En 1276 Ramón Llull fundó el monasterio de Miramar para acoger el colegio de misioneros dedicados al aprendizaje del árabe y otras lenguas orientales. Para Ramón Llull, el ideal de la vida es el que describe en Blanquerna , cuyo protagonista inicia su búsqueda de Dios mediante un viaje vital que le llevará, a su pesar, a ser monje, abad, obispo y papa, para finalmente acabar siendo ermitaño y así conseguir la perfección espiritual.
Con el impulso y el carisma de Llull, el bosque de Miramar se empieza a habitar de ermitaños. Él mismo se retira en la soledad del Puig de Randa y de Miramar en Valldemossa llevando una vida contemplativa.
Los ermitaños eran de cualquier clase social y vivían por temporadas o por años en cuevas o en sencillas ermitas. No se integraban en ninguna congregación religiosa y dependían de los rectores y jurados de los pueblos respectivos.
Llevaban una vida anacorética, es decir, de silencio, oración y penitencia en algún lugar apartado, como las «Ermites Velles», de las cuales solo quedan algunas piedras como testigos silenciosos de unas vidas de rezo y contemplación.
Las encinas, los pinos, incluso puede que hasta los centenarios olivos se hayan renovado desde entonces; pero las piedras, las perdurables piedras, que forman el esqueleto de la memoria, probablemente son las mismas y estén impregnadas del desapego a lo terrenal y de la búsqueda de Dios de aquellos ermitaños.
Después de un tiempo, el bosque se quedó sin ermitaños, pero el agua de las lluvias, del rocío, de las nevadas, de los arroyos de primavera… seguía purificando el lugar. Los árboles seguían hundiendo sus raíces en la tierra y elevando sus copas hacia el cielo. El bosque permaneció en penumbra, repleto de encinas, ese árbol que crece lento pero constante, con su tronco cenizo y su austera floración, de hoja perenne, que «alberga nido y canto», como decía Gabriela Mistral. Con los elementales y su vida propia, con el genio del lugar protegiendo la memoria, la luz, las palabras y el silencio de tanto tiempo.
En el bosque, seguía la vida… Si observamos, el espacio en el bosque se ensancha, se eleva y tiene una nítida profundidad.
Cuando en 1646 llega Joan Mir de la Concepció, con veintiún años y procedente de Alaró, a las soledades de la Trinidad de Valldemossa, ya hacía tiempo que en las cuevas y las «Ermitas Velles» no quedaba ningún ermitaño.
Él escoge para vivir una ermita pobre y desolada dedicada a San Pablo y San Antonio en el rellano del bosque de la antigua alquería de Sa Torre, desde donde se contempla el mar. En tan hermosa soledad, levantó las paredes y habitaciones indispensables.
En este paraje, se encuentra con sí mismo y con Dios, al que postrado pide poder crecer en virtud y en perseverancia.
Llegan más ermitaños
Pronto se difunde por las inmediaciones, y después por toda la isla, su bondad y sencillez. Al igual que san Francisco de Asís, él también, por la noche, miraba la luna y las estrellas, y por la mañana alababa a Dios con los pájaros y las plantas.
Al abrigo de Joan Mir, van llegando ermitaños de toda la isla y crece la comunidad, que al principio se rige por reglas no escritas. Joan Mir era hombre de pocas letras y encarga la redacción del libro de la vida monástica al
Padre Geli en 1666, poniendo los fundamentos de la nueva congregación de ermitaños de san Pablo y san Antonio. Así, pasan de ser anacoretas a ser congregación.
Los ermitaños crecen y ya no caben en las celdas o cuevas del lugar, y son enviados por Joan Mir a otras ermitas de Mallorca: San Onofre de Deià, San Pau de Lluc, Pollença, etc. Joan Mir de la Concepción es considerado el padre de los ermitaños de Mallorca.
Es fácil imaginarse a aquellos ermitaños saliendo de sus cuevas a la hora convenida, reuniéndose con los otros que vivían en la ermita para el rezo nocturno de maitines. Aquellos paseos nocturnos de los ermitaños por el bosque, vestidos con un paño tosco de color castaño, con capucha y calzados con alpargatas… oyendo el canto de las aves nocturnas, de los mochuelos y las lechuzas, con los brazos cruzados y recogidos sobre el pecho, la cabeza baja para protegerse del frío de la noche y del viento. Avanzando sobre la hojarasca del suelo, sintiendo el olor de tierra húmeda del encinar, iluminados por la luna y las estrellas o sin luz alguna en las noches oscuras. Solo el viento sacudiendo los árboles, la tramontana o el mistral silbando por entre pinos y encinas y despertando olores de romero y mata. Tal vez, el rumor lejano del mar…
¿Cuántas alabanzas y preguntas se lanzaron al aire? ¿Cuántos rezos y plegarias subieron por las laderas de la montaña?
En silencio, resuenan ecos…
El siglo XVII fue especialmente duro en Mallorca porque a la escasez de trigo proveniente de Sicilia, se unió la epidemia de peste que mató a más de 20.000 mallorquines. La población comía algarrobas y piñones cocidos para sobrevivir. La hambruna y la falta de trabajo (los mallorquines, por pertenecer a la corona de Aragón, no podían ir a América en busca de un futuro mejor) no les dejaba otra que alistarse de soldados o tirarse al monte a robar y hacer fechorías.
La sierra mallorquina no era lugar seguro, y aquellos parajes solitarios solo eran frecuentados por los carboneros que, durante unas dos semanas, cortaban la leña y preparaban «sa sitja» para la combustión del carbón.
Estos, cuidaban de día y de noche, desde su barraca, de tapar con tierra cualquier salida de humo para que la combustión de la leña fuera cuanto más lenta mejor. A veces construían un horno de piedra para cocer el pan y también se alimentaban de aceitunas. Los ermitaños les acercaban jarras de agua para beber y apagar cualquier llama.
Los ermitaños debían reconocer la presencia cercana de los carboneros por el ruido de las hachas y el olor a leña cortada y a carbón.
Los siglos discurren en el lugar
En 1713 rodó de la montaña una gran piedra, que se convirtió, una vez labrada, en el cuello de la cisterna del claustro, y los ermitaños hicieron bancales para protegerse de futuros desprendimientos.
Hasta el siglo XX, la ermita solo se abría una o dos veces al año, y eran los ermitaños los que iban a pedir limosna (alimento o ropa, nunca dinero) a los pueblos. El antiguo traslado en burro fue sustituido por un moderno 4L. Cada domingo o festivo, bajaban de madrugada a la cartuja de Valldemossa para oír misa y después recoger lo que la gente les daba.
Los ermitaños se alimentan de frutas, pan, legumbres, verduras, aceitunas y agua, pero nunca carne ni vino. Comen solos en su celda. Esta es una costumbre heredada de los antiguos «padres del desierto», aquellos monjes eremitas y anacoretas que, en el siglo IV abandonaron las ciudades del Imperio romano para ir a vivir en las soledades de los desiertos de Siria y Egipto, como en la Tebaida. Entre ellos, Antonio Abad, Pablo el Ermitaño y tantos hombres y mujeres que también buscaban la paz interior para la re-unión o unión mística con Dios.
En la actualidad hay cuatro ermitaños que siguen la regla de San Benito: «ora et labora en soledad». Tienen un huerto en el que trabaja el padre Benito, y hace del trabajo un remedio contra el posible fastidio de la soledad, contra las tentaciones y para no ser gravoso para nadie.
La ermita está abierta porque quieren ser hospitalarios y no convertirla en una isla; antes preparaban «sopes», envinagrados, aceitunas, etc. Pero, a pesar de acoger a los visitantes, no les pueden preguntar por las cosas de este mundo porque esto les distraería en su búsqueda continua de Dios.
Para ellos, la naturaleza siempre supera a cualquier creación del hombre y les ayuda a alabar a Dios.
Dicen que, antes, los visitantes decían: ¡cuánta paz hay en este lugar! Y ahora dicen: ¡cuánta energía! A ellos les da igual, creen que son los 369 años de permanencia continuada en la ermita, tantos años de oración, los que la mantienen elevada.
Los ermitaños sienten fascinación por una opción de vida radical, opuesta al estilo de vida que valora la acción vertiginosa para conseguir el placer inmediato.
Ellos optan por una espiritualidad basada en la oración y el silencio.
«Vivir solo para Dios, no desear más que a Dios» es su máxima.
Hoy estamos en la ermita de la Santísima Trinidad en el día de su festividad, que para sus ermitaños significa la unión del Padre con el Hijo a través del Espíritu Santo.
La Trinidad evoca el número tres, ese número que es Espíritu y que, relacionando a dos (Padre e Hijo, Cielo y Tierra…) se aleja ya de la separación, de la línea recta que divide e inicia el retorno al Círculo originario.
Si miramos desde la perspectiva del balcón que da al mar, veremos un cielo que se une al mar por medio del horizonte que, aunque parezca una línea recta, es en realidad un pequeño arco del gran círculo de la Tierra.
La ermita no está al pie de la playa, está en un lugar alto. Si nos elevamos como ella, tal vez podamos contemplar la vida con mayor amplitud y sentir la unidad con el Todo.
Carme, què ben narrat i què interessant! Moltíssimes gràcies!