La celebración del Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor trata de llamar la atención sobre la importancia de la lectura, reconocer el valor económico de la industria editorial y reivindica la protección de la propiedad intelectual y derecho de autor. Como vemos, una celebración que reúne una pluralidad de intereses con el libro por común denominador, que ha tenido un amplio y diverso recorrido temporal entre los diferentes países que lo celebran. En este artículo, nos referiremos a los inicios de su institucionalización en España en los años 20 y 30 del siglo pasado.
En 1892, en el curso de la celebración del IV Centenario del Descubrimiento de América, tuvo lugar un congreso del gremio español de editores y libreros con la finalidad de solucionar diversos problemas que les acuciaban y mejorar –¡como no!– los beneficios de su actividad económica. A partir de entonces y en el curso de las décadas siguientes, consumaron un proceso de renovación en las estructuras de sus empresas, formularon nuevas bases de las relaciones económicas entre los distintos profesionales que intervenían en la producción del libro, fundaron organizaciones para la defensa de sus intereses y, finalmente, fortalecieron vínculos con las instituciones públicas. Este proceso recorre los años finales del s. XIX y culmina con éxito en la década de los 20-30 del XX. Los centros urbanos donde tiene lugar con más relevancia son Barcelona y Madrid.
En Barcelona se crea en 1897 el Instituto Catalán de las Artes del Libro y el Anuario de las Artes Decorativas, que editó varias publicaciones, entre las que destaca la Revista Gráfica. Poco tiempo después, el 6 de junio de 1900, editores, libreros y titulares de derechos de propiedad intelectual de obras artísticas, literarias y musicales constituyen el Centro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, que tenía como misión fundamental defender la propiedad intelectual, no tan protegida como otras, a pesar de las disposiciones ordenadas al respecto. Ese centro, patrocinado por el presidente del Consejo de Ministros, José Sánchez Guerra y Martínez, se convirtió en 1918 en la primera Cámara Oficial del Libro de Barcelona, en la que coinciden autores, editores, impresores y libreros de la ciudad condal. Hay que citar al publicista Mariano Viada y Lluch; los catedráticos de la Universidad de Barcelona Agustín Murúa y Antonio Rublo y Lluch; los editores Gustavo Gili i Roig, Pablo Salvat y Espasa, Santiago Subirana, Ramón Miquel i Planes y Vicente Clavel Andrés, quien parece tuvo la feliz iniciativa del “Día del Libro Español”.
Vicente Clavel Andrés fue natural de Valencia, apasionado de las letras, especialmente de la obra de Cervantes, y con diecinueve años ya desarrollaba actividades periodísticas en el diario valenciano El Pueblo y, pocos años después, en los diarios madrileños El Parlamentario, El País y El Radical. Su afán literario le lleva a fundar en 1916 la Editorial Cervantes, que traslada a Barcelona en 1918. Entonces se hizo miembro de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, en la que ostentó los cargos de vocal, consejero y, siendo vicepresidente en 1923, hizo la siguiente propuesta:
«Día del Libro Español. Otra iniciativa de nuestro celoso compañero don Vicente Clavel: dedicar un día de cada año a celebrar la Fiesta del Libro Español. Este modélico proyecto pasó a estudio de la correspondiente ponencia y está pendiente de decisión».
El asunto fue debidamente “cocinado” y aparece la noticia en el diario La Vanguardia de Barcelona:
“El 2 de febrero de 1925 se reunió el consejo de gobierno de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, que acordó: “Establecer anualmente el Día del Libro, consagrado a la propaganda y difusión del primordial factor de cultura”.
En ese mismo año la Cámara de Barcelona y su homóloga de Madrid se integraron en el “Comité Oficial del Libro’’, institución que en junio acordó “proponer al Gobierno la celebración anual del Día del Libro, que sería precisamente el 7 de octubre, fecha del natalicio de Cervantes, dedicándose tal día a realizar una labor entusiasta de propaganda y difusión del libro español”. La propuesta tuvo su recorrido y, finalmente, adquiere título jurídico en un Real Decreto que firma Alfonso XIII el 6 de febrero de 1926. Parece que el preámbulo y articulado de la disposición fueron redactados por el propio Vicente Clavel, y como también era cercana la celebración del Día de la Raza (12 de octubre), el Día del Libro se consagró a “enaltecer las glorias del idioma español y a difundir la cultura patria”.
Pronto se puso a trabajar el comité. Se forma una comisión que, a mediados de abril, comienza a organizar el evento, y en una sesión del mes de junio acordó “Interesar de todas las corporaciones científicas, artísticas y literarias, academias y bibliotecas organicen conferencias, dando a conocer el decreto que establece la conmemoración anual del Día del Libro y estimulen el amor al libro y la difusión de la cultura”; “Aprobar las bases del concurso de artículos periodísticos, concediendo un premio de mil pesetas al que mejor estimule el amor al libro y a la difusión de la cultura”, y “Solicitar al Ayuntamiento que autorice la instalación de paradas en las aceras de los establecimientos destinados a librería para facilitarse así el conocimiento de las novedades de libros, revistas y periódicos”.
El Gobierno se implica con una Real Orden de septiembre de 1926, en la cual dispone que los Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales “promuevan algún acto cultural relacionado con la importante fiesta anual del Día del Libro Español”; a primeros de octubre, con otra para su celebración en escuelas, institutos, bibliotecas, a la vez que las Diputaciones Provinciales tenían cada año que crear al menos una biblioteca popular en el territorio de su provincia respectiva, y todos los Ayuntamientos estaban obligados a destinar una cantidad variable –según presupuestos y habitantes– a la creación de bibliotecas populares o al reparto de libros entre los establecimientos de enseñanza, de beneficencia y entre los niños más desfavorecidos. Las corporaciones y las entidades que percibían alguna subvención del Estado, de la provincia o del municipio debían dedicar el 1 por 1000 del importe recibido a la compra y el reparto de volúmenes.
Aquel 7 de octubre de 1926, primera celebración, fue verdaderamente un hito histórico y en muchas ciudades españolas asociaciones e instituciones de todo tipo organizaron actividades. Cabe mencionar que el catedrático de la Universidad Central, Andrés Ovejero, dio una conferencia sobre el “Valor social de la Fiesta del Libro» en la Casa del Pueblo y publicó un artículo premiado por la Cámara Oficial del Libro de Madrid para conmemorar la festividad. Abogaba por la erradicación del analfabetismo de la sociedad española, para lo cual proponía abrir centros de enseñanza, la igualdad de acceso a la formación y extender las bibliotecas públicas.
Ante el éxito inicial, en julio de 1927 la Cámara de Barcelona presentó en el Comité Nacional una propuesta para la sustitución del “Día del Libro” por la “Semana del Libro”, que se “celebraría igualmente todos los años en fecha oportuna y que redundaría en mayor provecho del libro español en sus diversas manifestaciones materiales y espirituales”. A su vez, el Comité consideró “de gran eficacia la organización por parte de España en todas las repúblicas de origen hispano de actos análogos para vencer así la competencia que otros pueblos vienen haciendo en el Nuevo Continente a nuestra industria editorial”.
Así, en algunos países iberoamericanos comienza a celebrarse, como por ejemplo Panamá y Venezuela, a los que se sumaron en la década siguiente casi la totalidad de los países de lengua castellana; incluso instituciones que tenían otro idioma vehicular, como el Colegio Alemán en Barcelona. ¿Fue a partir de aquí cuando otros países empezaron celebrar el Día del Libro para proteger su literatura y mercado editorial?
En 1930 se buscó otra fecha que, obviamente, tenía que estar relacionada con Cervantes. Vicente Clavel propuso el 23 de abril, fecha segura de su muerte, según cuenta Guillermo Díaz Plaja (LVG 23051972, p.19):
—Tenga en cuenta –le dijo el presidente de la Cámara del Libro de Barcelona, don Gustavo Gili–, que el 23 de abril es también el día de San Jorge.
—No importa –le replicó–: las rosas de san Jorge florecerán siempre. Lo que corremos el riesgo de que se pierda es el recuerdo a Cervantes.
En ese año, el Gobierno resolvió que se celebrase en las escuelas y centros docentes el 23 de abril, y fue al año siguiente (1931) cuando tuvo lugar por primera vez en esa fecha. Ni que decir tiene que, siendo el día de San Jorge, patrón de Cataluña, Aragón, de la caballería, en primavera… fue una elección acertadísima y se acentuaba el carácter festivo que de por sí ya tenía.
Desde el principio, los libreros engalanaban sus escaparates e instalaban puestos de venta en las aceras cercanas a sus establecimientos, y los editores instalaban casetas en calles emblemáticas, por lo que por unos días se transformaba el paisaje urbano, decorado con enormes carteles colgados entre los árboles con frases de autores famosos, y entre el bullicio del público paseante se distinguían uniformes y sotanas, profesionales con traje y sombrero y obreros de blusón y boina; niños, mujeres y hombres, de tal modo que en las Ramblas de Barcelona y el Paseo de Recoletos de Madrid, por citar dos ciudades, convivían por unos días distintos colectivos sociales que compartían su interés por el libro, animados por escritores, políticos y artistas mediante alocuciones en la radio y firma de ejemplares.
En el curso de los años se introdujeron fórmulas para convocar la asistencia y “hacer más caja”, como sorteos entre los compradores, incentivos de descuento aplicable a todas las adquisiciones efectuadas ese día y el obsequio de un folleto editado por las Cámaras Oficiales del Libro. Entre 1931 y 1936, en Barcelona: “Lo que España debe a un libro”, de Manuel Montoliu, un homenaje al Quijote; “Cómo se organiza una biblioteca”, de Jorge Rubio; “El arte de la encuadernación”, de Ramón Miquel y Planes; “La vida del libro”, de Jacinto M.ª Mustieles; “El arte de leer”, de Carlos Soldevila. Y en Madrid, una reproducción facsímil del “Exemplario contra los engaños y peligros del mundo”, impreso en Zaragoza en 1537; el facsímil de las “Rimas divinas y humanas”, de Lope de Vega y una edición de lujo de las Rimas de Bécquer. Por lo tanto, eran evidentes las connotaciones económicas y la defensa del idioma castellano, pero en el curso de los años se constituyó en una festividad que ayudó a fortalecer las políticas de alfabetización de la población.
Las temáticas preferidas del público variaron en el curso de los años, siendo un hito la proclamación de la II República en España, ya que a partir de entonces se incorporan aquellos libros hasta entonces vetados y crecen las ediciones en catalán, eusquera y gallego; por ejemplo, en 1933 aparece el Diccionario de Pompeu Fabra y la versión catalana de Las confesiones de san Agustín, del canónigo Llovera, y en 1934 se publica la Historia política de Catalunya, de Ferrán Soldevila y el Diccionari General de la Llengua Catalana, de Pompeu Fabra.
Desde entonces hasta nuestros días, ha llovido mucho, como diríamos, y la celebración se ha internacionalizado hasta tal punto que se cuentan por centenares las ciudades en que tiene lugar, impulsada –obviamente– por los grupos editoriales, pero también patrocinada por diversas instituciones. Así, las actividades organizadas en el Instituto Cervantes, universidades españolas, bibliotecas nacionales, regionales o municipales, públicas y privadas, son numerosas y ayudan a mantener esta iniciativa histórica, que no obstante el interés económico que la sostiene (para algunos espurio), no cabe duda de la importancia que ha tenido y tiene en la difusión de la cultura en general, que siempre es bienvenida por el favor que hace a la formación de una ciudadanía más libre, responsable y comprometida. ¡Y que la fiesta continúe!