La librería ambulante es una novelita deliciosa y con encanto que sabe a cuento: personajes definidos y final feliz. Es todo un homenaje a los libros y a los auténticos libreros que saben lo que un lector necesita.
Helen McHill vive con su hermano Andrew en una granja a principios del siglo XX en los campos de Estados Unidos donde la rutina lo llena todo. Sobre todo a ella, porque el éxito del hermano con la escritura de su libro ha dejado la carga del trabajo sobre sus espaldas. Está tan harta que una sorprendente aparición cambiará su vida. A su puerta llegan Roger Mifflin y una casa de ruedas: su carromato Parnaso transporta los libros que vende este adorable charlatán. Y ahora, quiere venderlo todo porque está listo para escribir su propio libro, junto a su pobre caballo Pegaso y su perro fiel Beck.
Helen se lía manta a la cabeza y, ni corta ni perezosa, se convertirá en propietaria del particular negocio. Así, como lo oyen. Comenzará su aventura primero acompañada de Roger, y después en solitario.
De la aventura nada les cuento, pero ese giro radical, radicalísimo, simboliza las segundas oportunidades que da la vida cuando te armas de valor, incluso el que desconoces que posees hasta que llega el momento.
Los libros son el vehículo hacia la libertad. Sus letras, la oportunidad de la sociedad que Roger lleva difundiendo de boca en boca en los miles de kilómetros recorridos y que ahora, convierten a Helen en otra mujer que descubre una nueva filosofía para iluminar sus días. Y es que en la época, tener cuarenta años hace que una mujer sea una solterona condenada a los fogones.
Vender un libro no es un acto simple para Roger, como no lo es para el autor de La librería ambulante . Porque escribir esa historia en 1919 no tiene el mismo mérito que si la imaginamos y convertimos en novela en la actualidad. Christopher Morley nos ofrece sueños que se pueden cumplir, mensajes prometedores para el género femenino que a poco más podía aspirar que a ser esposa de alguien y dejar aparcada su capacidad para pensar y divagar sobre el mundo, personas y cosas. Pero Helen es de armas tomar y sorprende con una valentía que no entierra la ternura y la inocencia; esa que no está dispuesta a abandonarnos si le ponemos empeño. Y con la inocencia, la obtención de objetivos puros y llenos de plenitud.
La librería ambulante relaja, te reconcilia con el mundo, enamora con su ambiente bohemio y nostálgico porque sostiene firmes las esperanzas que vamos abandonando por el camino.
Su narrativa sencilla no ofrece dificultades. Sumada a su breve extensión ayuda a que el lector se ventile esta hermosa historia de una sentada. Imagino en mi mente sus escenas en blanco y negro, con el sonido de fondo del carromato y los ladridos de Beck junto a noches y días que prometen sorpresas que, aunque parezcan inauditas, ponen mariposas en nuestro estómago, porque huelen a la libertad que la sociedad y/o las circunstancias nos prohíben.
Al principio señalaba que esta historia tiene aire de cuento. Hasta de fábula diría yo, con personajes quijotescos y detalles que encandilan. Y cómo no, con el amor sencillo que a veces se da cuando los astros –o sabe Dios qué– confluyen. ¿Que parece bucólico y dulzón? Sí, desde luego, pero… a veces necesitamos una parada para respirar y deleitarnos con los conceptos que huyen de lo retorcido, las incómodas dobleces y las piedras que hay que sortear. La librería ambulante ofrece ese ritmo lento y pausado con el que nos chupamos los dedos cerrando los ojos, como con un deseado dulce.
Su aroma a tinta sobre papel te sumerge en esa espiral deliciosa y pasional que tanto disfrutamos los que amamos a esos maravillosos seres vivos llamados libros.
Cortesía de «El club de lectura El Libro Durmiente» www.ellibrodurmiente.org