Las crisis empiezan siendo algo externo y ajeno a nosotros, pero a medida que nos influyen y condicionan, van adquiriendo otro significado –tal vez más verdadero– cuando comprobamos que algo en nosotros va cambiando con su presencia, al obligarnos a enfrentar algunas cuestiones que aparecen en nuestro viaje por la vida.
Una mañana te levantas y te preguntas: “¿Hasta cuándo voy a seguir repitiendo? ¿Es posible vivir de otra forma? ¿Es posible que pueda levantarme cada mañana y sentir la alegría de sembrar un día nuevo, en lugar de ver, una vez más, el hartazgo de vivir mecánicamente?”. De esta forma, con sus variantes, comienza el “camino a la inversa”. Muchos lo están viviendo, otros ya lo han vivido, y unos cuantos más están a punto de comenzar a hacerse las preguntas que van a dar la vuelta a toda su vida.
¿Por qué? Porque es el tiempo, porque suenan los cuernos de la vuelta a casa, porque se abrió la puerta para que el ser humano pueda vivir como su naturaleza le pide que lo haga, y la intensidad del universo entra con una fuerza inaudita a despertar a la humanidad.
“¿Se puede?”, se preguntan, y aunque no tienen respuesta, se lanzan al océano; sienten, intuyen que en el agua se puede flotar, y que las olas les impulsan. “Quiero que mi corazón vibre con lo que hago”, se dicen, y empiezan a buscar, entre el recuerdo de sensaciones infantiles, aquellas actividades que acaparaban su atención. Algunos tardan más que otros en encontrarlas, pero la misma búsqueda alimenta su espíritu, que va tomando, cada día, un poco más las riendas de sus vidas. A veces sienten un vértigo, como si perdieran el control, como si tuvieran que decirle sí al abismo, a lo desconocido. Pero ese vértigo, como el que siente uno cuando se sube a una montaña rusa, no es más que la emoción de convertir el pasado en combustible para un ahora totalmente nuevo.
El viajero de la vida está acostumbrado a retocar lo que le rodea, a cambiar, desde fuera, lo que no le gusta; a salir a buscar un “sueño” que rara vez consigue o que, si consigue, tarda poco tiempo en saciarse. Está acostumbrado a querer más, a esforzarse, a satisfacerse, a sufrir… pero ahora el viajero sabe que, hacia afuera, todo lo conoce, que no va a encontrarse con nada nuevo, porque ansía la frescura del ahora, y el pasado empieza a convertirse para él en algo denso, un equipaje que sabe que ha de aligerar. Entonces se da la vuelta y comienza el “camino inverso” tirando un par de mochilas que ya no necesita, y con el ímpetu del que inicia una aventura.
Pero pasan los días y el ímpetu choca con la “supervivencia”: “¿De qué voy a vivir?”, se pregunta, y para eso, al principio, no tiene respuesta. Solo sabe lo que no quiere, y que está demasiado cansado de ello para seguir alimentándolo. Solo sabe que ha dado la vuelta. Lo que no sabe el viajero es que su espíritu ha recibido el mensaje, que empieza a tomar el timón y le enviará en la dirección correcta. Pero, como digo, él aún no lo sabe, y se resiste, y duda, y entra en pánico, y quiere protegerse, y se compara, y se dice: “¿qué puedo hacer?, ¿para dónde tiro ahora?, ¿pero qué hice?”. Algunos le dicen que haga lo que su corazón le pide, y lo hace pero… aún no puede mantenerse, ¿cómo va a sobrevivir? Parece que no basta con hacer lo que uno quiere… y que hace falta una transformación más profunda… Entonces empieza a contemplar su propia “escasez”, la escasez cotidiana que le acompaña en su vida, por todas partes: la ve cuando hace las cosas para que los demás “le quieran”, diciendo “sí” cuando quiere decir “no”, dejando su propio criterio a un lado para obedecer a cualquiera que se presente ante él… Empieza a ver muy claro su propio miedo, un miedo que dirige sus actos y que, antes, era incapaz de ver. Lo que no sabe el viajero aún es que, ahora que parece que tiene más miedo que nunca, es el principio de una inmensa liberación, es el punto de inflexión que va a alumbrar toda su vida. Pero antes tiene que atravesar el puente, un puente que contiene las pruebas del pasado. Todos los motores que han impulsado su vida y la vida de sus ancestros durante todos estos años, empiezan a entrar en crisis. Ahora, la crisis está en el propio viajero, y él la ve fuera, porque aún no sabe que es lo mismo.
Por todas partes se encuentra con personas que le parecen robots, repetidores mecánicos de la vida cotidiana bajo luces de neón, “Buenos días, buenas tardes y buenas noches”, y empieza a asemejarse un poco al Truman de Carrey (de la película El show de Truman), que cada día tenía un escenario preparado para él alrededor.
El viajero cambia de rumbo
Entra en crisis porque no quiere hacer las cosas “por cumplir”, “por quedar bien”, y deja de hacer lo que de él se espera, enfrentándose al mundo que le rodea y a sus seres más queridos. No tolera más visitar los mismos lugares, reunirse con las mismas personas, relacionarse con un motivo oculto o ponerle una intención a todos sus actos. Está ansioso por hablar de libertad, de nuevos paradigmas que se abren ante la Tierra en cada año nuevo que entra, de los movimientos del cosmos y su influencia entre nosotros, de lo importante que es hacer lo que uno siente tan potentemente en su corazón, de la belleza de la locura de embarcarse en el océano de la vida sin flotador.
Lo que aún no ha visto el viajero es que romper con todas las rígidas estructuras del pasado, con “lo que se debe hacer”, con el cumplir, con el “bien quedar”, con el “yo te doy si tú me das”… le está dirigiendo hacia el Espíritu Económico, hacia la abundancia natural e inevitable que anida en él. El viajero no sabe que rompiendo todos los moldes se acerca, cada vez más, a ese río dorado que no es otra cosa que la energía material que lo acompaña a uno a vivir. El dinero empieza a dejar de ser un “fin” y se convierte simplemente en la herramienta para realizar los actos que su corazón quiere llevar a cabo. Pero para ver todo esto, se tiene que ir entregando a los dictados de su corazón.
Y poco a poco va comprendiendo que el Espíritu Económico fluye cuando elegimos el tiempo que deseamos pasar con alguien, cuando elegimos a las personas con las que sentimos que queremos estar; al mismo tiempo, se da cuenta de que es hablar lo necesario, sin utilizar palabrería de más, ni hablar de menos por temor; es también economizar las emociones, dejándolas ser libres y fluir en su camino, prestándoles atención con total sinceridad; es no pretender ser quienes no somos, con una imagen idealizada de quienes querríamos ser o del modo en el que queremos ser vistos; es también dar lo mejor de uno mismo, sin sufrimientos ni sacrificios; son las notas justas y precisas que componen la sinfonía que transmite la belleza; contempla que es la pincelada precisa, la sonrisa sincera, el agradecimiento que sale del corazón; que es mirar a quien tenemos cerca y poderle decir con seguridad: “eres la persona con la que quiero estar en este mismo momento y en este mismo lugar”. Así se da cuenta de que el exceso y el defecto de todas estas cosas nos muestran, a través del sufrimiento y el dolor que nos producen, que no las estamos economizando a la medida de lo que somos y lo que sentimos, sino a la medida de una imagen que creemos que tenemos que ser. Se da cuenta de que no hay separación alguna entre el fluir de su propia economía y el de su propio corazón, y que cada paso que dé con la dirección de su espíritu viene acompañado, si es preciso, de la energía material necesaria para conseguirlo, que aparece con la seguridad y la confianza que emite a través de su corazón.
El viajero, después de todo esto, contempla con nuevos ojos que el Espíritu Económico está en sí mismo. Ha probado sus delicias y ya no quiere más aquella lógica antigua del esfuerzo, porque sabe que la verdad, la naturaleza esencial del ser humano, está en la coherencia y en la sencillez de lo que surge de forma espontánea y natural. Y a medida que se relaciona con quien siente, que hace lo que siente, que disfruta de lo que hace, que se desviste de segundas intenciones, de juicios, de prejuicios y de quejas vanas… el Espíritu Económico se hace más y más presente, en forma de confianza y seguridad.
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