La interpretación de los mensajes cifrados en el mural de La cena secreta dan para mucho. Aún más con las sempiternas intrigas de la Iglesia, que siempre ha buscado herejes por todas partes.
En este caso, Javier Sierra ha trasladado en pleno Renacimiento a Milán a fray Agustín Leyre, un inquisidor dominico, para que investigue la o las blasfemias que esconde la imagen de La última cena, creada por Leonardo da Vinci.
La misión tiene su origen en unas cartas anónimas que llegan a la corte papal de Alejandro VI, las del que se hace llamar «el Agorero», porque vaticinan miles de desastres y conspiraciones que podrían trastocar la buena marcha de la línea más ortodoxa del cristianismo.
Durante la investigación, el misterio, las muertes y las sospechas se multiplican en un ambiente sórdido y oscuro que Sierra construye de manera acertada, aunque el lector puede perderse en ocasiones con tanto pasillo y monje que pulula por sus páginas.
Genial el desglose de los cientos de detalles que componen el mural, donde cada matiz es un descubrimiento digno de analizar e interpretar por los vigilantes de la Iglesia que pretende escribirse con mayúsculas.
Estupendo, por supuesto, el personaje del propio Da Vinci: genio, perturbador, polifacético y prepotente, que parece escaparse siempre de la persecución que urde la paranoia eclesiástica y que «se tira de los pelos» al ver en el artista una figura clave que dispara la hipótesis de que los cátaros «siguen vivos», un sector alternativo de la línea oficial que «Dios manda».
Un libro ideal para los amantes de las conjuras, el espionaje y las confabulaciones dentro de las instituciones religiosas. Un tema manido pero interesante si está bien tratado, como es el caso de La cena secreta. Tanto, que acabamos viendo «fantasmas» por todas partes si miramos con los ojos de quien censura. No solo del «inquisidor oficial», sino de todos los satélites que tiene alrededor.
Es un buen trabajo, siempre que guste la temática, aunque he de reconocer cierto cansancio durante la lectura, que en momentos puntuales se hace pesada por capítulos que resultan repetitivos en cuanto a datos y situaciones que se mencionan en exceso.
No es, en todo caso, una lectura-pasatiempo, de esas que asociamos al verano y al tiempo de ocio, porque lejos de relajarnos persigue mantenernos en vilo.