Historia — 30 de agosto de 2012 at 20:42

Juana la Loca, ¿locura de amor o intrigas palaciegas?

por

«Isabel la Católica (…) no volvería a ver en Juana nunca más a la muchacha nerviosa y alegre que se embarcaba temerosa del mar. De Flandes volvería una mujer distinta, con un jirón de tinieblas en el alma turbada»
Luis Suárez Fernández.

El 12 de abril de 1555, Juana I de Castilla, hija, madre y abuela de reyes, reina ella misma hasta el día de su muerte, fallecía en Tordesillas acompañada de San Francisco de Borja, dulce consuelo para quien, al abandonar este mundo, ponía fin a casi cincuenta años de cautiverio. Ese mismo año su hijo, el emperador Carlos I de España y V de Alemania abdicaría dejando el trono y el gobierno del imperio en manos de su hijo, Felipe II.

No fue fácil la vida de Juana, llamada por el Destino a ser reina y heredera de uno de los mayores imperios de su tiempo, pero obligada quién sabe si también por ese mismo Destino, a permanecer enclaustrada en Tordesillas, entre los muros de la zona palaciega anexa al Convento de Santa Clara, mandada construir a finales del siglo XIV por otra reina también llamada Juana, esposa de Enrique II.

Tordesillas. Hermosa villa a orillas del río Duero que quedaría ya para siempre en el imaginario popular ligada al triste destino de la reina loca. La ciudad donde Pedro I y María de Padilla pasearon su amor y donde en 1494 se firmó el famoso tratado que lleva su nombre y que supondría la paz entre España y Portugal. Sobre la villa, existe una descripción proporcionada por el cronista flamenco Laurent Vital: «Tordesillas es una hermosa villa, pequeña, rodeada de murallas, entremezcladas con piedra y tierra, según la costumbre del país, habiendo allí varias iglesias bajas y fuertes que, en tiempos de los grandes calores, son húmedas y frescas, a fin de que en ese tiempo las gentes se encuentren mejor y no tengan que sufrir los dichos calores (…) Toda la villa está llena de buenos alojamientos, a causa de las gentes de bien que allí se encuentran. Está situada en una comarca muy agradable, junto a un valle muy fértil, corriendo a su pie un río muy ancho (…)1»  Sobre la residencia de la reina, escribe: «El alojamiento de la Reina está en un extremo de la Villa, muy cerca del aquel río… Se puede descubrir desde las ventanas del cuarto donde el Rey se hospedaba una vista de cuatro o cinco leguas, hasta Medina del Campo, cuando el tiempo es claro y limpio (…)2»  Éste es pues el lugar elegido por Fernando el Católico para recluir a su hija Juana, mentalmente enajenada después de la muerte de su esposo, Felipe. Pero, ¿qué fue lo que hizo que la infanta Juana, hija de los Reyes Católicos y ahora Reina de Castilla, llegara a esta situación? Hagamos un poco de historia.

La infanta Juana llegaba al mundo un 6 de noviembre de 1479, en Toledo. Tercera hija de Isabel y Fernando, reyes de Castilla y de Aragón, creció en compañía de sus cuatro hermanos –Isabel, Juan, María y Catalina- suponemos que al cuidado de tutores, amas y, cuando sus obligaciones de Estado se lo permitían, de su madre, la reina Isabel. Para hacernos una idea del ambiente en el que Juana creció y se educó, nos remitimos a lo escrito por el Profesor Manuel Fernández Álvarez: «(…) la Reina –se refiere a Isabel la Católica- tenía grandes afanes culturales, muy por encima de los de su marido Fernando, que poseía una excelente biblioteca, en la que había una buena representación de autores clásicos –Virgilio, Tito Livia y Séneca, entre otros- junto a las obras religiosas –como las de san Agustín-, pero también autores modernos; nada menos, en este caso, que Boccaccio. Y, por supuesto, los poetas famosos del tiempo del reinado de su padre, Juan II, como Juan de Mena. La colección de obras de arte de la Reina era una de las más importantes de su tiempo, en especial de artistas flamencos. Y es la Reina quien protege a la serie de humanistas italianos que adornan su Corte y que la hacen brillar al lado de las que fueron famosas en el siglo XV (…) De ese modo llegan a la Corte castellana humanistas de la talla de Lucio Maríeno Sículo, de los hermanos Antonio y Alejandro Geraldino y, sobre todo, (…) el milanés Pedro Mártir de Anglería. Finalmente, debe citarse la capilla musical de la Reina (…)3»  Es, por tanto, este clima cultural y humanista el que deja una profunda huella en el carácter de la joven infanta que poseía grandes aptitudes para la danza y para la música –tocaba el clavicordio- y cuya formación humanista y conocimiento del latín –obra de su preceptor, Alejandro Geraldino- impresionaron vivamente a Luis Vives, hombre destacado de la época. Por todo lo expuesto, no debemos suponer otra cosa sino que Juana tenía un alma sutil y sensible, y tal vez, impresionable.

Han pasado los años de la niñez para la infanta y estamos ahora en el 20 de agosto de 1496. Encontramos a Juana en Laredo, presta a embarcar rumbo a los Países Bajos donde la esperaba su prometido, el príncipe Felipe, hijo del emperador Maximiliano I de Austria. Tenía 16 años e iba a convertirse en Condesa de Flandes. Después de un viaje por mar plagado de vicisitudes –tendrían que tomar tierra en el puerto británico de Portland durante unos días-  llegaría a tierras holandesas el 8 de septiembre, 19 días después de partir, y cuál no sería su sorpresa cuando al arribar a puerto, no estaba allí su prometido para recibirla. A Juana y a la Corte de hidalgos castellanos que la acompañaban no les quedó más remedio que deambular durante 34 días más por las ciudades neerlandesas hasta llegar a Lierre, lugar donde se produciría el encuentro entre el príncipe flamenco y la infanta castellana. Era el 12 de octubre de 1496. Nada más conocerse estalló la pasión entre Juana y Felipe; tanta, que solicitaron y así se les concedió, adelantar en dos días la fecha prevista para su matrimonio. Comenzaba un nuevo ciclo para doña Juana marcado por la atracción sexual y los celos, que tantas desventuras le traerían.

La vida en Flandes no debió ser nada fácil. Acostumbrada a la austeridad de la corte castellana, la relajación de la corte borgoñesa, el lujo y el complicado ceremonial que allí se estilaba debieron hacérsele un mundo a la joven princesa. A eso hay que añadir un idioma desconocido –el francés- y un clima húmedo y tristón, de cielos encapotados y lluvia constante, para nada equiparable a los alegres y azules cielos de la meseta castellana. Y el «golpe de gracia» para la pobre infanta: una moral muy relajada en lo tocante a los amoríos, tanto que su ya marido no ocultaba sus relaciones con otras mujeres, lo cual acabó desatando los celos de Juana.

Estos y otros motivos, como el hecho de que la Corte de Juana –castellanos todos ellos- no fueran bien tratados por la Corte flamenca, incluida la propia Juana, comenzaron a pesar sobre el ánimo de la nueva Condesa de Flandes y pronto llegaron a oídos de los Reyes Católicos noticias sobre el extraño comportamiento de su hija, abandonada de sí misma y descuidado su aspecto. Aún así, tardarían todo un año en enviar un emisario a los Países Bajos para averiguar qué estaba sucediendo. El elegido fue el dominico fray Tomás de Matienzo quien, después de mantener una entrevista con la infanta, escribió a los Reyes Católicos dándoles noticias: la infanta sufría por verse lejos de su madre, de su familia y de su tierra. Y no es de extrañar teniendo en cuenta la tierna edad con la que Juana salió de Castilla para ir a un país desconocido, que no perdía ocasión de hacerle sentir extranjera. La soledad tuvo que hacer mella en su ánimo hasta desembocar en una profunda depresión, de la que ninguna mano amiga le ayudaría a salir.
Bien es cierto que en aquella época los matrimonios de la alta nobleza eran cuestión de Estado y que a los interesados no se les preguntaba su opinión. Pero también es cierto que, como vimos al principio, Juana tenía un alma sensible, refinada y probablemente volcada más hacia lo espiritual que hacia lo mundano; y quizás no estaba preparada –si es que alguien se puede preparar para algo así- para afrontar la dura vida de soledad, hostilidad e infidelidades con la que se encontró. Lo cierto y la historia así lo atestigua, es que en estos dos primeros años de casada, en las lejanas tierras neerlandesas, comenzaron los desvaríos de la infanta castellana.

Seis años después de su partida desde Laredo hacia los Países Bajos, Juana volvía a España para convertirse en Princesa de Asturias, porque la muerte así lo había decidido al llevarse uno tras otros a los herederos a las Coronas de Castilla y Aragón: Juan, el heredero y su hijo nacido muerto; la infanta Isabel, reina de Portugal y su hijo Miguel, fallecido siendo un tierno infante.

El 27 de mayo de 1502 Juana y Felipe fueron proclamados Príncipes de Asturias. Y a la felicidad inicial de estas jornadas, seguiría uno de las fases más depresivas de Juana. Llegado el otoño, Felipe sintió grandes deseos de volver a Flandes y como quiera que la infanta se hallara en avanzado estado de gestación y no era aconsejable el viaje, decidió partir él sólo. Juana aguantó hasta el momento del parto –de su hijo Fernando-, pero a partir de ese momento su única obsesión sería volver cuanto antes a Flandes en busca de su marido y de los hijos que allí había dejado: Leonor, Carlos e Isabel.

Tanta era su ansiedad, tal su desesperación por el marido ausente que ni comía, ni hablaba ni dormía. Incluso llegó a burlar la vigilancia y escapar camino adelante con la intención de llegar hasta los Países Bajos; pero sucedió que no pudo pasar más allá de la puerta de la fortaleza por encontrarse ésta cerrada y pasó toda la noche en el patio, negándose a entrar bajo techo. La reina Isabel, avisada de estos sucesos acudió pronta –a pesar de encontrarse ya muy enferma- para hablar con su hija y llamarle la atención sobre su mal comportamiento. La respuesta de Juana fue la de una persona fuera de control, furiosa y con la razón nublada. Más tarde, en la primavera de aquel mismo año, Isabel cumplió la palabra dada a su hija y dispuso que ésta se embarcase rumbo a los Países Bajos. Sería la última vez que Juana vería con vida a su madre. Muerta Isabel, el 26 de noviembre de 1504, Juana y Felipe regresarían a España como reina de Castilla ella y rey regente él.

La llegada de los nuevos Reyes de Castilla tardaría más de un año en producirse y en el ínterin Juana protagoniza nuevos episodios violentos que culminan con la reina recluida en sus aposentos, en Flandes. Las continuas infidelidades de Felipe, así como su determinación a alejar de la Corte a las esclavas que tenía Juana, por encontrar esta costumbre de la esclavitud poco habitual –aunque no desconocida para la sociedad borgoñesa-, hicieron que la vida conyugal fuera poco menos que un infierno para ambos, aunque en los enfrentamientos, Juana siempre llevó la peor parte, llegando incluso a ser maltratada físicamente. Mientras que Felipe encontró actividades en las que evadirse de sus problemas, la depresión se apoderó de Juana anulando su entendimiento e inhabilitándola para gobernar.

En esta situación se hallaba doña Juana cuando llegan a La Coruña, el 26 de abril de 1506. Por un lado, ella es la legítima heredera del trono de Castilla, dispuesto así por la Reina Isabel en su testamento; por otro, en ese mismo testamento, la Reina –sabedora del mal que aquejaba a su hija- propone «(…) quando la dicha Princesa, nuestra hija, no estoviese en estos dichos mis Reinos, o después que a ellos viniere en algund tiempo haya de ir o estar fuera dellos, o estando en ellos no quisiere o no pudiere entender en la gobernación dellos (…)4»  que su padre, Fernando el Católico se convierta en Gobernador del Reino de Castilla en cuanto el infante don Carlos no tenga, al menos, veinte años cumplidos, «si la Princesa no está, por decirlo de alguna manera, en condiciones –mentales se entiende- de gobernar». Y por otro, su marido, Felipe, ambiciona gobernar Castilla aún pasando por encima de ella, que era la verdadera Reina. Una verdadera puja de poder cuya víctima era Juana.

Las ambiciones políticas de Felipe, llamado por la historia, el Hermoso, se encargó de sesgarlas la muerte, acaecía a temprana edad. Tenía 27 años cuando murió, el 25 de septiembre de 1506.

Durante un año, Juana de Castilla vivirá en el más absoluto aislamiento, recogida en sí misma, víctima de su enfermedad y protagonizando la macabra leyenda que legó a la posteridad. Un año vagaría por los pueblos de la meseta castellana con la idea de llevar el cadáver de su esposo a Granada y depositarlo allí, como era su deseo. Un año vagando de noche, a la luz de las antorchas y sin dejar que ninguna mujer se acercase al féretro que contenía los restos de Felipe. En el transcurso del lóbrego viaje, hubo que hacer una parada para que la Reina diese a luz al hijo póstumo del príncipe neerlandés: Catalina, que vino al mundo el 14 de enero de 1507, en Torquemada.

Ocho meses más tarde Juana se encontraría con su padre en Tórtoles donde Fernando propone a su hija que instale la Corte en una ciudad, elegida a su parecer. ¿Burgos? Demasiados recuerdos; Juana se quedaría en Arcos, durante todo un año hasta que, habiéndose conocido que la Reina podía ser víctima de rapto5 , su padre decidió enviarla a un lugar más seguro: Tordesillas. Era el año 1509.

A partir de esta fecha, la historia de Juana I de Castilla está estrechamente ligada a la villa de Tordesillas. Su padre, Fernando el Católico, asumiría la regencia y gobernaría Castilla, tal y como fue el deseo expreso en el testamento de la Reina Isabel, dejando a su muerte el trono a su nieto Carlos. Aunque se sabe, por una carta que Luis Ferrer –el «vigilante» de la Reina en Tordesillas- envió a Fernando el Católico, que Juana estaba quejosa por el trato recibido de su padre: ella había querido esperarle para gobernar Castilla, con su consejo, durante todo un año y él a cambio la había recluido en el palacio de Tordesillas, alejándola del mundo y, lo más triste tal vez para Juana, de sus otros hijos, los que habían quedado en Flandes: «(…) que cuando Vuestra Alteza vino de Nápoles, que aquella (Juana) pensó que por el favor de Vuestra Alteza había de mandar toda Castilla (…)6»  Sobre este episodio, las palabras del profesor Manuel Fernández Alvárez me parecen de una perspicacia muy acertada: «Por lo tanto, Juana no estaba entonces tan loca ni tan conforme con su retiro del mundo. Sin duda, hubiera querido gobernar como la reina de Castilla que era, si bien, ante la carga que ello suponía, había confiado en poder hacerlo con la preciosa ayuda de su padre, Fernando el Católico, que tan sagaz se había mostrado siempre en materias de Estado. Y además, con el aliciente añadido de que lograría recuperar a todos sus hijos.

Pero Fernando fue de otra opinión. Nada de estar gobernando en la sombra, como el consejero desinteresado. Él quería todo el poder en sus manos, sin fisura alguna, tal como le apuntaba su embajador Puebla, buen conocedor de las intenciones de su amo.

Y de ese modo, Juana fue la sacrificada, la cautiva de Tordesillas, sin más consuelo que la compañía de su hija menor, Catalina, pero apartada para siempre del resto de sus hijos y al margen por completo del gobierno del Reino.

¿Hubiera ocurrido lo mismo si se hubiera tratado del hijo varón, de aquel Juan muerto en 1497? ¿Se hubiera atrevido Fernando? ¿Lo habrían consentido las Cortes de Castilla?

Pero no se trató de Juan, sino de Juana; no del Príncipe, sino de la Princesa.
Una vez más, la mujer fue la gran sacrificada.» 7

Juana recluida en Tordesillas de por vida. A la muerte de su padre, su hijo Carlos llegaría a España para tomar posesión de las Coronas de Castilla y Aragón. Y lo hizo, no desplazando a su madre, todavía viva y propietaria de ambas, sino apareciendo los dos juntos en los documentos oficiales, el rey y la reina. Claro que esto fue más en la teoría que en la práctica, porque en realidad Juana nunca tomó una decisión de Estado. Y cuando tuvo oportunidad, allá por la rebelión de los Comuneros, no tomó la decisión final que supondría el levantamiento contra el gobierno de Carlos –y tal vez el final de su reclusión, la libertad- sin duda por no actuar en contra de su hijo.

Sobre el trato que Carlos dispensó a su madre, se sabe que siempre fue afectuoso y respetuoso; es significativo el hecho de que el primer objetivo de Carlos V al llegar a España no fue hacer una entrada triunfal, como cabría esperar, sino ir a visitar a su madre de la que tantos años estuvo separado. Por cierto que algunos autores se apoyan en este encuentro para afirmar, sin más, la demencia de Juana, pues ésta cuando tuvo a sus hijos delante –la princesa Leonor acompañaba a su hermano, Carlos- no los reconoció, preguntando: -Pero, ¿sois mis hijos?- para reconocerlos a continuación. Estos autores no parecen tener en cuenta que hacía once años que Juana no veía a sus hijos y que el cambio físico, de los cinco a los dieciséis años, ¡es más que notable!

Este encuentro también fue aprovechado por Carlos V para dar sepultura a su padre que quedó enterrado en el convento de Santa Clara de Tordesillas. Y para otro asunto, de cariz más político que fraternal: Chièvres, privado de Carlos, aprovechando un momento a solas con la reina, le pidió permiso para que su hijo gobernase en solitario, a lo que la reina accedió.

Así pues, retirada del mundo y aliviada de la presión que suponía el tener que gobernar –sin que nunca llegara a hacerlo-, Juana vivió hasta el resto de sus días recluida en Tordesillas recibiendo, de vez en cuando, la visita de su hijo, sólo o acompañado de su familia.

No puede decirse que fuera feliz, tal vez por momentos. Porque se sabe que las personas que fueron designadas por Carlos V para su cuidado y vigilancia, el marqués de Denia y su esposa, no le proporcionaron el trato merecido a su dignidad. Para empezar, poco antes de la rebelión de los Comuneros, es sabido que la reina trataba de recuperar su libertad y daba muestras de querer llevar una vida más activa. Y que para ello instaba al marqués a que llamase a «algunos Grandes» para tener con ellos audiencia; a lo que el marqués alegaba que «lo que se hacía era por orden de Fernando el Católico, pero no como cosa pasada, sino como si Fernando aún estuviera vivo»8  un engaño que causaría en Juana mucha incertidumbre y desesperación pues su mente no encontraba razón para que un padre tratase de forma tan inhumana a una hija. Informado Carlos V de estos acontecimientos, ordenó al marqués de Denia que mantuviese aislada en palacio a su madre y que no le permitiese hablar con nadie de la nobleza: el encierro ideado por Fernando el Católico se mantenía con Carlos V como si se tratara de una cuestión de Estado. Y quizás esta razón de Estado sea la clave que arroja luz sobre el comportamiento de Carlos hacia su madre, pues no se corresponde esta actitud con los gestos de cariño y la preocupación que por su madre y su hermana Catalina –cautiva durante 16 años junto a su madre en Tordesillas- demostró. Tampoco se entiende muy bien cómo es que mantuvo en su puesto al marqués de Denia y a su esposa, pues es sabido por unas cartas que la infanta Catalina envió a su hermano, que Juana y su hija eran sistemáticamente maltratadas por el marqués y su familia, llegando incluso a la humillación pública y años más tarde y cuando ya Catalina era reina de Portugal, al maltrato físico en el caso de Juana. ¿Quizás el Emperador era consciente de la débil salud mental de su madre y consideró que, muy a su pesar, debía sacrificarla en bien de su pueblo? Estoy inclinada a pensar que sí y también que en su ánimo estuvo siempre más presente el deber que el deseo de poder.

Pero volvamos al episodio de los comuneros, porque en la audiencia que mantuvieron con la Reina, el 24 de septiembre de 1520, Juana pronunció un discurso que deja entrever cuáles son los males que durante tantos años le han aquejado. La tristeza por el trato recibido de su padre que la había recluido en Tordesillas; el alejamiento de sus hijos (parece ser que la amenazaron con hacerles algún mal); el sentimiento de culpa por no haberse hecho cargo de los asuntos del reino una vez muerto su padre (como sabemos, deliberadamente no tuvo noticia de ello hasta pasado mucho tiempo): «…Ya, después que Dios quiso llevar para sí a la Reina Católica, mi señora, siempre obedecí y acaté al Rey, mi señor, mi padre, por ser mi padre y marido de la Reina, mi señora; y ya estaba bien descuidada con él, porque no hubiera ninguno que se atreviera a hacer cosas mal hechas. Y después que he sabido cómo Dios le quiso llevar para sí, lo he sentido mucho, y no lo quisiera haber sabido, y quisiera que fuera vivo, y que allí donde está, viviese, porque su vida era más necesaria que la mía. Y pues ya lo había de saber, quisiera haberlo sabido antes, para remediar todo lo que en mí fuere (…) Yo tengo mucho amor a todas las gentes y pesaríame mucho de cualquier daño o mal que hayan recibido. Y porque siempre he tenido malas compañías y me han dicho falsedades y mentiras y me han traído en dobladuras, e yo quisiera estar en parte en donde pudiera entender en las cosas que en mí fuesen, pero como el Rey, mi señor, me puso aquí, no sé si a causa de aquella que entró en lugar de la Reina, mi señora, o por otras consideraciones que S.A. sabría, no he podido más. Y cuando yo supe de los extranjeros que entraron y estaban en Castilla, pesóme mucho dello, y pensé que venían a entender en algunas cosas que cumplían a mis hijos, y no fue así. Y maravíllome mucho de vosotros no haber tomado venganza de los que habían fecho mal, pues quienquier lo pudiera, porque de todo lo bueno me place, y de lo malo me pesa. Si yo no me puse en ello fue porque ni allá ni acá no hiciesen mal a mis hijos, y no puedo creer que son idos, aunque de cierto me han dicho que son idos. Y mirad si hay algunos dellos, aunque creo que ninguno se atreverá a hacer mal, siendo y yo segunda o tercera propietaria y señora, y aun por esto no había de ser tratada así, pues bastaba ser hija de Rey y de Reina. Y mucho me huelgo con vosotros, porque entendáis en remediar las cosas mal hechas, y si no lo hiciéredes, cargue sobre vuestras conciencias. Yo así os las encargo sobredello. Y en lo que en mí fuere, yo entenderé en ello, así como en otros lugares donde fuere. Y si yo no pudiere entender en ello, será porque tengo que hacer algún día en sosegar mi corazón y esforzarme de la muerte del Rey, mi señor; y mientras yo tenga disposición para ello, entenderé en ello. Y porque no vengan aquí todos juntos, nombrad entre vosotros de los que estáis aquí, cuatro de los más sabios para esto que hablen conmigo, para entender en todo lo que conviene, y yo los oiré y hablaré con ellos, y entenderé en ello, cada vez que sea necesario, y haré todo lo que pudiere»9

No parece éste el discurso de una persona loca, ciertamente. Aunque hay que reconocer que algunos episodios de su vida muestran a una persona, cuando menos, desequilibrada emocionalmente. Tal vez propensa a la melancolía y con alguna depresión mal curada que al final de sus días, entonces sí, desequilibró su frágil estructura mental.

«Y de ese modo Juana de Castilla, Juana la Terrible, para Felipe, acabaría poco a poco convirtiéndose en Juana la Loca; pero para mí, sobre todo y en esos principios, en Juana la Desventurada»
Manuel Fernández Álvarez

Los estudios que el Dr. Pedro Gargantilla ha plasmado en su libro Enfermedades de los reyes de España. Los Austrias, de la locura de Juana a la impotencia de Carlos II el Hechizado, describen el comportamiento de Juana después de dar a luz a su hijo Fernando –recordemos aquel episodio de la entonces infanta desesperada por volver junto a su esposo, sucia y abandonada de sí misma- como una depresión puerperal: «La melancolía puerperal es la enfermedad más frecuente, pues se estima que la padecen entre un 30 y un 80 por ciento de las mujeres. Su inicio suele producirse pocos días después del alumbramiento y desaparece a los quince días del mismo. Parece ser que su génesis hay que buscarla en una alteración hormonal» y continua «(…) la depresión puerperal aparece de forma insidiosa entre la cuarta y la octava semana después del nacimiento, teniendo su máxima expresión clínica hacia el quinto mes. El cuadro psiquiátrico se caracteriza por labilidad emocional, cansancio extremo, desconsuelo, desinterés, alteraciones del sueño y trastornos alimenticios, así como frecuentes pensamientos suicidas. En el supuesto de que las pacientes no reciban un tratamiento adecuado, la sintomatología tiende a la cronicidad»10  de lo que el autor deduce «a la vista del cuadro clínico presentado por Juana, nos inclinamos a pensar, tanto por el momento de su aparición como por la sintomatología, que se trataba de una depresión puerperal»11  Tenemos aquí una explicación lógica a este episodio de «locura» de Juana, ¿sería esta depresión mal curada –por no decir no tratada- el origen de sus posteriores trastornos?

Después de un exhaustivo análisis de su vida, el Dr. Pedro Gargantilla afirma que «Juana padeció una esquizofrenia paranoide»12 , aunque no se tienen noticias de delirios –consultado un médico psiquiatra afirma que son propios de enfermedad- hasta el final de su vida y justo es decir que bien podrían deberse a la edad o quién sabe si a los malos tratos que sufrió en sus últimos años. Y no deja de resaltar el hecho de que exista un paralelismo entre Juana y su abuela materna, la reina Isabel de Portugal, esposa del rey castellano Juan II, quien a la muerte de éste, se recluyó en el castillo de Arévalo, donde permaneció cuarenta y dos años encerrada -al parecer también enajenada mentalmente- hasta el día de su muerte. La diferencia entre ambas, importante según mi criterio, es que el encierro de doña Isabel fue voluntario y el de doña Juana planeado: por su marido primero –en Flandes-, por su padre después –en Tordesillas- y mantenido por su hijo. Una reclusión obligatoria que bien pudo suponer el agravamiento sin retorno de su salud mental, deteriorada como acabamos de ver por una depresión post-parto.

En una situación similar se encontró, años más tarde, su hija María, reina de Hungría por matrimonio. Profundamente enamorada de su esposo, el rey Luis II, quedaría viuda muy joven, a la edad de 21 años. Nombrada Gobernadora de los Países Bajos por su hermano el emperador Carlos V, caería en una profunda depresión después de la muerte de su marido que la incapacita para gobernar. La enorme presión ejercida sobre ella hace mella y cae en un estado de postración muy similar al de su madre. Las alarmantes noticias comienzan a llegar a oídos de Carlos V: la reina no colabora en su proceso de curación, no toma las medicinas y cada vez está más hundida. Carlos no abandona a su hermana; alivia su carga, comienza a escribir cartas alentadoras para su curación y aún más, le envía a uno de sus colaboradores más íntimos «para hacer comprender a su hermana que deseaba fervientemente su curación»13.

Y María se recuperó y se convirtió en una gran ayuda para su hermano, colaborando activamente con él. ¿Hubiera podido Juana recuperarse de la depresión que le sobrevino al morir su esposo, si su padre le hubiera prestado más atención? Algunos autores afirman, tal vez un poco cruelmente, que para Fernando lo más conveniente para sus intereses políticos era tener una hija incapacitada para gobernar…

Sea como fuere, la vida de Juana I de Castilla estuvo marcada por el sufrimiento y la soledad. Y añado ahora, por la incomprensión. La tradición popular –y la académica en muchos casos- achacan su locura a los celos incontrolados que dicen padeció… Celos que para algunos historiadores no tienen justificación ni motivos. Aunque a mi parecer, más que de celos deberíamos hablar, tal vez, de humillación y de dignidad ultrajada. Trasladándonos con el pensamiento a la época y adoptando por tanto aquella mentalidad, aceptamos que el matrimonio para determinados estratos de la sociedad era una cuestión de estrategia cuando no de Estado, y que los cónyuges no tenían ni voz ni voto a la hora del «contrato» matrimonial. Aceptamos también que el amor no siempre venía de la mano del matrimonio y que, en la mayoría de los casos y por esto mismo, la fidelidad era simplemente una utopía. Ahora bien, estas infidelidades consentidas y aceptadas parece ser que eran un derecho del que sólo disfrutaba el varón, exigiéndosele a la mujer una fidelidad que el marido no estaba dispuesto a tener. Pero suponemos también que desde el pequeño reducto que a la mujer le estaba permitido tener, esto es, traer hijos al mundo y ocuparse del hogar, se daría por hecho la existencia de una cierta discreción por parte del marido en cuanto asuntos amorosos se refiere. Y en esto de la indiscreción parece ser que Felipe era un genio… de ahí que me parezca que, quizás, los llamados celos de Juana –así como de su madre, Isabel porque al parecer Fernando también utilizaba los corredores para «desfogar» su masculinidad- podrían no ser más que la reacción propia de quien se siente ultrajada y humillada; y además, ¡en público!

Quizás en estas reacciones extremas, también tuviese algo que ver el carácter de la propia Juana que, según recoge Victoria de Covadonga en su libro Castilla, por Escorpio y doña Juana, era Escorpio con ascendente en Escorpio. Algunas pinceladas sobre los caracteres de este signo astrológico nos pueden dar una idea cómo podría haber sido la personalidad de Juana: «el elemento de este signo es el Agua que, como es de suponer, representa la vida emocional y afectiva del ser humano. Los signos de este elemento necesitan un intenso contacto humano para encontrarse a gusto. Existen en ellos una imperiosa necesidad de compartir las inquietudes y el latir de la vida orgánica. Por ello la proximidad, la cercanía y los lazos entre los seres humanos cobran un papel protagonista en sus vidas. (…)»14

Lazos que doña Juana nunca tuvo ni pudo tener pues para todos los de su entorno, en especial para su marido y para su padre, ella suponía una pieza más en el engranaje de la política. Quizás por esa aguda intuición que dicen los expertos tienen los nacidos bajo este signo solar, Juana sabía de esto y esa fuera la causa de su casi repugnancia por los asuntos de Estado. Sobre el planeta que rige a este signo, Victoria de Covadonga determina: «Plutón, el planeta que rige a Escorpio, es un mundo de perpetua penumbra crepuscular, solo en la inmensidad del infinito». Una inmensa penumbra… como lo fue la vida de doña Juana, una inmensa penumbra alejada de la luz y de la alegría, sola en la inmensidad del infinito de su dolor y de su angustia.

Bibliografía
–    Manuel Fernández Álvarez, Juana la loca, la cautiva de Tordesillas. Editorial Planeta, 2007.
–    Pedro Gargantilla, Enfermedades de los reyes de España. Los Austrias, de la locura de Juana a la impotencia de Carlos II el Hechizado, editorial La Esfera de los Libros, 2005.
–    Victoria de Covadonga Iruretagoyena, Castilla, por Escorpio y doña Juana. Editorial NA, 1983.
–    Luis Trujillo. Manual de Astrología. Editorial Libsa, 2002.

1 Laurent Vital, Relación del primer viaje de Carlos V a España (en Fernández Álvarez, Manuel, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 163)
2 Ibídem.
3 Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 52,3.
4 Testamento de Isabel la Católica.
5 Otros autores afirman que Fernando amenazó a su hija con quitarle al pequeño Fernando si no accedía a trasladarse a Tordesillas, amenaza que finalmente cumplió. A su criterio, a partir de este momento comenzaron los desvaríos de Juana que dejó de asearse y comía en el suelo, hasta caer enferma.
6 Extracto de la carta enviada por Luis Ferrer al rey Fernando, Tordesillas 10 de agosto 1511. Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág.  174.
7 Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 174.
8 Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 191.
9 Cit. Por Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, op.cit., pag. 24, en Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 208.
10 M.A. Zalama, Vida cotidiana y arte en el palacio de la reina Juana I en Tordesillas, Universidad de Valladolid. Secretariado de Publicaciones, Valladolid, 2000. Citado en P. Gargantilla, Enfermedades de los reyes de España. Los Austrias, de la locura de Juana a la impotencia de Carlos II el Hechizado, editorial La Esfera de los Libros, pág. 98, 2005.
11 P. Gargantilla, Enfermedades de los reyes de España. Los Austrias, de la locura de Juana a la impotencia de Carlos II el Hechizado, editorial La Esfera de los Libros, pág. 98, 2005.
12 P. Gargantilla, Enfermedades de los reyes de España. Los Austrias, de la locura de Juana a la impotencia de Carlos II el Hechizado, editorial La Esfera de los Libros, pág. 130, 2005.
13 Manuel Fernández Álvarez, Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, edit. Planeta, pág. 161.
14 Luis Trujillo. Manual de Astrología. Editorial Libsa, 2002. cit. Pág. 224.

One Comment

  1. Gilberto Rivera Paredes

    Una felicitación a Carmen Morales por este articulo sobre Juana La Loca, ameno y comprensible, me hizo recordar mis clases de historia universal cuando fui estudiante de Secundaria y Preparatoria en la Universidad de Guanajuato Hace algunos ayeres.
    Gracias y saludos.
    Gilberto.

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