Este mes de agosto celebraremos una nueva edición de unos Juegos Olímpicos, los de Río de Janeiro 2016. Oficialmente serán conocidos como los Juegos de la XXXI Olimpiada. El espectador puede advertir que no se trata de meros campeonatos mundiales donde participan los atletas más sobresalientes del panorama internacional. Es mucho más.
Es un evento multicultural, cuyo mensaje trasciende lo puramente deportivo y llega a miles de millones de personas, a través de una serie de símbolos, pero sobre todo, a través de la incesante lucha del ser humano por mejorarse a sí mismo y la convivencia pacífica entre representantes de cientos de países que propicia este evento cada cuatro años. Definitivamente, se trata de una mediática escuela de valores a gran escala, que difícilmente podríamos encontrar en otros acontecimientos sociales.
Cuando hace más de cien años, el pedagogo francés Pierre de Coubertin impulsó el restablecimiento de los Juegos Olímpicos modernos, tenía claro que el deporte debía ser la correa transmisora para los fines educativos globales que pretendía. Así explicaba Coubertin en Mémoires Olympiques las razones que le llevaron a luchar por la recuperación de los Juegos y la creación del olimpismo:
«¿Por qué he restablecido los Juegos Olímpicos? Para ennoblecer y fortificar los deportes, para asegurar su independencia y su continuidad; para que puedan cumplir la misión que les corresponde en el mundo moderno. Para la exaltación del atleta individual, cuya existencia es necesaria para la actividad muscular de la colectividad, ya que es preciso mantener la emulación general».
El gran mérito de Coubertin fue revestir al deporte de toda una carga ideológica de valores moralizantes (juego limpio, búsqueda de la excelencia, la alegría en el esfuerzo y equilibrio entre cuerpo, mente y voluntad) y que caracterizó desde entonces la manera idealizada que la sociedad tiene de practicar y entender el deporte. La restauración de los Juegos Olímpicos supuso el escaparate perfecto para la transmisión de estos valores asociados a la práctica deportiva y, a partir de ahí, para su extrapolación a otras facetas de la vida, contribuyendo a la construcción de un mundo mejor.
Veamos a continuación en qué forma los Juegos Olímpicos constituyen una auténtica escuela de valores.
1) Encuentro pacifista
La búsqueda de la paz ha sido una finalidad permanente en la cronología histórica de los Juegos Olímpicos. Este internacionalismo, basado en el conocimiento y comprensión mutua de todos los países del mundo, fue uno de los pilares básicos de la restauración de los modernos Juegos.
Así, estos constituyen un esbozo del modelo ideal de sociedad que se quiere proyectar fuera del terreno de juego: el sometimiento a unas reglas que igualan las oportunidades de los participantes, el sentimiento de unidad en la multiculturalidad y el ambiente pacifista.
Entre los símbolos olímpicos más reconocibles en el ideario colectivo figura la llama olímpica. El paso de la antorcha se ha convertido en un acto que congrega a miles de personas que participan, junto a los portadores, de esta llamada a la amistad, al ambiente festivo y a un clima pacifista. La imagen del paso de la antorcha entre los relevistas de cada edición olímpica constituye un gesto de enorme trascendencia simbólica y pedagógica, donde jóvenes y adultos comparten algo más que una llama: es la perdurabilidad de la historia, la nobleza moral y el mensaje pacificador del olimpismo.
2) La mejor versión de uno mismo
El atleta se convierte en modelo de conducta, que ejemplifica una serie de valores relacionados con la resistencia a la adversidad, el respeto al reglamento y a los adversarios y la perseverante lucha por la perfección, por mostrar la mejor versión de sí mismo en la contienda deportiva.
Desde luego, la historia olímpica reciente nos ha dejado testimonios de superación personal capaces de inspirar a las nuevas generaciones, como la corredora Wilma Rudolph, tricampeona olímpica en Roma 1960, que padeció una grave infección en una pierna (poliomielitis) cuando era niña, y fue precisamente el deporte lo que motivó su recuperación. Más cercano nos parece el caso del nadador Michael Phelps, el deportista olímpico más condecorado de todos los tiempos, con 22 medallas. A la edad de siete años fue diagnosticado con trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y fue este el principal motivo por el que empezó a practicar la natación.
También debemos destacar las inspiradoras trayectorias de algunos deportistas que nunca consiguieron medallas. En los Juegos de Barcelona 1992, el atleta favorito para hacerse con el oro en la prueba de 400 metros lisos, Derek Redmond, tuvo una grave lesión durante las semifinales. Pese a ello, con una férrea voluntad, el atleta inglés se levantó del suelo y decidió terminar la carrera; y lo hizo cojeando, ayudado por su padre en los últimos metros y entre gritos de dolor. Esta lesión le obligó a dejar para siempre el atletismo, pero poco después se convirtió en un importante escritor y conferenciante sobre la autodisciplina, la motivación, la capacidad de sufrimiento y la superación personal. Más reciente, si cabe, es la historia del fondista estadounidense Louis Zamperini (inmortalizada por el filme de 2014 Unbroken, dirigida por Angelina Jolie), quien compitió en la prueba de los 5000 metros de atletismo en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. No consiguió ningún triunfo, de hecho acabó en octavo puesto; sin embargo, hizo algo imposible hasta la fecha: recorrer la última vuelta de la prueba en tan solo 56 segundos. Tras la II Guerra Mundial, donde fue hecho prisionero y resistió estoicamente al hambre y a las vejaciones en un campo militar japonés, se dedicó a dar charlas sobre motivación en universidades e instituciones educativas y deportivas.
Las competiciones físicas plantean una esquematización del comportamiento ejemplar y actitud ante la vida que se espera del hombre: esforzarse por obtener la mejor versión de uno mismo, lograr un perfecto equilibrio entre las cualidades físicas y espirituales o incentivar la cultura de la perseverancia y la sensatez. El poeta griego Píndaro escribía que «diversas son las artes de cada uno, mas es preciso luchar con lo mejor de uno mismo» (Nemea I, 25-26). En el mismo sentido, habla en nuestros días el tenista Rafael Nadal: «Lo básico es creer en ti, intentar dar lo mejor de uno mismo cada día». Estas dos citas distan una de la otra cerca de dos mil quinientos años; sin embargo, describen un mismo fenómeno: la competición atlética; y además, la revisten de intención pedagógica, identificándola con una serie de ideales a los que debe aspirar el hombre fuera del terreno puramente deportivo.