Durante muchos siglos, la práctica del deporte estuvo vinculada a diversos juegos que se celebraban periódicamente con un carácter sagrado. Esto hacía que las competiciones se revistieran de ciertas virtudes que otorgaban un valor añadido, tanto a los juegos en sí como a los participantes. Los valores olímpicos, presentes en los juegos más famosos de la Antigüedad, también pueden ser rescatados para nuestro tiempo.
Phil Cousineau, en su maravilloso libro La odisea olímpica, nos muestra el transcurrir de los Juegos Olímpicos desde sus orígenes, en la antigua Grecia, hasta la era moderna. Nos habla de dioses, mitología, atletas, entrenadores, de la interacción entre los hechos y la psicología de sus personajes. Es un viaje que pretende reavivar el auténtico espíritu de los Juegos, aquel que imperó durante tantos siglos y que era capaz de parar las guerras durante su celebración.
«En lugar de vivir en una cultura que anime a los atletas a encontrarse con filósofos, a artistas con políticos y a soldados con poetas, vivimos en una sociedad donde los curas desdeñan el cuerpo, los atletas rechazan a los pensadores y todo el mundo recela de los poetas». De esta manera define Phil Cousineau el gran problema educativo que sufre la sociedad actual; algo impensable para él, educado como estaba sobre la base de las enseñanzas de los clásicos griegos. Esta infame separación entre mente, cuerpo y alma provoca que la persona crezca con carencias y sin equilibrio.
En un sistema educativo cada vez más especializado, los profesores nos enseñan las grandes ideas de la historia, defienden el fuego de la mente, dejando para curas y teólogos el fuego del alma; pero se olvidan totalmente de un fuego igual de noble, que existe en el corazón y el cuerpo. Este fuego se reaviva con la práctica del deporte, donde entrenadores y compañeros nos muestran cómo poner en movimiento esas ideas, nos enseñan a desarrollar el hábito del trabajo intenso, a pelear contra las adversidades, a creer en uno mismo, a tratar con el adversario, a superarnos, a luchar formando parte de un equipo.
Platón, en las Leyes, se pregunta: «Entonces ¿cuál es la forma correcta de vivir?», y él mismo responde: «La vida se debe vivir al igual que se juega, jugando a ciertos juegos, haciendo sacrificios, cantando y bailando, después un hombre hará las paces con los dioses y se defenderá de sus enemigos y vencerá en la competición». Es la dimensión espiritual del deporte y, a través de él, podemos alcanzar el propósito de ser libres, de estar completos, de comprender el mundo por medio del sobrecogimiento y el asombro, porque el juego es noble, enérgico y virtuoso.
Si importante es el deporte a nivel del desarrollo de la persona, para la humanidad lo es la celebración de los Juegos Olímpicos, pues recordemos que estos fueron inspirados por los dioses para ayudar a los seres humanos a desprenderse de sus instintos más violentos; de hecho, durante su celebración, en la antigua Grecia, las guerras quedaban suspendidas, se proclamaba la Tregua Olímpica.
Los Juegos rescatados por un visionario
Pierre de Coubertin estaba convencido de que la restauración de los Juegos Olímpicos, tras siglos de ostracismo, ayudaría a desarrollar mejores individuos, lo que llevaría a un mundo mejor y, por tanto, a la paz; quería demostrar que la humanidad podía ser pacíficamente competitiva. No se quiso limitar a eventos atléticos; por eso, hasta 1948, se realizaron competiciones de pintura, escultura, música, literatura y arquitectura que fundaran su inspiración en el deporte. Estas competiciones paralelas se transformaron en exposiciones y, fundamentalmente, en ceremonias que nos descubren la dimensión sagrada que a menudo está escondida, nos señalan lo que es divino en el mundo.
El acto ceremonial de pasar la antorcha, símbolo de iluminación y purificación, encarna el ideal de hermandad internacional que debería imperar en nuestro mundo, la confraternización de las naciones. Esta hermandad también queda reflejada en el desfile de clausura, cuando los atletas marchan mezclados en una amalgama de colores, razas y nacionalidades, logrando que el espíritu y la armonía de los Juegos permanezcan en ellos el resto de sus vidas.
Muchos son los ejemplos de superación, valor, deportividad, espíritu olímpico, etc., que podemos encontrar en la historia de los Juegos; como la gimnasta norteamericana Kerri Strug que, tras haberse torcido el tobillo, realizó su último salto para que su equipo consiguiera la medalla de oro, a costa de sufrir una lesión que le obligó a subir al podio en brazos de su entrenador. O los japoneses Shuhei Nishida y Sueo Oe, ganadores, respectivamente, de la medalla de plata y bronce en salto con pértiga, que decidieron que un joyero cortara las medallas por la mitad y las mezclara, al entender que ambos habían acabado empatados. También es digno de mención el tanzano Akhwari, que llegó último de la maratón tambaleándose, ensangrentado y fuertemente vendado que, ante la pregunta «¿Por qué resistir tanto?», dijo: «Mi país no me envió para comenzar una carrera, sino para acabarla».
Grandes hazañas, grandes ejemplos
Pero, posiblemente, el acontecimiento más destacado, no por el hecho en sí, sino por la situación política del momento, ocurrió en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. En un ambiente de exaltación de supremacía de la raza aria, Jesse Owens, atleta afroamericano, se disponía a realizar su tercer y último salto de clasificación tras haber realizado los dos anteriores nulos; en plena desesperación por la tensión del momento, se le acercó su máximo rival, el alemán Luz Long, y le dijo que lo único que debería hacer era retrasar la marca unos centímetros, él mismo la puso con su toalla. Owens acabó siendo el ganador, relegando a Long a la segunda posición, y comentó: «Visto desde una perspectiva más importante él fue el ganador. Él dio lo mejor que tenía, y sin él yo nunca podría haber dado lo mejor de mí. Luz verdaderamente mostró el espíritu de las Olimpiadas».
Numerosos son los deportistas que han competido en los Juegos Olímpicos y nunca han logrado alcanzar una medalla, pero, aun así, se consideran afortunados por el mero hecho de haber formado parte de los Juegos. Muchos menos son los que han conseguido ganar el oro, y para todos ellos ha supuesto un hito especial, incluso para los que ya estaban consagrados, como Magic Johnson, una leyenda del baloncesto, que dijo: «He ganado todos los campeonatos que hay que ganar. Puedes juntarlos todos, y aun así nunca se podrán comparar con esto». No obstante, en la sociedad actual, habría que reconsiderar el valor del oro, desestimar la idea de que si no hay oro no hay gloria, eliminar el concepto de vencer a cualquier precio.
El Credo Olímpico nos dice: «Lo más importante de los Juegos Olímpicos no es ganar sino participar; lo más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha». Ganar no es necesariamente una victoria. El verdadero espíritu de los deportes es el fuego en nuestros corazones; si ese fuego se extingue, nadie gana. Nuestra es la elección: jugar limpio o tomar injusta ventaja, tener espíritu deportivo o mezquino, hacerlo lo mejor que uno puede o ser negligente, estar orgulloso de participar o amargado de no ganar. Tenemos que recordar que citius, altius, fortius no significa el más rápido, el más alto y el más fuerte, no nos compara con los demás, nos compara con nosotros mismos, nos encamina al deseo de mejorar para ser uno mismo más rápido, más alto, más fuerte.
Buscando la excelencia
En una cultura adicta a la droga del éxito, cualquier cosa que no sea la victoria completa se convierte en una infamia y falta de valor. Hay que transformar este concepto e inculcar a los atletas cómo apreciar el ganar por lo que es: cualquier forma de respuesta positiva a sus grandes esfuerzos. Esta es una de las mayores tareas de los entrenadores filósofos, que son aquellos que sobresalen por preocuparse por la excelencia de otros y son amantes de la sabiduría de la vida deportiva. Se convierten en profesores, mentores y guías para el alma, enseñando a ser leales, disciplinados, a superar las adversidades, a llevar una vida saludable, a trabajar en equipo y a respetar al rival. Deben saber cuándo hacer hincapié en ganar, cuándo quitarle importancia y, sobre todo, a disfrutar con la competición, tal y como reza el juramento del antiguo entrenador olímpico: «Jugar el juego es grande, ganar el juego es más grande, amar el juego es lo más grande».
El entrenador filósofo debe hacer atletas merecedores de ganar, pero ganar en un sentido más profundo; no el que supera a los demás, sino el que lucha y lo hace bien. Para la buena salud de los Juegos hay que hablar menos de dinero y tener menos obsesión por las celebridades; es preciso sacar lo mejor de cada uno, mostrar más interés por la deportividad y la excelencia. La actuación excelente es el esfuerzo que trae consigo la plena satisfacción, porque se ha superado en el momento de la verdad a base de esfuerzo y coraje. El famoso ensayista y humanista Walt Whitman dijo: «Ninguna victoria es grande cuando lo es a costa del sacrificio de los ideales; y no hay derrota desgraciada cuando uno hace todo lo que puede y sigue el destello del idealismo».
Los Juegos Olímpicos suponen un acontecimiento digno de nuestro respeto, por todo lo que aportan de positivo a nuestra sociedad, pero seguramente no están exentos de ciertas mejoras que ayuden a reavivar su espíritu, tales como resucitar la dimensión sagrada enfatizando en el ritual, la ceremonia y el relato de leyendas; restaurar el antiguo énfasis en la belleza y la filosofía; retornar a la antigua tradición de la competición en las artes; renovar la atención que los antiguos griegos daban al ideal de la mente, cuerpo y espíritu; valorar a los entrenadores filósofos; constituir un Premio al Espíritu Olímpico; reavivar la antigua tradición de la Tregua Olímpica, etc.
Acabaré este artículo como lo empecé, con una cita de Phil Cousineau, con la que quiere reivindicar los Juegos Olímpicos para que perduren en la historia: «Los Juegos nos enseñan que la vida puede ser un festival, que las competiciones pueden alegrar a una comunidad entera, que el deseo de sobresalir nos convierte a todos en ganadores, y que jugar al significado de la vida es algo noble. Transmitir el espíritu de los antiguos Juegos y el alma de los Juegos modernos a las siguientes generaciones es ahora nuestra esperanza; pasar la antorcha de nuestra pasión por una vida de excelencia es ahora nuestra tarea».