La naturaleza se expresa en un lenguaje enigmático que el entendimiento humano siempre ha tratado de descifrar. Por un lado, tenemos que someternos con humildad a la aceptación del misterio, y por otra, la observación atenta de los fenómenos naturales nos ofrece algunas respuestas si dejamos que el juicio esté abierto a la inspiración. Dos visiones complementarias que se palpan en el desarrollo científico de la actualidad.
La naturaleza se expresa en un lenguaje enigmático que el entendimiento humano siempre ha tratado de descifrar, impulsado por su enorme curiosidad y afán de conocimiento. Sin embargo, esta consideración ha sido interpretada por grandes pensadores de forma aparentemente opuesta, desde la conocida sentencia de Sócrates, «Solo sé que no sé nada», reconociendo su ignorancia ante el inconmensurable conocimiento universal, hasta la posición del filósofo alemán Goethe, «La naturaleza no tiene ningún tipo de secreto que, en alguna parte, no se muestre desnudo a los ojos de un observador atento». Humildad y aceptación del misterio por una parte (Sócrates), y observación atenta de los fenómenos naturales, dejando que el juicio emane de ellos mismos, abierto siempre a la inspiración, por otra (Goethe). Dos visiones complementarias que impulsarían el desarrollo científico en la época actual, y que nos conducen a una visión ecléctica de la realidad. En esta línea es como se proponen abordar la comprensión de los fenómenos formativos y de crecimiento de los seres vivos algunos científicos, cuyo pensamiento exponemos a continuación.
La primavera de Perséfone
La generación y desarrollo de lo viviente siempre ha constituido uno de los grandes enigmas para la ciencia. Vamos a intentar abordar este tema comenzando con una visión no científica, para proseguir luego con teorías más cercanas al ámbito científico. Puede que sea un trazado interesante; empecemos, pues, con un mito de la Grecia clásica para intentar desvelar alguna clave que nos ayude a comprender un poco mejor el desarrollo de la vida.
Deméter, diosa del panteón olímpico griego y vinculada con una diosa más antigua, Gea, se identifica con la Tierra-Madre. Sería la diosa de la tierra cultivada, estrechamente unida a su hija Perséfone, representación de la biosfera terrestre y la primavera. Cuenta el mito que Perséfone estaba recogiendo flores en un prado cuando se abrió la tierra y Plutón la raptó, llevándola consigo al Hades (mundo subterráneo, morada de los muertos).
Deméter la busca incesantemente hasta encontrarla prisionera de Plutón. Entonces solicita ayuda a su esposo, el dios supremo Zeus, que le concede pasar con su hija la mitad del año. En la Antigüedad, el rapto de Perséfone se conmemoraba en otoño, y en febrero se celebraban las «Pequeñas eleusinas» (referencia al templo de Eleusis y su culto a Deméter), fiestas rituales dedicadas al regreso de Perséfone al mundo de los vivos, preludio de la primavera. En una clave, Perséfone, representación de la biosfera, se mueve entre una parte material y visible, el Hades donde reina Plutón, y otro mundo inmaterial donde vive libre, que podemos identificar con el mundo de los arquetipos. De acuerdo con el mito, la «idea» de todo ser viviente procede del cosmos, seno de las ideas primordiales o arquetipos que, cuando escapan de la materia, regresan a él.
Parece que el universo tiene leyes que organizan la sustancia viviente desde una condición inmaterial y celeste hasta otra material y terrestre y viceversa. Se podría definir como una fuerza polar que genera tensión entre dos centros activos, uno terrestre, físico y centrípeto, y otro cósmico, ideal y periférico. Según esta visión polar de la naturaleza, cuando la vida de una planta, por ejemplo, se desvanece, su ser, idea o arquetipo viviente de la especie que la hizo germinar y crecer, volvería a los confines del cosmos. La semilla que deja en la tierra no sería más que un áncora a través de la cual el arquetipo de la planta regresará al mundo material. En primavera cuando la naturaleza renace, la idea de la planta, la Perséfone de los griegos, comienza a encarnar en una nueva forma material.
La nueva ciencia del mundo vivo
Pasemos ahora a una posible interpretación científica de los procesos vitales, y observaremos la gran similitud con la del mito.
La Tierra posee un campo gravitatorio con origen en su centro, dentro del globo terrestre, y que se extiende en todas las direcciones del espacio. Cada punto del espacio tiene una intensidad definida de ese campo, denominado potencial gravitatorio. En el centro, el potencial es máximo y disminuye al alejarnos de él. Es decir, una piedra será atraída con más fuerza por la Tierra en la superficie que en la cima del Everest, porque a nivel del mar la intensidad del campo gravitatorio es mayor. Al igual que los objetos caen y se contraen por efecto de campos centrales como el gravitatorio, es lógico pensar que existirán campos no centrales responsables de que las cosas se expandan y eleven. La introducción del concepto de campo por el científico Faraday abrió la puerta para predecir la existencia de estos campos. Debe existir un campo de fuerzas levitatorio, polarmente opuesto al campo gravitatorio terrestre y asociado a un nuevo y dinámico estado de la materia, denominado «cuarto estado», y que alcanzaría su máxima intensidad en la periferia de la Tierra a una distancia infinita. La acción de estos campos implica que las cosas caen por efecto de la gravedad y se elevan por influencia de la levedad.
El siguiente paso es determinar qué tipo de fuerzas son las que generan este campo levitatorio y en qué espacio se desenvuelven para ejercer su acción. Ya sabemos las consecuencias que tuvo la caída de una manzana sobre la cabeza del célebre Newton, una teoría que cambió radicalmente la forma de concebir el universo, pero ¿cómo se las apañó la manzana para subir al árbol? Goethe sostenía la idea de que el proceso de crecimiento de los seres vivos obedece al arquetipo o idea primordial de los mismos, desarrollándose polarmente entre fuerzas sensibles ligadas a las leyes de Newton y fuerzas suprasensibles de carácter periférico o cósmico que no pueden ser medidas por los aparatos físicos convencionales, pero sí pueden detectarse en el laboratorio con métodos que miden sus efectos en los procesos vivos. Son las denominadas fuerzas cósmicas por su origen, también llamadas fuerzas formativas porque intervienen en los fenómenos formativos y de crecimiento.
Respecto al espacio donde actúan estas fuerzas formativas, nos remontamos a mediados del siglo XIX, cuando eminentes matemáticos como Bernhard Riemann descubrieron las geometrías no euclidianas. Se dieron cuenta de la inconsistencia de la geometría de Euclides cuando se dejaba de tratar con entidades geométricas finitas, es decir, cuando se trabajaba con formas que se extienden hasta el infinito. Así, la geometría euclidiana se incluyó en el marco más amplio de la geometría proyectiva, en cuyo seno es posible concebir un tipo de espacio que es exactamente el opuesto o polar del espacio de Euclides, llamado «contraespacio». Es en este espacio donde desplegarían su acción las fuerzas formativas y donde se fundamentan los fenómenos del mundo vivo.
En resumen, hemos visto que en el mundo viviente que nos rodea se expresan dos formas opuestas de actividad. En la primera, la materia tiende a escaparse de los procesos vitales y a someterse a las fuerzas de tipo céntrico o de gravedad (la manzana madura cae del árbol). En la segunda forma de actividad, cuando un organismo germina y crece, son las fuerzas cósmicas o de levedad las que predominan (la manzana que se forma sube al árbol).
Bibliografía
Cosmos y Gea. Francesc Fígols. Editorial Kairós, 2007.