Cuando con Augusto Hispania, tras doscientos años de pelea, llega a su pacificación, los romanos respiran. De los millones de personas sometidas, de los miles de kilómetros romanizados, era solo un tenaz puñado de iberos los que les plantaban cara.
Por fin la península era una provincia del imperio.
Los hispanos, tan feroces ante el enemigo, son sin embargo acogedores y agradecidos con quien les trata con justicia, y Augusto supo hacerlo. Cortó de raíz el excesivo lucro personal que llevaban a cabo algunos gobernadores, igualó en la ley a romanos e hispanorromanos y llevó a la antigua Iberia todo cuanto había en Roma.
A cambio de oro, plata, cobre, estaño, mercurio, trigo, vino, aceite y lana. Pero esa es otra historia.
No todos los hispanos, sin embargo, estaban contentos con la dominación romana. Los había que no toleraban dueño y a quienes la presencia del extranjero levantaba ampollas. Y que, siguiendo con la nunca extinguida guerrilla, continuaba su labor de zapa, y, escondido en los impenetrables montes cántabros, acosaba, robaba y mataba a cuanto romano acertaba a cruzarse en su camino.
El peor era Corocota.
Tanto mató, robó, imposibilitó viajes, que el gobernador del momento puso precio a su cabeza; y por si el dinero no bastase, prometió el indulto total a cualquiera de sus compañeros que lo entregase.
La oferta era tentadora, porque tarde o temprano iban a caer en manos de las patrullas. Y así, un día, un hombre vestido de campesino se presenta ante el gobernador.
–Sé dónde está Corocota. Y te recuerdo tu promesa. No quiero el dinero, pero sí el indulto total, porque soy un bandido.
–Tienes mi promesa.
–Júralo por tus dioses.
–Lo juro. ¿Dónde está Corocota?
–Aquí. Soy yo.
El romano no sale de su asombro. Solo la promesa dada le impide echar mano a su espada.
Luego, se ríe. La audacia del hombre, su ingenio, le entusiasman. Y Corocota marcha en paz.
No se supo más de él. Pero no hubo más muertes en los caminos.
Así lo cuenta el historiador Dión Casio y así lo aceptamos como pequeña parte de la Historia.
Y con ella aprendemos que si hacemos frente con valor a nuestros actos, la última victoria será nuestra.