El estoicismo es uno de los movimientos filosóficos más prácticos que han existido. Fue la última gran escuela de filosofía del mundo griego, y adquirió gran difusión por todo el ámbito grecorromano. Su aceptación por las minorías selectas y rectoras de Roma permitió construir y mantener en pie la civilización clásica.
Zenón de Citio, el fundador de este movimiento, escogió la stoa poikilé, es decir, el pórtico del ágora de Atenas, para dar sus lecciones, y de ahí, el nombre de «estoicismo». Lamentablemente, sus obras escritas no se han conservado. Sí, en cambio, permanece vital y siempre vigente su filosofía, que dio sus mejores y más necesarios frutos en un momento en que hacían falta conductas capaces de levantar una civilización.
En la Roma de los siglos II y I a. C., se idealizaba y añoraba la sencillez y sobriedad de los tiempos antiguos, y la sociedad aristocrática desconfiaba de los lujos y costumbres más sofisticadas que se habían instalado durante la República.
Catón el Viejo y Escipión el Africano fueron dos de los más destacados representantes de este nuevo impulso y pronto, el estoicismo fue la escuela filosófica más admirada por los romanos.
Precisamente, los filósofos de la etapa estoica que coincide con el advenimiento del Imperio romano tras la resolución de las guerras civiles han llegado a ser mucho más conocidos que los estoicos antiguos, lo cual ha sido favorecido por el hecho de que se conservan en mayor número sus obras.
Lo más importante de la visión estoica romana es que las consideraciones teóricas pasan a un segundo plano, y lo esencial es la práctica, la vertiente ética de esta filosofía.
Por su peso específico y por su gran influencia posterior, podemos señalar tres nombres que brillan con luz propia: Séneca, el escritor cordobés que nos legó profundos y sencillos consejos para entender la vida y no temer la muerte; Epicteto, el esclavo que demostró que se debe vivir dignamente más allá de las circunstancias externas; y Marco Aurelio, emperador de Roma, con la posición social más importante de su tiempo y la tremenda sencillez del ser humano que se pregunta sobre la vida.
El pensamiento estoico dejó profundas huellas en numerosas corrientes filosóficas posteriores. Descartes y Kant, así como muchos humanistas del Renacimiento, no son ajenos a su influjo. Hoy utilizamos el término «estoicismo» para referirnos a la actitud de enfrentar las adversidades de la vida con fortaleza y aceptación.
Estoicismo y ética
Para los estoicos el universo es una unidad armónica que puede ser explicada y comprendida porque es una estructura organizada de la que el hombre forma parte. Hay una ley universal, inmanente y necesaria, que todo lo gobierna, y el destino no es más que una cadena de causas y efectos ligados entre sí, donde el azar no tiene cabida, pues simplemente es desconocimiento del porqué de los acontecimientos.
Si fuéramos capaces de entender la conexión entre todas las causas, podríamos comprender el pasado, conocer el presente y prevenir el futuro, lo que nos permitiría dejar de temer al destino. El estoicismo declara que este mundo es el mejor de todos los posibles, y que nuestra existencia es parte de este proyecto universal, pues cada uno de nosotros es un elemento de la gran familia global, lo cual tiene implicaciones a la hora de eliminar barreras sociales, regionales o raciales.
De aquí se deriva una forma correcta de actuar, es decir, una ética, si aplicamos las leyes naturales a la conducta humana. La libertad y la serenidad se pueden alcanzar independientemente de las comodidades materiales y la fortuna externa.
Marco Aurelio nos avisa de que es la ignorancia lo que hace que estemos tan ocupados con lo pasajero, y Séneca compadece al insensato que prepara intrigas, viajes y relaciones comerciales olvidando el fin primordial de la vida. Es común denominador de los estoicos la preocupación por las cuestiones éticas y, conscientes de las necesidades de su momento histórico, sostienen que hay que buscar el conocimiento para ver claro cuál es la mejor manera de encarar la vida, que para ellos consiste en llegar a la virtud. Hemos de reeducarnos para interpretar correctamente lo que percibimos.
La moral sería, pues, un ejercicio continuo y permanente de revisión de nosotros mismos. El hombre maduro es capaz de comprender la verdad de los conceptos y elaborar juicios verdaderos. Viviendo conforme a la razón, surgirá la comprensión de que todo lo que ocurre es parte de un proyecto cósmico y, por tanto, si queremos ser libres, tendremos que aceptar nuestro propio destino y vivir de acuerdo con la naturaleza, evitando ser arrastrados por las pasiones para no sufrir innecesariamente.
La concepción estoica considera que el sabio ideal es un ciudadano del mundo. La visión cosmopolita le lleva a defender la igualdad en dignidad de todos los seres humanos y la solidaridad entre ellos. Pero es fundamental la aplicación de estas ideas trascendentales en el quehacer diario, aceptando que tendremos que «entrenar» constantemente para lograr resultados positivos. La comprensión no sirve de nada si no lleva a la aplicación práctica.
El ideal del sabio: Sócrates
Al decaer las escuelas presocráticas en el s. VI a.C., quedó un vacío en el campo de la enseñanza que fue ocupado por los sofistas. Ellos, técnicos de la filosofía, sacaban partido económico y prestigio por sus conocimientos. Fueron los primeros filósofos de la historia que enseñaron por dinero. Utilizaban el método del buen decir, sin que importara si lo que decían era verdad o no. Aplicándolo a la política, causaron no pocos estragos en la civilización.
Los sofistas nunca fueron bien considerados por los estoicos. En cambio, estos sí tuvieron como luz y faro a su viejo oponente: Sócrates. Encontraron en el ateniense a un amigo que les iluminaba desde su ejemplo de ataraxia y buen juicio. Modelo de todas las virtudes que ellos predicaban, ciudadano digno y soldado valiente, su obstinación en amar la justicia y en despreciar el miedo a la muerte le otorgaron el brillo necesario para ser el prototipo de vida a imitar.
El método que utilizó Sócrates para desarrollar el amor a la sabiduría fue dar más importancia a despertar conciencias que a aportar conocimientos. Refutaba los argumentos erróneos de sus antagonistas para hacerles conscientes de su ignorancia, como paso previo a la construcción positiva, comenzando por una formación moral. Un método que los estoicos retomaron.
Pero los tiempos habían cambiado; la civilización estaba decayendo, y el ejercicio de filosofar de verdad había que hacerlo individualmente. Los sofistas habían provocado un olvido de las ideas fundamentales y habían otorgado protagonismo al engaño. No era fácil encontrar en las ajetreadas ciudades romanas a interlocutores tan pacientes como los curiosos atenienses, y ya no cabía la fina ironía de Sócrates. Sin embargo, el procedimiento era el mismo: primero, reconoce que no sabes, que te dejas llevar por las impresiones de gusto o disgusto, y después, aplica la sabiduría.
El estoicismo, constructor de civilización
Los estoicos pretenden convertir a los demás con el peso de sus razonamientos, pero, sobre todo, con la fuerza de su ejemplo. La doctrina estoica aspira a forjar el carácter del hombre civilizado; es apta para la vida en la ciudad y no excluye el contacto con lo espiritual, que es lo que da origen al hombre virtuoso.
Para ver hasta qué punto el estoicismo es en sí una filosofía constructora de civilización, solo hemos de conocer qué clase de hombres eran los romanos antiguos y comparar sus virtudes con las que el estoicismo proclama.
Barrow, en su breve y gran obra Los romanos, afirma que para ellos existía una fuerza ajena al hombre, tanto en lo individual como en lo colectivo, a la que había de subordinarse para evitar el desastre. Por ello, el romano es cooperativo, alguien con voluntad, pues se siente instrumento de algo superior para conseguir sus logros.
Su mentalidad es la del trabajo inaplazable: las estaciones, las plagas y las contingencias del tiempo pueden malograr sus esperanzas. Eso le lleva a una disciplina y también a un «conformarse», entendiendo que hay cosas que no dependen de él. Sus virtudes son la honradez y frugalidad, la previsión y la paciencia, el esfuerzo, la tenacidad y el valor, la independencia, la sencillez y la humildad. Idénticas a las del filósofo estoico.
Su sentido práctico le hace ser albañil, zapador y abridor de caminos. El soldado romano, lo mismo traza un campamento que levanta una fortificación o tiende un sistema de drenaje. Sabe de los imprevistos, y tiene conciencia de que hay fuerzas invisibles. El estoico, de forma análoga, debe tender puentes entre ideas, construir muros de virtud ante las pasiones y abrir caminos con su ejemplo.
Roma fue consciente de su misión de encabezar la marcha del mundo. Una herramienta poderosa para ello fue su singular capacidad de convertir a los enemigos en amigos. Con Roma surge el concepto de «romanitas», la forma de ver la vida de los romanos, sinónimo de «civilización», o en otras palabras, «pax romana» (la paz romana), la pacificación de los enfrentamientos ante un destino común.
Cicerón, en su sincretismo estoico-platónico afirma: el hombre tiene un derrotero histórico (al igual que la civilización) y lo cumple o deja de ser. El «genius» que guía a Roma, su fuerza, es como una «Providencia» que la protege, siempre que lleve a cabo la misión que le corresponde.
El estoicismo vino a recuperar aquellas añoradas virtudes seculares, esas «viejas costumbres» que fueron tiempo atrás realidades atestiguadas por datos históricos, y que cuadran a la perfección con las cualidades estoicas.
Entre esas cualidades, está la Pietas. Se es pius respecto a los dioses, respecto a los padres, los hijos y los amigos, respecto a la patria y a los bienhechores. Constituye un código no escrito de sentimiento y conducta que va más allá de la ley, suficiente como para modificar en la práctica las disposiciones del derecho privado.
Otras virtudes son la Gravitas, que es un sentido de la importancia de los asuntos entre manos, mezcla de responsabilidad y empeño, lo contrario a la ligereza o frivolidad en las cuestiones que requieren seriedad; la Constantia o tenacidad; la Disciplina, que es la formación que da la firmeza de carácter; la Industria, o el trabajo arduo; la Clementia, o disposición a ceder en los derechos propios; la Frugalitas, o gustos sencillos, etc.
Estos eran los valores morales y filosóficos admirados por los romanos. La tradición, al menos como ideal, perduró hasta los últimos días del Imperio, apoyada por la filosofía estoica. Quizá hoy en día puedan parecer cualidades insípidas o poco interesantes, pero son las que hicieron que Roma se convirtiera en imperio. Y es que «imperii» significa prevalencia del espíritu sobre la materia…
El estoicismo fue una corriente espiritual que aglutinó esas virtudes y moldeó seres humanos capaces de conformar una civilización hacia la que generaciones posteriores pudieron mirar para no perderse en el caos de religiones y contravalores que arrastró la Edad Media.
La filosofía estoica promovió una estabilidad de carácter que fue la base de la civilización occidental. Y creemos que no debe pasar inadvertido el papel del estoicismo en nuestro más hermoso pasado así como en nuestro futuro inmediato. Futuro que necesita de nuevo «invertir» en virtudes o valores estoicos para construir una civilización que alce de nuevo el espíritu de los seres humanos hacia el progreso ético y espiritual.
Bibliografía
Los romanos.R. Barrow. Fondo de Cultura Económica de España, S.L., 1950.
Los estoicos. Editorial NA. Madrid, 1997.
CREO QUE ES MUY IMPORTANTE DESTACAR LA GRAN CAPACIDAD DE DEFINIR EN UN LENGUAJE DIDÁCTICO, CADA UNO DE LOS TEMAS DE LA FILOSOFÍA CLÁSICA,QUE HAN ABORDADO , IDEAL PARA CONVERSAR ESTE ASUNTO CON JÓVENES Y NIÑOS, ESPECIALMENTE LA RIQUEZA DE LOS CONCEPTOS ABSTRACTOS POR LO CUAL LES FELICITO.
Felicidades… excelente colaboración…