funerales públicos que merecía, a pesar de lo cual no pudieron evitar el derecho que le asistía como racionero a ser enterrado en la cripta de la Catedral.
Sobre la gran habilidad de Cano como dibujante y su fama de espíritu caritativo, Palomino entre otros cita lo siguiente: «solía suceder muy de ordinario encontrar algún pobre necesitado y habiéndosele ya apurado el dinero que para este fin llevaba, se entraba en una tienda y pedía un papelillo y recado de escribir, y le dibujaba con la pluma alguna figura o cabeza o cosa semejante, como tarjeta u adorno de arquitectura, y le decía al pobre: Vaya a casa de Fulano (donde sabía que lo habían de estimar) y dígale que le dé tanto por este dibujo: Con que usando de este medio nunca le faltaba que dar y tuvo tal facilidad en dibujar cualquier cosa que dejó innumerables dibujos de que no tengo yo la menor parte».
Existe una tradición granadina no recogida por Palomino según la cual, después de pintar un gran cuadro sobre La Trinidad para la Cartuja y ver que los monjes le regateaban el precio que pedía por el lienzo, Cano se lo regaló a los frailes del convento de San Diego, pidiendo sólo como pago un plato de chanfaina (asadura condimentada).
Cano no dudaba en recurrir a todo tipo de tratados, ya fuesen de arquitectura, viajes, biografías, matemáticas, geometría, perspectiva, astronomía, astrología, religión o arte como asesoramiento para realizar sus obras.
Tenemos que considerar tanto su habilidad manual en las diversas disciplinas en las que trabajó como las licencias que se permitía en sus composiciones. Por lo general Cano acataba las disposiciones de la Inquisición en cuanto a las representaciones artísticas. La Iglesia Católica se encargó de marcar toda la simbología correspondiente a cada imagen religiosa, sin dudar en absoluto en aceptar versiones apócrifas siempre y cuando pudiesen apoyar con ello las ideas contrarreformistas. Pero en otras ocasiones Cano marcaba e imponía sus propios criterios. Así, por ejemplo, la Iglesia no veía con buenos ojos el que se pintara totalmente desnudo al niño Jesús, a pesar de lo cual Cano lo hacía, y las autoridades eclesiásticas no tuvieron más remedio que transigir. Cano no se atuvo nunca a los convencionalismos estéticos. Admiraba las obras renacentistas, pero imprimió su propio estilo y su personal interpretación del Arte. No dudaba tampoco en usar modelos barrocos y por ello su obra es ejemplo de eclecticismo.
Su vida estuvo consagrada por entero a su arte. Jusepe Martínez reprochó, pero también admiró, de alguna manera, esa capacidad de «ocio creativo» que tenía Cano cuando dijo «…hízome lástima el verlo tan poco aficionado al trabajo, no porque fuese muy liberal en él, sino que su deleite y gusto era gastar lo más del tiempo en discutir sobre la pintura». Y lo cierto es que su obra, en el decir de Orozco, revela el haber sido lenta y hondamente pensada y apresuradamente realizada.
Felipe IV, en respuesta a los diputados del Cabildo de la Catedral que acusaban a Cano de ser «hombre puramente lego e idiota», dijo: Andad, que hombres como vosotros los puedo yo hacer; hombres como Alonso Cano, sólo Dios los hace.