En los años de juventud, muchos tenemos una etapa que yo llamaría épica, en la que hay un afán por vivir aventuras que tan solo algunos pocos logran llevar realmente a cabo. Los que no lo logran, las buscan en formas que giran sobre dos vertientes: por un lado, asumir riesgos innecesarios, que van desde la ingesta de alcohol en grandes cantidades a conducir de forma temeraria sin ninguna necesidad de hacerlo, lo que supone una auténtica deformación del espíritu de aventura y una búsqueda de riesgos irracionales sin razón de ser; la otra vertiente tiene que ver más con el concepto de hombre «espectador» surgido en el siglo XX, como consecuencia, primero, de adaptarse a ver la vida en el cine, luego, en la televisión, y que alcanza tal vez su culminación con la era de Internet. Es decir, ver u observar aventuras vividas por otros y, de alguna manera, sentirse partícipe sin moverse del sillón de casa o la butaca del cine. Esta segunda vertiente es la más común, y la menos peligrosa en términos generales, salvo por la acomodaticia falta de protagonismo del espectador de la vida y aventuras vividas por otros, sean estas ficticias o no.
Todo esto viene a cuento de una experiencia que viví en mi juventud en relación con una película. Habíamos decidido ir al cine un grupo de amigos, que incluía amigas –hoy en día hay que aclarar estas cosas–, y llamó nuestra atención una película ofrecida por un cineclub cuyo título era La pasión de Juana de Arco. Como estábamos en esa fase épica de la vida, la idea de ver especialmente grandes batallas hizo fácil la decisión y hacia allí nos dirigimos. Recuerdo que esto tenía lugar en una sala de un museo de arte, imagino que alquilada para el efecto, y los asientos eran largas bancas de madera sin respaldo, todo bastante básico, la verdad, pero no afectó al entusiasmo que traíamos, hasta que empezó la película. En primer lugar, era una obra del cine mudo –de 1928– con los textos intercalados entre las escenas, en francés, que eran traducidos en voz alta por una persona ubicada en la parte de atrás de la sala. Luego, resultó que no había batallas, sino que toda la trama se basaba en el juicio a que fue sometida la Doncella de Orleans durante algo más de una hora que se nos hizo larguísima. Huelga decir que salimos completamente decepcionados con la experiencia y jurando no repetirla nunca más.
Sin embargo, unos años más tarde, pude ver una versión de Hollywood de 1948 en color sobre el mismo tema, y me costó asimilar la diferencia. Las imágenes que recordaba de aquella noche en el cineclub eran infinitamente superiores a lo que Hollywood ofrecía, con todo lo que contaba a su favor, empezando por ser una versión hablada.
Después de esas películas se han hecho muchas otras versiones sobre el mismo tema, tanto en el cine italiano con Rosellini o, más cercana, una de 1999 de Luc Besson, cineasta francés, aunque la versión sea en inglés, más otras posteriores. A pesar de eso, considero que ninguna se acerca siquiera remotamente a la pureza de las imágenes de la versión muda de 1928.
Esta película fue dirigida por el director danés Carl Theodor Dreyer y protagonizada por la actriz de teatro Renée Jeanne Falconetti, aunque algunas veces aparece como Renée Maria Falconetti. El guión estaba basado en las transcripciones del verdadero juicio a Juana y que Dreyer estudió por más de un año. El set fue construido especialmente para la película y fue el más caro de la Europa de entonces, un octógono de hormigón para representar el castillo de Rouen donde tuvo lugar el juicio, inspirado en miniaturas de época con torres y demás elementos comunicados entre sí, en lugar de varios decorados. Al parecer, el director era bastante tiránico, pero la interpretación de Falconetti, en medio de lo que ahora llamaríamos «tortura psicológica» es francamente extraordinaria.
Mi recomendación a quien quiera verla es hacerlo con calma y no por partes, con el fin de poder apreciar la intensidad de las imágenes de los inquisidores y el sufrimiento de Juana, ya que, después de todo lo que hizo por Francia y el delfín, la acusaron de herejía, y esto es lo que se muestra de forma clara durante todo el proceso que la condujo a la hoguera.