Paul Dukas, gran amigo de Isaac Albéniz, resumió en una ingeniosa frase el carácter noble y bonachón de nuestro músico como el de “un Don Quijote con maneras de Sancho Panza”. Una buena y sencilla definición. Albéniz reunía ampliamente las mejores cualidades de los protagonistas cervantinos: fue un hombre soñador e impulsivo, una personalidad muy fuerte teñida de una cierta melancolía propia del romanticismo al estilo de sus contemporáneos Schumann y Chopin. Era un rebelde nato y librepensador que se rebeló contra el abandono y la mediocridad imperante, doliéndose con sobrados motivos de los males de la política en nuestro país. No aceptaba la banalidad de la sociedad burguesa que le rodeaba, y se echó al mundo como un aventurero vivaz y socarrón, lleno de imaginación y de sentido práctico para buscarse la vida. Independizándose desde muy joven de la tutela paterna, optó por vivir como un expatriado, primero en Londres y más tarde en París, donde permaneció casi hasta el final de sus días, llevando siempre una vida errante.
Aprovechando que el 18 de mayo del pasado año 2009 se conmemoraba el primer centenario de su muerte, y que el 29 de este mismo mes del 2010 se cumplen 150 años de su nacimiento, queremos dedicarle en este número de ESFINGE un recuerdo muy especial a tan hidalgo caballero, gran pianista e insigne compositor. España entera le debe reconocimiento, no sólo por ser el más digno representante de nuestro último romanticismo musical, sino por haber iniciado un nacionalismo espléndido que compartió con otros grandes músicos contemporáneos y amigos suyos, como Enrique Granados, Joaquín Turina o el gran Don Manuel de Falla. Entre todos pusieron de moda lo español en aquel París de finales de siglo y Albéniz puede decirse que les abrió el camino, terminando con el período de lamentable aislamiento y pobreza de nuestra música durante el complejo y turbulento discurrir histórico de la España del siglo XIX. Como dijo Turina en cierta ocasión, “nuestro padre Albéniz nos mostraba el camino que habíamos de seguir… él representa la incorporación de España, o mejor dicho, la reincorporación de España al mundo musical europeo”. No cabe duda que Albéniz es, como afirma Andrés Ruiz Tarazona en su última publicación sobre el músico, el verdadero fundador de la música española moderna. Su obra, exuberante y temperamental, es el mejor testimonio sonoro de la España romántica, que él alcanzó a contemplar en su apogeo multicolor, pero que también sufrió en su decadencia, insertándose plenamente, en este sentido, en la llamada “Generación del 98”.
Desde la conmemoración de su centenario, Albéniz viene acaparando portadas en las programaciones musicales de toda España y también en gran parte del mundo, que él recorrió tan incansablemente a lo largo de su corta vida, llevando al público de toda Europa y América la esencia sublimada de la música española, y sorprendiendo a todos con sus obras y su pianismo genial. Para nuestra fortuna, estos aniversarios están dando lugar a un redescubrimiento de su figura y a una recuperación de muchas de sus obras, algunas perdidas o no siempre bien conocidas. Numerosas publicaciones y actos conmemorativos tratan de hacer justicia al músico que tuvo que salir de su querida España como tantos otros para poder realizar su carrera, pero que con la generosidad propia de un enamorado, siempre la llevó en su corazón como una amante desdeñosa a la que no se puede dejar de querer. “Deme noticias de mi morena ingrata”, le pedía a su amigo Joaquín Malats en sus últimos años, ya muy enfermo en Niza, añorando su patria, de la que había ido extrayendo lo mejor de su esencia folklórica en sus giras por todo el país. Dos días antes de morir, fue a verlo Enrique Granados y, recordando con nostalgia el viaje que hicieron juntos a Baleares, le pidió que le interpretara al piano Mallorca, la pieza que compuso durante su estancia en la isla y una de sus favoritas, abrazándose luego los dos sin poder contener las lágrimas e invadidos por la añoranza de la patria.
Eterno viajero
Es bien sabido que Isaac Albéniz fue un inquieto y eterno viajero, un niño prodigio ansioso de conocerlo todo, que hizo de los viajes su forma más natural de aprendizaje. Desde los tres años ya tocaba el piano, recibiendo las primeras lecciones de su hermana Clementina, siete años mayor que él, que le enseñó a poner las manos sobre el teclado, sorprendida de la increíble facilidad del pequeño al sentarse ante el instrumento sin llegarle los pies al suelo. Al año siguiente dieron los dos su primer concierto con gran éxito en el Teatro Romea de Barcelona y algunos espectadores llegaron a pensar que había alguien tocando escondido entre bastidores, dada la facilidad con que tocaba el pequeño. Dicen que los niños prodigio recuerdan, no aprenden, comentaba a la prensa en la celebración del aniversario Alfonso Alzamora, biznieto del compositor.
Lo cierto es que, tras el éxito, Don Ángel Albéniz, el padre, piensa que podría repetirse en él la historia de Leopoldo Mozart con sus hijos Nanerl y Wolfgang y decide con gran empeño alcanzar con ellos gloria y fortuna llevándoselos de gira. Se acabaron las distracciones y los juegos, ahora hay que prepararse y practicar, y el padre decide enviar a los niños con su madre a París para ingresarlos en el conservatorio. El día del examen, Isaac exhibe con éxito sus portentosas dotes pero, finalizada su actuación y harto ya de tanta seriedad, quiere jugar como cualquier niño de su edad y dispara inocentemente una pelota contra el gran cristal de una vitrina, que salta hecho añicos: inmediatamente el ingreso le fue denegado, claro está, y vuelven los tres a Barcelona. El padre decide entonces recorrer el Norte de España dando recitales con sus hijos para sacar de apuros a la familia. Corría 1868, y los acontecimientos políticos habían hecho perder a Don Angel su cargo de funcionario de aduanas, pero su filiación liberal le favorece y deciden instalarse en Madrid, donde espera mejor fortuna. Con nueve años, el ya casi adolescente Albéniz contempla por primera vez la capital de España y continúa con su hermana enfrascado en su piano.
Crecía y maduraba Isaac sin perder su entusiasmo, y su curiosidad sin límites le fue procurando una gran cultura a pesar de no haber pasado por la universidad y ni siquiera por los últimos cursos del instituto, pues desde que lo matriculó su padre en el conservatorio a su llegada a Madrid, todas las lecciones que recibió fueron prácticamente de música. A pesar de ello, su enorme inteligencia y su vitalidad arrolladora le abrieron paso en todos los ambientes. Llegó a dominar perfectamente el inglés y el francés, que aprendió con rapidez durante sus estancias en Londres y París, y visitó prácticamente todas las grandes capitales de Europa hasta recalar en Niza, donde pasó sus últimos años. Murió en Cambô-les-Bains, localidad vasco-francesa famosa por sus aguas termales, tratando en vano de mejorar con ellas su ya imposible salud.
Su cuerpo fue trasladado a Barcelona donde fue recibido por las autoridades de la ciudad en la Estación de Francia, convertida en improvisada capilla ardiente. Una inmensa multitud le esperaba y, al aparecer el féretro, escuchó estremecida los sobrecogedores acordes de la marcha fúnebre de Sigfrido de El Ocaso de los Dioses de Wagner, que le acompañó con sus notas desgarradoras durante la procesión que condujo el ataúd hasta el coche fúnebre. Poco después, mientras los portadores del féretro lo introducían en la carroza cubriéndolo por completo de flores, los compases del Réquiem de su buen amigo Gabriel Fauré, interpretado por el Orfeón Catalán, iluminaron la tristeza del aire con la esperanzadora luminosidad de sus notas. La multitudinaria procesión atravesó lenta y ceremoniosamente las calles del centro de Barcelona mientras la gente se agolpaba en los balcones engalanados con crespones negros y banderas catalanas. Al llegar frente a la Escuela Municipal de Música, los alumnos allí reunidos colocaron nuevas coronas y ramos de flores en el carruaje. Tardío reconocimiento de la Barcelona que él tanto amó…Una lluvia de rosas, violetas y claveles de todos los colores caía incesantemente de los balcones y la banda municipal acompañaba solemnemente al cortejo interpretando ahora la Marcha Fúnebre de Chopin. No podía faltar la música en este último adiós al que se entregó por entero a ella toda su vida. Finalmente fue enterrado en la ladera oriental, la más cercana al mar, del cementerio de Montjuich, donde reposan sus restos mortales.
Trayectoria vital
Albéniz había nacido en Camprodón (Gerona), cerca de la frontera con Francia, hijo de padre vasco y madre catalana, pero su abuelo por parte materna era andaluz, natural de San Fernando en la provincia de Cádiz. Su padre era un activo francmasón, escritor costumbrista y poeta y, aunque Albéniz nunca entró a formar parte de ninguna logia, está claro que heredó la filosofía social y liberal de su padre y, en la primera etapa de su vida, éste se valió de las conexiones masónicas para impulsar su carrera y organizar recitales por toda España, especialmente por Andalucía, que quedó grabada para siempre en el corazón del pequeño artista. Años más tarde, su encuentro con Granada y en especial con la Alhambra va a tener un eco importante en su visión de la música. “Nada me interesa tanto como el sol que quema las estrechas calles de Granada; si se pudiesen recoger todos los colores, cómo sería de hermoso…”, escribe. Sin duda lo consigue, no sólo de Granada sino de toda Andalucía y de otros muchos lugares del suelo ibérico pues, como decía Pedrell, “su música resume toda la sensibilidad de nuestra raza”.
Cuando contaba 23 años, Albéniz contrae matrimonio con Rosina Jordana Lagarriga, la dulce y bella alumna que lo acompañó y cuidó cuando contrajo el tifus en Barcelona en 1883 y que ya siempre permaneció a su lado. De carácter apacible, comprensiva y fiel, convierte al bohemio en un hombre más sensato y padre amantísimo de tres hijos. Aunque no se reduce el afán viajero del músico, unas veces sin domicilio estable y otras manteniendo hasta tres residencias simultáneas en varias ciudades de diferentes países, su vida se estabiliza emocionalmente y su creación se hace más intensa, encontrando el verdadero sentido de su arte: extraer del piano la vida, los contrastes, la luz, el color, el ritmo, el alma de España; una España ideal que, si bien desde que él la cruzó una y otra vez había sufrido tremendos avatares y felices o desgraciadas transformaciones, a través de su genio queda para siempre trascendida en gracia y belleza. “Hay que hacer música española con acento universal para que pueda ser entendida por todo el mundo”, decía Albéniz.
“Hay días -escribe Rosina a su cuñada Clementina– que se pasa ocho y diez horas sin descanso ante el piano, sin acusar la menor fatiga, y hay noches que abandona el lecho porque no le deja dormir un problema de armonía”.
En sus últimos años, cuando ya era un compositor mundialmente reconocido, compuso una de las más grandes obras pianísticas del siglo XX, máxima aportación española al repertorio pianístico universal: su monumental Iberia, que él denominó “doce nuevas impresiones” para piano y las dispuso en cuatro cuadernos de tres piezas cada uno, con una estructura y un orden bien definidos ¿Una numerología masónica con el tres y el cuatro? No nos consta que Albéniz fuera masón como su padre, pero lo cierto es que estuvo muy vinculado y muchas de las giras que hizo con él estaban perfectamente coordinadas con otros hermanos masónicos que los acogían en sus casas. Se dice también que hacía el saludo masón al principio de sus conciertos, según afirma uno de sus más jóvenes intérpretes, Luis Fernando Pérez., discípulo de Alicia de Larrocha, que ha sido posiblemente la mejor. En cada una de estas piezas, Albéniz evoca un lugar, una fiesta, una canción o danza peninsular con predilección por el Sur de España. Son composiciones de una gran complejidad y enorme riqueza armónica y artística. Los intérpretes parece que a veces necesitaran tres manos para poder dar todas las notas. Iberia evoca una España ideal, la que su autor soñaba, tal como él la añoraba desde el exilio. Su personalidad, que pasaba de la melancolía a la euforia se ve reflejada en esas estampas románticas que definen el carácter del músico.
Quizá las palabras que mejor reflejan el sentimiento que causó su muerte, sean las de su amigo y discípulo Deodat de Séverac:
“Uno no podía acercarse a él sin adorarle, porque era la generosidad, la lealtad y la amistad misma… Albéniz era, en efecto, y en toda la fuerza del término, un hombre de bien que se consagra en la sombra hasta el sacrificio y su arte es uno de los más personales, de los más refinados y más puros de la época actual. Era un verdadero y gran artista porque todas las cosas bellas, ya fueran poesía, música, pintura o escultura, le emocionaban hasta lo más profundo de su corazón. Sentía la belleza como sólo pueden sentirla los hombres de nuestro hermoso mediodía. En cuanto a su obra, es de esas de las que no se puede hablar más que con emoción y entusiasmo. ¡Tenía tal cantidad de amor en él que su misma música es la más efusiva, la más cordial e ilusionada que existe! Es seductora como un naranjo en flor y también tan ardiente como el sol de España. No se puede escuchar una pieza de Iberia sin ser presa inmediatamente de una especie de nostalgia de su hermoso país”.
Desde su último destino, Isaac Albéniz habrá sonreído plácidamente junto a su amada Rosina, contemplando los afanes y elogios a su obra imperecedera, que los españoles le estamos dedicando ahora… para conmemorar sus aniversarios.