No es infrecuente la sensación de vacío o de aburrimiento en muchos seres humanos en este siglo XXI cuando no se ven abocados a concentrarse simplemente en sobrevivir. Tal vez ello tenga que ver con la necesidad de descubrir las claves que conducen a saber vivir la vida, es decir, a saber extraer la experiencia de cada circunstancia por la que nos vemos obligados a pasar.
En 1804 Henri Beyle, el célebre escritor francés del s. XIX, famoso bajo el nombre de Stendhal , escribía a su hermana Paulina –tres años más joven que él– una preciosa carta que muchas veces ha sido citada por la madurez de su juicio y la lucidez con que le aconseja:
«El tedio sólo es perdonable a tu edad, en la que todavía no se ha aprendido a evitarlo; después, el hombre que se aburre es un tonto que pesa sobre los demás y, por consiguiente, todo el mundo le huye.
Hoy tenemos unas onzas de aburrimiento, nuestros vecinos lo notan y se apartan de nosotros; al día siguiente tenemos una libra; al otro día, dos, y poco a poco nos vamos volviendo estúpidos».
No pretende Stendhal tratarse a él mismo de manera distinta a como aconseja a su hermana preferida. Él es el primero que practica cotidianamente una gran autoexigencia para ejercitarse en el arte de vivir. En la correspondencia con Paulina, de la que siempre se preocupó y a la que convirtió en su pupila, le vemos acuciar a la joven con apremiantes proposiciones de planes de lecturas, resúmenes y críticas literarias de todo lo que le invitaba a leer. Son cartas de juventud dirigidas a una hermana muy querida, que están llenas de una espontaneidad y una ternura rayanas en la ingenuidad y en una absoluta confianza, pero nunca encontraremos en ellas una sola necedad. Habían perdido a su madre cuando los tres hermanos eran muy pequeños y Henri, que era el mayor y el único varón, se sintió impelido a madurar rápidamente para ayudar a sus hermanas, a pesar de que entonces tenía solo siete años. La muerte de la madre y el enfrentamiento con su padre suponen para él el origen de una profunda rebelión ante el destino, que mantendrá a lo largo de su vida y que le hará esforzarse por llegar a lo más alto de su carrera.
«Hago por arrancar de mi alma cuantas falsas pasiones encuentro, y llamo falsas pasiones a las que nos prometen, en determinadas situaciones, una dicha que no encontramos cuando llegamos al fin de ellas». Como vemos, Stendhal se ejercita en el conocimiento de sí mismo y es extremadamente exigente respecto a sus propias acciones. A los dieciocho años había superado ampliamente la adolescencia y adquirido suficiente madurez como para permitirse aconsejar a sus hermanas y prevenirlas del posible aburrimiento de una vida sin ideales. Aburrirse implicaba para él una esterilización de las cualidades naturales, si se tienen, y un brutal exponente de su ausencia si no se tienen, por lo que, tras advertir a Paulina sobre este peligro, le da más adelante un breve y sabio consejo como terapia para combatir el tedio:
«Lo primero es moverse; este es el remedio más seguro», le dice. La vida, como todos sabemos, es movimiento, es la acción la que nos aporta energía para destruir las células de la enfermedad gris y anodina del aburrimiento, al igual que el ejercicio físico nos ayuda a quemar la grasa superflua que se nos acumula con los años. Recordemos lo que nos dice el Bhagavad Gita:
«La acción es preferible a la inacción y el trabajo a la ociosidad.
La acción vigoriza la mente y el espíritu, prolonga y ennoblece la vida.
La ociosidad debilita la mente y el espíritu, acorta y degrada la vida».
Para los que en el s. XIX viajaban en diligencia, no era fácil imaginar una sociedad como la nuestra, en donde, aunque parezca un contrasentido, «no tenemos tiempo para nada porque hay que tener tiempo para todo». Lo peor es que no queremos privarnos de nada y, en medio de nuestra agitación, al final nos encontramos muy solos con una muchedumbre que nos rodea y empuja sin saber hacia dónde se dirige.
La soledad es una de las características de nuestro tiempo. Hoy en día, hay muchas personas viviendo solas, solemos verlas paseando tristemente en compañía de cuidadores ajenos a la familia o acompañadas de su fiel perro guardián. ¿Qué puede hacer en la soledad el que tiene una vida vacía? Por lo general, se aburre y se deprime porque no le encuentra sentido. Para disfrutar de la soledad y poder transmitir alegría a los demás, hay que tener una vida interior plena. Puede que no solo de alegrías, también de dolores, de recuerdos y nostalgias, de éxitos y fracasos, de equivocaciones con las que aprendimos el arte de vivir y que fuimos convirtiendo en tesoros de experiencia. La soledad es, para los ricos de espíritu, para los que son capaces de desterrar de su quehacer cotidiano el egoísmo, ese oculto y terrible enemigo que acecha las vidas vacías y las priva de la alegría de vivir dándose a los demás. Nos sentimos solos porque no hemos sabido llenar la vida, como decía Ortega y Gasset:
«La vida que nos es dada tiene los minutos contados y nos es dada vacía. Queramos o no, tenemos que llenarla cada uno por nuestra cuenta» , afirmaba nuestro filósofo. Llenar la vida es vivirla plenamente, restituirle lo mucho que nos ha regalado y enseñado, transmitiéndolo a nuestros compañeros de ruta. Es aprender a dar con generosidad como lo hace la buena tierra que, a poco que la cuidemos y le plantemos buenas semillas, nos da el ciento por uno.
Termino con unas palabras de Delia Steinberg Guzmán, alentándonos al movimiento:
«Para construir esta vida, para ser “artistas de la vida”, necesitamos algo fundamental: necesitamos una conciencia activa y una conciencia en paz. La actividad y la paz son dos estados fundamentales de la conciencia».