La tierra de Juba, Maurisia, Mauritania, era ya un municipio romano desde época de Claudio. Caracalla reordenó el barrio del foro, y el lujo de sus mármoles sirvió para la construcción del soberbio templo de la Tríada Capitolina: Júpiter, Juno y Minerva recibieron culto en esta tierra. Y no solo ellos, sino Venus, Baco, Isis, Anubis, Cibeles, Mitra. Todos los dioses eran bienvenidos en la hermosa Volubilis, la capital de Mauritania. Sin embargo, no eran amados los vecinos dioses púnicos, y tan solo fueron aceptados, para honrar a la venerable tierra antigua, dos dioses beduinos: Theandrios y Manaphos.
Vivieron en paz. Tan solo las tribus de los mauri, empujadas por el hambre, atravesaron las tierras de Juba para llegar a saquear las tierras de la Hispania. A Roma no le costó trabajo pacificar las llanuras africanas, tan extensas y poco pobladas.
La tierra de Juba es vieja. Muy vieja. Los mauri, su primer pueblo de nombre conocido, desciende directamente del hombre neolítico, que descubrió la feracidad del valle. Luego, los punos llegaron a las costas. Solo mucho más tarde los cartagineses fundaron un pequeño poblado: Volubilis.
Y allí es donde alzó Juba su capital. La capital de su reino de las arenas. Era tan hermosa, tan llena de luz y fragancia, que fue la joya de la Mauritania Tingitana. La que hoy llamamos Marruecos.
Allí se unieron el influjo cartaginés y el romano. Juba no fue solo un guerrero y un fundador, sino que fue un hombre culto, conocedor de las letras, que incluso escribió un libro de crítica del arte. Algo extraordinario en su lugar.
Tenía que saber unificar, porque en su hijo debería unirse la última cultura sagrada de la tierra con las tribus de África. Porque su esposa era la hermosa Cleopatra Selene, la hija de Cleopatra y Marco Antonio. Ella llevó allí a sus dioses, a Isis, a Anubis, y les fueron alzados soberbios templos a imagen de los de Egipto, siempre añorados. Allí se unió la magia de la tierra de los faraones y la fiereza de las tribus mauras.
Juba soñó con que las dos razas unidas en la mano de su hijo dominarían todo el norte de África. Que esos sueños se plasmarían en su hijo Ptolomeo.
Sueños rotos. Calígula, el emperador loco, lo asesinó, como a tantos otros grandes hombres. Cortó esa vida, y con ella una poderosa rama de la Historia.
Era la última gota de la sangre real egipcia.
Era la última sombra de los faraones.
A Juba no le queda nada: ni hijo, ni sueños, ni reino, que también fue abandonado a su ya triste suerte por Roma, centrada en otras miras.
A Juba solo le quedó el desierto.