Cincuenta kilómetros antes de llegar a la costa, la luz del faro señalaba la entrada al puerto de Alejandría. Estaba en la isla de Faros, que le dio nombre. No sabemos exactamente cómo era, después de 1700 años, pero algunos viajeros árabes del siglo XIV nos dicen algo, y autores como Estrabón. Este nos dice que era de piedra blanca, alzado sobre un promontorio, y que era una torre de varios pisos. Sí sabemos que el arquitecto se llamaba Sóstrato de Cnido, jefe de la flota de Tolomeo Filadelfo en el siglo III.
Las representaciones más antiguas las tenemos en monedas del siglo II y en mosaicos y algún modelo de barro usado como lucerna, en las que se le representaba con planta cuadrada y varias filas de ventanas.
La fuente más fidedigna para la restitución de las proporciones del faro es la del arquitecto malagueño Ibn-al-Sayh, durante su peregrinación a la Meca. Otros lo describen, pero solo él da las medidas: 113 metros de altura y 30,60 de lado. De la altura, 70 metros corresponden al primer cuerpo, 34 al segundo y 9 al tercero. El primer cuerpo es cuadrado, el segundo octogonal y el tercero es la linterna. Del interior apenas conocemos nada. Se supone que era como un pozo rodeado de una rampa que subía a la linterna. De la puerta a la rampa había un pasillo, y a lo largo de la rampa se abrían habitáculos para diversos usos.
El faro se orientaba según los puntos cardinales, de ahí su forma octogonal.
Además de iluminar a los navegantes, de ser la luz de esperanza en la arribada, el faro cumplía una función defensiva, ya que su altura le permitía avizorar el horizonte y descubrir con suficiente antelación cualquier flota enemiga o expedición amenazadora. Del mismo modo, podía emitir señales de alerta, gracias a que la gran linterna, alimentada con aceite, aumentaba su luz al reflejarse en paneles metálicos muy pulimentados. Y no solo eso: en el segundo cuerpo había unos tritones metálicos, visibles en las representaciones que nos han llegado, provistos de una potente bocina, que, activada con fuelles, emitía señales acústicas, tanto para avisar del peligro como para avisar a través de la niebla, si la luz se tornaba difusa.
En el primer cuerpo había máquinas de guerra, y, por supuesto, alojamiento y provisiones para la guarnición. El agua se almacenaba en la base maciza, sobre la que se alzaba la torre, y de la que partía la rampa helicoidal.
Un viajero incansable, Ibn Battuta, nos dice que había visto el faro muy ruinoso, y cuando volvió a visitarlo, en 1371, lo encontró en ruina total. Cómo ocurrió, no lo sabemos. Solo le han contado a Madre Historia que su ingente cantidad de material fue utilizada por el jeque mameluco Qait-bay para, en parte, construir su castillo, y lo no utilizable se aprovechó para macizar el rompeolas.
El castillo está hoy donde estuvo el faro. Algunos restos reposan bajo el mar.
Quedan sus piedras. Se apagó su luz. Calló la voz poderosa de sus tritones de bronce. No hay luz, no hay voz. Solo piedra. La piedra eterna con que se edifica la Historia.
Cincuenta kilómetros antes de llegar a la costa, la luz del faro señalaba la entrada al puerto de Alejandría. Estaba en la isla de Faros, que le dio nombre. No sabemos exactamente cómo era, después de 1700 años, pero algunos viajeros árabes del siglo XIV nos dicen algo, y autores como Estrabón. Este nos dice que era de piedra blanca, alzado sobre un promontorio, y que era una torre de varios pisos. Sí sabemos que el arquitecto se llamaba Sóstrato de Cnido, jefe de la flota de Tolomeo Filadelfo en el siglo III.
Las representaciones más antiguas las tenemos en monedas del siglo II y en mosaicos y algún modelo de barro usado como lucerna, en las que se le representaba con planta cuadrada y varias filas de ventanas.
La fuente más fidedigna para la restitución de las proporciones del faro es la del arquitecto malagueño Ibn-al-Sayh, durante su peregrinación a la Meca. Otros lo describen, pero solo él da las medidas: 113 metros de altura y 30,60 de lado. De la altura, 70 metros corresponden al primer cuerpo, 34 al segundo y 9 al tercero. El primer cuerpo es cuadrado, el segundo octogonal y el tercero es la linterna. Del interior apenas conocemos nada. Se supone que era como un pozo rodeado de una rampa que subía a la linterna. De la puerta a la rampa había un pasillo, y a lo largo de la rampa se abrían habitáculos para diversos usos.
El faro se orientaba según los puntos cardinales, de ahí su forma octogonal.
Además de iluminar a los navegantes, de ser la luz de esperanza en la arribada, el faro cumplía una función defensiva, ya que su altura le permitía avizorar el horizonte y descubrir con suficiente antelación cualquier flota enemiga o expedición amenazadora. Del mismo modo, podía emitir señales de alerta, gracias a que la gran linterna, alimentada con aceite, aumentaba su luz al reflejarse en paneles metálicos muy pulimentados. Y no solo eso: en el segundo cuerpo había unos tritones metálicos, visibles en las representaciones que nos han llegado, provistos de una potente bocina, que, activada con fuelles, emitía señales acústicas, tanto para avisar del peligro como para avisar a través de la niebla, si la luz se tornaba difusa.
En el primer cuerpo había máquinas de guerra, y, por supuesto, alojamiento y provisiones para la guarnición. El agua se almacenaba en la base maciza, sobre la que se alzaba la torre, y de la que partía la rampa helicoidal.
Un viajero incansable, Ibn Battuta, nos dice que había visto el faro muy ruinoso, y cuando volvió a visitarlo, en 1371, lo encontró en ruina total. Cómo ocurrió, no lo sabemos. Solo le han contado a Madre Historia que su ingente cantidad de material fue utilizada por el jeque mameluco Qait-bay para, en parte, construir su castillo, y lo no utilizable se aprovechó para macizar el rompeolas.
El castillo está hoy donde estuvo el faro. Algunos restos reposan bajo el mar.
Quedan sus piedras. Se apagó su luz. Calló la voz poderosa de sus tritones de bronce. No hay luz, no hay voz. Solo piedra. La piedra eterna con que se edifica la Historia.