Una de las realidades que nos pueden enorgullecer como seres humanos y, por lo tanto, históricos es la valoración y aprecio que sienten nuestras sociedades por el patrimonio histórico, es decir, por todos aquellos restos de nuestro pasado, más o menos remoto. En España, el avance en este sentido ha sido enorme y se ha extendido en todas las comunidades, pues el legado que hemos recibido merece los mayores cuidados, entre otras cosas porque en él habita una parte muy importante de nuestra identidad. Y sentimos dolor cuando vemos que todavía ahora se siguen destrozando muchos testimonios a manos del fanatismo, que reaparece como una plaga letal.
Puede ser una cueva con pinturas rupestres, con sus preguntas sobre qué sentían quienes las diseñaron, o un yacimiento arqueológico, que aún nos enseña el esplendor de los edificios, de los trazados urbanos, que no han conseguido arrasar los siglos, o los milenios. El pasado nos habla y nos interroga no solo en los grandes monumentos de las grandes civilizaciones, tan conocidas y estudiadas, sino también en esos humildes restos que con tanto primor han cuidado los especialistas, tratando de reconstruir con la imaginación qué hicieron quienes habitaron en esos remotos lugares, qué sentían ante la muerte, o ante el dolor. Y todo para descubrir que hay pocas diferencias entre esos lejanos antepasados de costumbres sencillas y nosotros, tan rodeados de las más complejas tecnologías.
Por eso, cuando tenemos la oportunidad de visitar esos lugares, regresamos con la sensación de haber captado una energía muy antigua y saber algo más de nosotros mismos. No son solo piedras lo que hemos visto y tocado. Animamos a nuestros lectores a aprovechar el verano para conocer esa rica herencia que nos ha dejado el tiempo.