Pedro II de Aragón era un hombre muy atractivo. Era alto, de casi dos metros, algo inusual para la época. Guapo y galante. Refinado en el cultivo de las artes, como la trova y la música. Y gran guerrero. El modelo de caballero medieval, vamos. El sueño de las damas.
A la suya, por cierto, no pudo tratarla peor. Reina impuesta, no amada, útil solo para lograr un heredero.
Pedro nació en 1178, en Huesca. Su padre, Alfonso II de Aragón, y su madre, Sancha de Castilla. Alfonso muere en Perpiñán, y Pedro recibe la corona a los dieciocho años, añadiendo los títulos de conde de Barcelona, de Gerona, Sobrarbe, Ribagorza, Cerdaña, Besalú y Pallars, y el señorío de Montpellier. La señora de Montpellier, que le aporta el título, es su esposa, María, a través de la cual Pedro aspira a dominar el sur de Francia. Para centrarse en ello, continúa la paz que su padre había firmado con sus vecinos del sur, a cambio de tributos.
A María no la quiere. Más bien la aborrece por haberse tenido que valer de ella políticamente; la enamorada de tan gentil caballero es ella, y mucho es lo que eso la hizo sufrir. Porque el marido, tras la obligada primera noche, no quiere verla más: la encierra en un castillo y corre de una alcoba ajena a otra sin el menor disimulo. Para eso es el rey. Como hace la mayoría de sus coetáneos, y antes y después.
La reina es astuta. Quiere quedarse embarazada, un heredero es lo único que la salvará del repudio. Conoce las costumbres del esposo nominal. Con ayuda de un leal amigo aragonés, le tiende una trampa que se ha hecho famosa en la Historia: se finge secreta enamorada y le cita en una casa convenida; a oscuras, pide, por no poner en vergüenza al supuesto y engañado esposo.
Orgulloso, acude Pedro. Y el engaño resultó, porque María queda embarazada y entonces revela el engaño al furioso marido.
Qué magnífico hijo el que nace: Jaime I el Conquistador. Nada menos. Al que el padre odia tanto que tardó años en aceptar verlo… y jamás pronunció su nombre. Para él no existió el hijo del engaño.
Tan cruel con los suyos, y tan generoso con los demás. Con sus súbditos. Las tierras de Occitania, con condados tributarios de la Corona de Aragón, albergaban una colonia de cátaros. Y el templario Simón de Monforte les ataca. Los cátaros suplican la ayuda de su señor, y Pedro y Simón se enfrentan en la batalla de Muret.
A Pedro quizá le perdió su libido… Porque la noche anterior, en lugar de descansar, la pasa en compañía de una dama complaciente. Bebe, no ha dormido, incluso se duerme en la misa previa a la batalla. Y en ella hace honor a su fama: se lanza en primera fila, sin cubrir los flancos. El enemigo le rodea, y tras pelear como sabía hacer, él y lo mejor de la nobleza aragonesa son muertos. Tiene treinta y cinco años.
Allí quedó, en el campo de batalla, despojado de armas y ropa por los bandidos que seguían a los cruzados, como hienas. Por la noche, un grupo de hospitalarios le recoge.
Hoy sigue sin estar al lado de su esposa. Descansa en el monasterio de Sijena, junto a su madre. Quizá la única mujer que amó.