Si hay un debate necesario en estos tiempos es sobre la educación para todos los seres humanos, uno de los objetivos que plantean las Naciones Unidas para el presente milenio, que aún no se ha conseguido en muchos lugares del mundo. Pero una cosa es escolarizar a todos los niños y niñas de cada país, lo cual ya es un logro, y otra conseguir que los sistemas educativos hagan nacer en ellos todo el potencial que llevan dentro. Para esto último nuestras sociedades necesitan cubrir enormes carencias que arrastran los programas y currículos, más bien orientados a lograr una supuesta «inserción» en el llamado mercado de trabajo, con preferencia sobre otras metas, como podría ser hacer que los educandos descubran su verdadera vocación y lo que quieren ser y hacer en la vida.
Para conseguir tales fines haría falta ir introduciendo en los programas de estudio la formación del carácter, el desarrollo de la creatividad, la inteligencia emocional, la educación en valores, la práctica de unos principios éticos comúnmente aceptados, más allá de las creencias y avalados por las garantías para el ejercicio de la libertad de pensamiento y de acción.
No es la primera vez que asoman a nuestras páginas propuestas interesantes e innovadoras en este sentido y no deja de sorprendernos el comprobar que, una vez más, volver la mirada a los clásicos nos permite una buena orientación. Resulta interesante descubrir hasta qué punto la filosofía, desde sus raíces primeras, no ha dejado de inspirar a los pedagogos que se comprometen en la tarea de ofrecer de manera más eficaz lo que quienes están a su cargo necesitan para despertarse. Que al fin y al cabo es lo que busca todo sistema de educación que se precie.