En los orígenes de la filosofía, tal como la entendemos ahora, las preguntas sobre el universo estaban entre los intereses de aquellos sabios de la época arcaica que nos ofrecieron algunas de sus respuestas, recurriendo a un nuevo lenguaje, distinto al de los símbolos o los mitos de las antiguas cosmogonías. Y desde hace bastantes años, los científicos han recurrido a aquellas explicaciones, un tanto enigmáticas, para argumentar sus nuevas pesquisas y han hallado que había mucha verdad en las palabras de un Anaximandro, o de un Pitágoras, por citar solo dos ejemplos paradigmáticos.
Poco a poco, lo que encuentran los sabios actuales empieza a parecerse a esos relatos, como si la filosofía y la alta ciencia se hermanaran en la búsqueda, y quizá también en sus orígenes, pues desde el principio, el conocimiento estaba unificado y esas dos disciplinas se desarrollaron conjuntamente.
Volver a mirar el universo con ojos filosóficos o científicos ya no es tan divergente ni contradictorio y, además, surgen términos evocadores, como el de «materia oscura», que nos explica una de nuestras colaboradoras de manera sencilla y sugerente. Mirar el universo así es algo nuevo, aunque sus raíces son antiguas y los paradigmas que van surgiendo a medida que se confirman las intuiciones de los investigadores nos muestran una nueva ciencia esperanzadora que la filosofía nos ayuda a entender.
Aspirar a conocer los orígenes del universo es un enorme desafío para los seres humanos y nuestra capacidad para ensanchar el ámbito de nuestra mente. El mito de Prometeo, al que se refiere otro de nuestros colaboradores, sostiene el anhelo de saber como lo que mejor define nuestra naturaleza.