Es difícil traducir en palabras diecisiete días de aventura en la India, pues esta tierra transforma al viajero en peregrino que camina buscándose a sí mismo. Por más que queramos mirar como espectadores, la India nos obliga a rasgar el velo entre apariencia y realidad. Hace tambalear nuestros prejuicios, nuestros apegos de bienestar, tan queridos de nuestra civilización occidental.
En esta tierra bendita, todo se reviste de sagrado, aunque de su grandioso pasado solo quede el esqueleto de aquello que fue Aryavartha. Hoy vemos pobreza, y las enfermedades por falta de infraestructuras de higiene son un choque para nuestros hábitos occidentales. Aun así, este país, uno de los más poblados, consigue seducirnos, tal vez por no estar contaminado en su alma, devota y educada para aceptar el dolor como medio de redención de viejas deudas contraídas en vidas pasadas.
Su historia es la historia del mundo, de las renovaciones acaecidas en un tiempo sin tiempo, mito vivo del devenir en la danza cósmica del Shiva de cuatro brazos en una rueda de fuego, pisando al demonio vencido de la materia caótica. En su mano derecha sujeta un tambor, que marca el ritmo del impulso creador; con otra mano en alto, anuncia la paz protegiendo lo creado; con otra, indica el pie, que levanta en señal de liberación; y con la izquierda, sujeta la llama con que incendiará el mundo viejo.
El culto de los rishis védicos, el de los brahmanes, del budismo al jainismo, del islamismo al cristianismo, todas las religiones cohabitan, alimentadas del mismo propósito de ascender a la realidad absoluta. Cada divinidad constituye una vía de acceso a la Verdad, y lo importante es aquello que está detrás de los velos de Maya, la ilusión de la separatividad creada por la materia. También son venerados ríos, astros, piedras, plantas y animales, porque todo está en todo.
En la filosofía hindú, el espíritu, Purusha, es el principio primordial, puro, consciente, eterno, no creado, y como no puede tocar la tierra es imaginado paralítico. La materia, Prakriti, cuando entra en actividad y origina los cambios en la manifestación, es ciega porque carece de conciencia. De este modo, la Divinidad se expresa por medio de su Shakti, emanación de Prakriti, y de ahí resulta una hierogamia mística. De esta unión entre Cielo y Tierra nace el mundo en su diversidad de planos de conciencia, y por ello los templos hindús están constituidos por terrazas superpuestas. En los cimientos, en el cuadrado mágico de la tierra, está prisionero el embrión de oro, símbolo de la presencia oculta del hombre eterno. En el atrio del sanctasantórum, el peregrino descalzo puede depositar sus ofrendas y comulgar con la Divinidad. El corazón del templo está reservado a los brahmanes, responsables de los ritos.
Las Shaktis de los principales dioses son: de Vishnu, Lakshmi, símbolo de prosperidad, amor y belleza; las de Shiva son Parvati, Durga, y Kali, que representan la manifestación de los poderes que purifican y liberan la energía de la vida; Sarasvati, diosa del lenguaje, las artes, el sacrificio y el conocimiento sagrado, es la Shakti de Brahma. Los tres dioses forman la Trimurti: Brahma, la creación; Vishnu, la construcción; Shiva, la destrucción.
Tesoros artísticos, espiritualidad cotidiana
La India posee tesoros artísticos de una grandeza sobrehumana, montañas esculpidas, grutas ornamentadas de pinturas deslumbrantes de gracia y delicadeza, mezquitas, mausoleos de mármoles incrustados de piedras preciosas, palacios suntuosos, fortalezas que desafían al cielo, santuarios animistas, escalinatas monumentales en las orillas de sus ríos sagrados, piedras meteóricas que señalan los grandes centros de peregrinación. Sobre esta tierra sentimos que nuestra esencia humana está más allá de nuestras diferencias multiculturales y raciales.
De paso por una ciudad, nos cruzamos con dos ascetas jainistas desnudos, que caminaban entre la multitud, como recién nacidos vestidos de espacio etérico. Los niños están por todas partes, como una bandada de gorriones. Qué bello espectáculo el de estos jóvenes felices, uniformados, regresando a casa después de la escuela y extrañados por nuestra presencia. El Estado ofrece una escuela pública gratuita, otorgando a los niños un uniforme limpio, una ración diaria y los libros.
Bellísimo recuerdo, al caer la tarde, de búfalos, cabras y vacas con sus cuernos pintados y sus collares de campanitas, regresando tranquilamente. Frente a las casas de adobe pintadas con mandalas, mujeres vestidas de saris coloridos nos miran con curiosidad. Sus casas sencillas de puertas abiertas nos dejan entrever el fuego del hogar. Cerca, se puede ver una piedra pintada de naranja envuelta en una ofrenda de flores, representación del Shiva-linga, símbolo de fecundidad. Es una piedra en forma de falo colocada en el centro del yoni , receptáculo de forma ovoide; representa la unión del Padre y la Madre. Este símbolo es visto con la mayor naturalidad, pues para los hindúes todo es expresión de vida.
La localización de ciertos santuarios es determinada por el Vastu Shastra, tratado de arquitectura antepasado del feng shui chino. En los sitios que visitamos encontramos las huellas de sus dioses y héroes. Por Bopal pasó Krishna, pastor de almas. Ganesha, con cabeza de elefante, símbolo de prosperidad, se encuentra en todos los comercios. Kama es el dios del amor. Los templos de Khajuraho son famosos por las esculturas eróticas: nos muestran cuerpos entrelazados en múltiples posiciones. Esta orgía de los sentidos, que recubre las fachadas de los templos, surge como una llamada para una catarsis, señalada por Makara, el monstruo acuático devorador de las pasiones terrenales y guardián del pórtico que separa el exterior del interior del templo.
En los templos, Agni, el fuego sagrado, está presente. Con su poder purificador, libera la esencia luminosa de la ofrenda.
En Ujjain, lugar dedicado a Shiva, presenciamos el fervor religioso; se venden flores, incienso, lucernas, se cruzan con nosotros yoguis de rostros pintados, peregrinos, mezclándose con cabras, vacas y «tuc-tucs» en una turbulencia de sonidos. Asistimos a los ritos de purificación en las aguas teñidas de flores y lamparillas; es un espectáculo conmovedor, porque cada uno se desnuda de su identidad invocando ser renovado por las aguas de la Madre Ganga.
En Sanshi, lugar de peregrinación, visitamos una stupa con reliquias budistas. Allí había un monje con su túnica azafrán, me incliné y pedí su bendición. Con un gesto me pidió que me descalzase y, con mi frente tocando la piedra, quedé en silencio hasta que, como si algo dentro de mí fuese engullido por una fuerza subterránea, sentí mis lágrimas que caían como un torrente. Con su mano, el monje batía el suelo con una cadencia que reverberaba en mi cabeza como el batir de un tambor. Ese momento me trajo una paz profunda.
En Maharashtra se encuentran los templos-gruta de Ajanta y Ellora. Estas construcciones extraordinarias, esculpidas en basalto, forman un gigantesco arco en una vegetación deslumbrante con cascadas que se deslizan entre las rocas. Ajanta tiene treinta grutas excavadas y pintadas. En la n.º 1, se encuentra el fresco del Bodhisattva Padmapani; la belleza de esta imagen emerge desde la oscuridad. Sus ojos inclinados parecían estar mirándonos dentro. Cuánta compasión emana de su faz. En sus dedos sujeta un loto azul, símbolo de su entrega por amor a la humanidad.
En Occidente vivimos en una posición de defensa y desconfianza con relación al otro, con miedo de entregarnos y de perder algo. Somos una familia humana que necesita abrir su corazón, porque sin los otros nunca sabremos quiénes somos de verdad; la conquista espiritual necesita rescatar antes la fraternidad y una saludable convivencia humana.
El hechizo de la India me trajo el reencuentro con algo que mi mente conocía pero mi corazón aún no había escuchado. Ciertos lugares no son solo lugares geográficos.
Contigo, viajero que buscas el misterio, quise compartir algo más que palabras, estados del alma que tal vez te transporten hasta lo más profundo de tu templo. Como los monjes tibetanos afirman, «piedra sobre piedra, el espíritu vence siempre».