Un rey quería recompensar a uno de sus campesinos por haberle salvado la vida. Le ofreció todo el terreno que pudiese recorrer desde el amanecer hasta el crepúsculo. En cuanto salió el sol, el hombre echó a correr atravesando campos sin preocuparse del calor, del hambre ni de la sed; al contrario, aceleró el paso a medida que el sol se ponía. Y cuando el astro del día enviaba sus últimos rayos, el hombre redobló sus zancadas para ganar algunos palmos más de tierra.
Luego, cuando el último resplandor del globo de fuego se perdió en el horizonte, el campesino cayó derrumbado en el suelo, con sus manos crispadas extendidas todo lo que podía para no perder ni una mota del precioso terreno…
¡La lástima es que ya no se levantó! Su carrera desenfrenada lo había matado.
En ese momento precisamente pasó un monje que, al verlo, se inclinó sobre el cuerpo y le dijo:
–Ay, campesino, ¿para qué deseabas tantas medidas de tierra si para tu eterno reposo con seis pies de tierra te bastan?
Cuento búlgaro