Los avances científicos en la medicina permiten, sobre todo a la población occidental, alargar la vida física del organismo. Pero, por desgracia, muchas veces esta acumulación de años no se ve acompañada por una calidad de vida, y no me refiero solo a calidad en cuanto a bienestar, sino también a calidad humana y espiritual.
La población mayor se está incrementando, en Europa y Estados Unidos, la pirámide poblacional está invertida. Expertos en la materia alertan de que el notable aumento de la presencia de personas mayores puede marginarlos dentro del ámbito familiar, al devaluarse los valores intrínsecos de la edad, como es el conocimiento y la experiencia. En esta línea se expresa
Enrique Gil-Calvo, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, quien cree que los mayores ya están siendo marginados por razón de edad: “Antes, cuando los ancianos escaseaban y los niños sobraban, se despreciaba a estos y se reverenciaba a aquellos. Pero hoy sucede a la inversa: como los niños escasean, se les aprecia por encima de todo, y como los mayores abundan, se piensa que están de más”. Pero no solo es un problema de cantidad; más bien, tiene que ver con los valores que hoy en día vivimos.
Está claro que a la sociedad de hoy en día, con valores vinculados a las modas cambiantes que entronizan la juventud y la belleza simplemente física y el uso de las nuevas tecnologías, sin el dominio de las cuales parece que uno no pertenezca a este mundo, le cuesta mucho valorar la experiencia, el conocimiento y la templanza que los ancianos pueden aportar.
ESCUCHAR A LOS MAYORES
La volatilidad de los valores de hoy hace que se vean como anticuados y pasados de moda los consejos y las historias que los mayores dan y explican a los jóvenes y no tan jóvenes. Éstos quieren vivir por ellos mismos con los errores y aciertos que esto comporta, y debe ser así. Como leía en algún power point recibido por correo electrónico: “no es perfecta la vida que no se ha vivido con sentimiento durante la juventud, con lucha en la madurez y con reflexión en la vejez”. Pero escuchar a los mayores y aprender de su experiencia, aunque los tiempos hayan cambiado, puede ser de mucha utilidad para las generaciones que les preceden. En este vivir con sentimiento y lucha puede ir muy bien la reflexión del que ya lo ha vivido y del que sabe con certeza que muchas veces nos dejamos llevar por las emociones, y que en esta intensidad de vivir se pierden de vista las cosas que realmente son importantes. Porque el ser humano no cambia tan rápido como puede parecernos; lo que cambia rápido es el entorno, las circunstancias; por eso muchas veces tenemos la sensación de que nos cuesta adaptarnos a lo que sucede a nuestro alrededor. Los valores realmente humanos son atemporales, no están sujetos al paso de las horas, días y años ni edades; y es a estos valores a los que están sujetas las cosas importantes de la vida.
Si a esta volatilidad de los valores le sumamos que la relación entre jóvenes y mayores ha cambiado, que se ha perdido el concepto de familia nuclear en la que convivían abuelos, padres e hijos, y ahora una gran parte de los ancianos viven independientes de sus hijos, la brecha entre los “jóvenes” y los “ancianos” cada vez es mayor.
Es verdad que estos cambios en las relaciones con la gente mayor se han visto favorecidos por el estado del bienestar, que ha proporcionado que los mayores tengan garantizada una pensión, la sanidad e incluso la atención a la dependencia, que les permite vivir independientes. Pero también es verdad que muchos de los mayores viven en precariedad y prácticamente abandonados por sus familiares. Es muy triste que la Confederación Estatal de Organizaciones de Mayores de España coincida con los expertos en señalar a las familias como el lugar de origen de la discriminación a la que muchos ancianos están sometidos.
LOS SUEÑOS, PATRIA DEL SER HUMANO
El general Douglas Mac Arthur, cumplidos los setenta, dijo: “La vejez no es simplemente una edad cronológica, sino un estado del espíritu humano. Se es viejo cuando se deja de soñar”. Y es bien cierto, porque los sueños son la patria del ser humano.
Observando un poquito el entorno encontraremos gente físicamente mayor que sigue soñando y soñando, con un espíritu mucho más joven que algunos de los jóvenes físicamente. Por tanto, ser anciano no es ni mucho menos sinónimo de inútil. Y si no, pensemos en toda la gente mayor que ocupa su tiempo ayudando a otra gente en diferentes asociaciones u ong´s, o el gran papel que están haciendo los abuelos con los nietos, que facilitan la conciliación laboral y familiar, y todas aquellas ayudas que se reciben de los padres-abuelos, que ayudan a sortear los obstáculos de la vida. Algunos expertos creen que este gran papel que juegan en las vidas de los más jóvenes, muchas veces no se valora porque se cree, muy erróneamente, que es su obligación, y no se reconoce el papel primordial que llevan a cabo los padres-abuelos; quizás, si se valorara de verdad, no estaríamos hablando de marginación y abandono.
“No podemos convertir el envejecimiento y la prolongación de la vida en un proceso de marginación y soledad, ya que los mayores tienen aún mucho que aportar al progreso y estabilidad social”, tal y como dice la declaración de principios que constituyó el Consejo Nacional de Mayores.
Y es que hacerse mayor no es una tragedia sino una aventura. Está claro que, a medida que pasan los años, el vehículo físico se va deteriorando, pero hay que ser conscientes de que no solo somos el cuerpo, sino que somos algo más. Hay que cuidar el cuerpo, pero no se debe perder de vista que también en él se reflejan otros aspectos de la personalidad que también deben cuidarse: el equilibrio emocional y mental, la coherencia entre pensamientos y acciones, la actitud frente a la vida…, en definitiva, la vida interior que se haya cultivado y se vaya cultivando.
La vida son etapas, que se van pasando y superando. Cada una de ellas tiene sus alegrías y sus penas, y cada una requiere cosas distintas, ni mejores ni peores. Lo que sucede es que muchas veces se mezclan y se exige a la vida cosas que no corresponden al momento vital en el que nos encontramos, y esto genera malestar y desajustes. Hermann Hesse, en su libro Elogio a la vejez, dice que “para cumplir el sentido de la vejez y satisfacer la tarea, debemos estar de acuerdo con ella y con todo lo que comporta, debemos decir sí. Sin este “sí”, sin entregarnos a lo que nos exige la naturaleza, perdemos el valor y el sentido de nuestros días –ya seamos viejos o jóvenes– y defraudamos a la vida”.
Ya hemos comentado antes que los valores de la sociedad actual entronizan demasiado la juventud y la belleza física. Los cuerpos y rostros perfectos, sin arrugas, sin manchas, que pueblan los anuncios, series y películas, no dejan lugar a los rostros surcados por las arrugas de la experiencia de lo aprendido, que acompañan dulces sonrisas y miradas perdidas, ni a los cuerpos que necesitan de la inestimable compañía del bastón. Y esto provoca un cierto desprecio inconsciente, muchas veces, hacia los ancianos.
Por otro lado, en el momento actual también prima la rapidez. Existen miles de estímulos que ofrecen miles de actividades y sensaciones para probar, y esta aceleración en la que se vive choca con la tranquilidad y paciencia de los abuelos. No se comprende cómo pueden estar sentados “sin hacer nada”, ¡con las cosas que hay allá fuera!
“SIN HACER NADA”
Se vive a demasiada velocidad y esta aceleración hace que se pierda de vista el gran misterio de la vida Cuando llega la vejez con su frenazo, cuesta encajarla y sobrellevarla, porque la vida sigue corriendo en los familiares y en el entorno, y esto provoca desajustes en uno mismo, en las familias y en la sociedad en general, abriendo grandes brechas entre generaciones. Por eso, muchas veces, cuando se ve al padre-abuelo o madre-abuela medio dormidos en sus butacas, parecen personajes surrealistas salidos de un cuadro de Dalí. Y es que quizás su realidad no es la de los jóvenes, aunque su realidad forma parte de la realidad de los jóvenes y viceversa.
“Ser viejo es una tarea tan hermosa y santa como la de ser joven; aprender a morir y morir son funciones tan valiosas como cualquier otra, en el supuesto de que se realice con respeto reverencial al sentido de la vida y a la santidad de toda vida”, dice Herman Hesse.
Y es eso, los abuelos y las abuelas, viven su etapa de reflexión y balance de la vida, la etapa de introspección hacia dentro de uno mismo, que los ayuda y prepara para acoger a la muerte con dignidad y serenidad, como un viejo amigo o amiga al que hace tiempo no ves. Durante esta etapa surge, como dice Hermann Hesse, “el jardín de los ancianos donde florecen flores, en cuyo cultivo apenas habíamos pensado antes. Así florece la flor de la paciencia, una muy noble flor, somos más tranquilos y reflexivos, y cuanto menor es nuestro anhelo de intervención y actividad mayor se hace nuestra capacidad para contemplar la vida de la naturaleza y de nuestros semejantes”.
LA CONEXIÓN CON LA NATURALEZA
Esta etapa requiere largos silencios, donde los recuerdos de antaño ganan importancia y hasta sustituyen la realidad actual. No es que el abuelo o abuela desvaríe simplemente; es que el pasado adquiere importancia para que el presente, su presente, tenga sentido, porque para ellos el futuro se mezcla con el presente, siendo los dos un único tiempo.
Los recuerdos son hermosos tesoros que abren ventanas a tiempos y vivencias pasadas, que muestran paisajes vividos con sus penas y dolores, con sus amores y sus desamores, con el conocer y descubrir, con las amistades, los libros, la música, el trabajo, los viajes…, que no son otra cosa que el sendero recorrido por cada uno hacia la madurez. “Imágenes de paisajes, de un árbol, de un espíritu humano, de una flor, donde se muestra Dios, donde se nos ofrece la finalidad y el valor de todo lo que es y de lo que acontece” (Hermann Hesse). Y en este recordar, se redescubre el misterio del ser, la conexión olvidada con la Naturaleza.
Pero para los abuelos y abuelas tampoco debe de ser muy fácil llevar a cabo esta tarea de introspección de forma consciente, como debería hacerse, porque el momento materialista actual idolatra la vida hasta tal punto que considera la muerte como el final de todo final, y muchas veces simplemente se espera la muerte con resignación. Y la muerte no es un final, es un traslado. Se dice que en el otro lado esperan seres maravillosos: tu maestro, tu marido, tu esposa, tu padre, tu madre, tu hermano, tu queridísima amiga, Einstein, Marie Curie, Gandhi, Leonardo da Vinci, Mozart…
Nadie enseña a nadie a preparar este momento, y en esos largos silencios deben surgir muchas dudas y contradicciones, y aflorar muchos miedos que solo el consuelo de la fe, en el mejor de los casos, puede calmar. Con resignación se aprende, lo que dice el viejo proverbio de los aborígenes australianos: “en este momento y lugar estamos de visita, solo estamos de paso; hemos venido a aprender, a observar y amar para después volver a casa”.
Sería bonito poder vivir esta última etapa, y todas las de la vida, con plena consciencia para que, cuando viniera a buscarnos nuestra vieja amiga, estuviéramos preparados para cogerla de la mano y traspasar sin miedo al otro lado. Por eso es importante cultivar la vida interior a lo largo de la vida. Una vida interior plena ayuda a vencer los miedos y a disipar las dudas, a discernir las cosas importantes, y a afrontar con serenidad de espíritu la enfermedad, la vejez y la muerte.Se vive a demasiada velocidad y esta aceleración hace que se pierda de vista el gran misterio de la vida Cuando llega la vejez con su frenazo, cuesta encajarla y sobrellevarla, porque la vida sigue corriendo en los familiares y en el entorno, y esto provoca desajustes en uno mismo, en las familias y en la sociedad en general, abriendo grandes brechas entre generaciones. Por eso, muchas veces, cuando se ve al padre-abuelo o madre-abuela medio dormidos en sus butacas, parecen personajes surrealistas salidos de un cuadro de Dalí. Y es que quizás su realidad no es la de los jóvenes, aunque su realidad forma parte de la realidad de los jóvenes y viceversa.
“Ser viejo es una tarea tan hermosa y santa como la de ser joven; aprender a morir y morir son funciones tan valiosas como cualquier otra, en el supuesto de que se realice con respeto reverencial al sentido de la vida y a la santidad de toda vida”, dice Herman Hesse.
Y es eso, los abuelos y las abuelas, viven su etapa de reflexión y balance de la vida, la etapa de introspección hacia dentro de uno mismo, que los ayuda y prepara para acoger a la muerte con dignidad y serenidad, como un viejo amigo o amiga al que hace tiempo no ves. Durante esta etapa surge, como dice Hermann Hesse, “el jardín de los ancianos donde florecen flores, en cuyo cultivo apenas habíamos pensado antes. Así florece la flor de la paciencia, una muy noble flor, somos más tranquilos y reflexivos, y cuanto menor es nuestro anhelo de intervención y actividad mayor se hace nuestra capacidad para contemplar la vida de la naturaleza y de nuestros semejantes”.
DETENER LA VELOCIDAD
Si fuéramos capaces de detener la velocidad con la que vivimos, “seríamos capaces de observar y sentir el latido de la vida, y nos daríamos cuenta, aunque solo fuera por un instante, que hay cosas como el ir y venir de las olas del mar, las flores de primavera danzando al ritmo del viento, el cielo estrellado…, que nos maravillan tanto porque son espectáculos que hemos visto y vivido vida tras vida y que siguen hablando a nuestra alma de eternidad” (Ankor, el último príncipe de la Atlántida, de Jorge Ángel Livraga). Y la brecha entre generaciones no sería tan grande, los padres-abuelos vivirían su vejez con más tranquilidad, y los jóvenes serían capaces de comprender y acompañar a sus “surrealistas” padres-abuelos.
Como decía el gran cineasta Ingmar Bergman: “Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena”. Y es cierto porque, al envejecer, si se hace a conciencia, con respeto hacia la vida y la muerte, el ser humano se acerca al cielo.
Para saber más:
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- Ankor, el último príncipe de la Atlántida, de Jorge Ángel Livraga
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- Elogio de la vejez, de Hermann Hesse