Era tal el carácter sagrado de los Juegos Olímpicos que las continuas guerras entre pueblos hermanos se detenían para permitir que todos pudieran asistir, pues el oráculo había dicho que debían convertir su antagonismo en una noble competición en el campo de los deportes.
Así, Olimpia fue el lugar físico donde encarnó un ideal que habría de llevar a los jóvenes, a través del acicate de la victoria, a desarrollar unos valores que, en el fondo, son el objetivo principal del juego.
Según el sentido profundo del oráculo, se trataría de un empujón civilizador impulsado una vez más por los dioses que velan por el desarrollo de la humanidad.
Estos valores, solo conseguidos a través del esfuerzo inteligente y entusiasta, serían los que irían ennobleciendo el alma del atleta, que pasaría a ser ejemplo a seguir por sus conciudadanos.
Así, aunque el premio pareciera ser la fama y el honor, el verdadero triunfo era la purificación del alma, tal como luego nos enseñaría Platón.
Y así fue durante más de mil años hasta que el desgaste de todo lo manifestado hizo que los Juegos cayeran en el olvido.
Pero los ideales civilizadores nunca mueren; esperan durmientes en su lecho divino hasta que la ley de los ciclos históricos los reclama de nuevo para su plasmación. Y es entonces cuando se hace necesaria la presencia de un alma grande para concebir el gran sueño. El destino quiso que fuese un hombre llamado Pierre de Fredy, nacido en París el 1 de enero de 1863.
Hay personajes a lo largo de la historia que han sabido legar a la humanidad una obra tan gigantesca que el brillo de su magnitud ha eclipsado al propio artífice de la misma. Este es el caso del barón Pierre de Coubertin, casi un desconocido fuera del ámbito especializado del olimpismo.
Su título nobiliario le fue dado por el rey francés Luis XIII a un antepasado suyo, el primer Fredy, en 1471. El sobrenombre familiar proviene de 1567, en que uno de los Fredy adquirió el señorío de Coubertin, cerca de París.
Pierre estudió Ciencias Políticas, pero pronto descubrió que su verdadera vocación era la pedagogía. En una época de cambios como vivía Europa, se dio cuenta de que la educación era la clave para que las nuevas generaciones hicieran resurgir valores aparentemente perdidos en el seno de una civilización utilitarista, profana y dividida.
A raíz de las experiencias personales vividas en sus viajes por Inglaterra y Estados Unidos, concibió la idea de una gran reforma pedagógica con proyección internacional.
Ecos del pasado
Inspirado en el recuerdo del espíritu olímpico, escuchó los ecos de ese pasado preservado en vasijas, mitos, estatuas y murales, resonando en la poesía clásica, la filosofía y el teatro. Las silenciosas piedras de las excavaciones de Atenas, Delfos y Olimpia avivaron también los rescoldos de un fuego que nunca se terminó de apagar porque vive en el corazón del espíritu humano.
Coubertin vio en su portentosa imaginación la posibilidad de dar vida de nuevo a los Juegos Olímpicos, de recuperar la competición atlética como una práctica para el fortalecimiento de los valores del alma así como de la forma física del cuerpo.
El juego limpio, la nobleza en la contienda, el coraje, la superación de los propios límites, la ofrenda del esfuerzo como un gesto que busca sacralizar nuestra vida, todo lo que el deporte puede aportar al joven era visto por Coubertin como una fragua en la que un temperamento violento, mediocre o pusilánime se puede convertir en un carácter bien templado, fuerte y dispuesto a la fraternidad entre los pueblos.
Y así, al considerar el deporte como un medio eficaz en la educación de la juventud, se comprometió en la introducción de la educación física en la escuela; fundó la Sociedad de Deportes Populares, creó Universidades Laborales, publicó numerosos escritos sobre temas pedagógicos, políticos e históricos y se entregó a la fundación de asociaciones deportivas escolares y su organización a nivel nacional.
El 25 de noviembre de 1892, en el claustro de la Sorbona, en París, anunció su idea de restablecer los Juegos Olímpicos de la Antigüedad. La idea fue recibida con gran alborozo; sin embargo, no obtuvo la aprobación, quizás por considerarse un proyecto de una envergadura excepcional. No obstante, dos años después, en el mismo lugar, obtuvo el apoyo unánime de todos los presentes, creándose el Comité Olímpico Internacional (COI) y designándose como primera sede para la celebración de los Juegos Olímpicos modernos la ciudad de Atenas.
Ya en la primera versión de la reglamentación del COI (1894) se cita como tarea del Comité «adoptar todas las medidas convenientes para fomentar el deporte para todos en igual medida que el de alta competición». Coubertin quiso hacer del deporte una escuela de nobleza y pureza moral, a la vez que un medio de fortalecimiento y energía física.
En sus Memorias olímpicas, Coubertin expresa con claridad su postura sobre el «deporte para todos»:
«El deporte no es un artículo de lujo, no es una ocupación para ociosos ni una compensación por el trabajo intelectual. El deporte es una fuente de perfeccionamiento interno para cada persona. La profesión no tiene nada que ver con ello. Antes bien, el deporte es un regalo irreemplazable que le es dado a todas las personas en igual medida. Desde una perspectiva étnica tampoco existe diferencia, ya que, por naturaleza, todas las razas disponen del deporte como de algo propio y en igualdad de derecho».
Deporte y paz
Coubertin consideraba de vital importancia la misión pacificadora de los Juegos. En un discurso de 1894 en Atenas afirmaba:
«Es preciso que cada cuatro años los Juegos Olímpicos restaurados den a la juventud universal la ocasión de un reencuentro dichoso y fraternal, con el cual se disipará poco a poco esta ignorancia en que viven los pueblos unos respecto a los otros, ignorancia que mantiene odios, acumula los malentendidos y precipita los acontecimientos en el destino bárbaro de una lucha sin cuartel».
Desde la fundación del COI, Coubertin fue el motor que impulsó la nave olímpica con su aliento vital, con su conocimiento y, sobre todo, con su entusiasmo infatigable, pese a la incomprensión de muchos de sus contemporáneos. Ostentó la presidencia del Comité desde los inicios, en 1896, hasta 1925.
Coubertin siempre creyó que el arte y el deporte debían ir de la mano en la educación del joven; música y gimnasia, al decir de Platón. Las artes de las musas embellecen la vida individual y perfeccionan la vida social.
Así lo expresa en múltiples páginas de su Ideario:
«¡El culto a las letras y las artes! Abridle decididamente las puertas».
En 1912 introdujo «El pentatlón de las musas» en los Juegos Olímpicos de Estocolmo, en el que obtuvo una medalla de oro por su Oda al deporte , firmada bajo el seudónimo de Georges Hohrod y M. Eschbach.
En 1915, debido a la incomprensión de una parte de sus paisanos hacia el sentido de su labor, sumado a las tensiones políticas de la época, trasladó la ubicación del COI a Suiza, donde vivió hasta su muerte, que tuvo lugar de forma repentina cuando paseaba por el parque de La Grange en Ginebra. En su testamento dejó escrito que su cuerpo fuera enterrado en Suiza, la ciudad que le dio cobijo y comprensión; y que su corazón fuera llevado a Olimpia, el mítico santuario fuente de inspiración de su vida y de su obra.
Este bienhechor de la humanidad que fue Pierre de Coubertin, revolucionario, amante de la paz, impulsor de la concordia entre los pueblos, de excepcional inteligencia y sobrehumana energía, se entregó a sí mismo y toda su fortuna para invocar y plasmar este ideal olímpico atemporal. Nos legó una ingente obra de investigación que sobrepasa las 14.000 páginas impresas, distribuidas en libros, conferencias, artículos, discursos…
Gracias a él, hemos recuperado los Juegos Olímpicos, unos festivales que han despertado de su letargo histórico para irrumpir en el presente con la fuerza de la juventud.
Olimpia representa el sueño universal de superar las grandes luchas de la vida con coraje y determinación. Y eso… no puede morir jamás.
Bibliografía
Phil Cousineau. La odisea olímpica. Ed. Amara, 2008.
Conrado Durántez. Ideario de Pierre de Coubertin. Comité Español Pierre de Coubertin. Madrid.