Denis Marquet es filósofo, escritor y terapeuta francés. Ha sido profesor en la Universidad de París XII y en el Instituto de Estudios Políticos de París. Convencido de que buena parte de los sufrimientos psíquicos que padecemos se deben a que no indagamos ni nos cuestionamos el sentido de la vida, crea, en 1997, su primera consulta de «filósofo-terapeuta». En ella hace uso de la mayéutica socrática para ayudar a las personas a dilucidar ese sentido.
Denis Marquet es colaborador de las revistas Psychologies y Nouvelles Clés, autor también de multitud de artículos, novelas y ensayos filosóficos. Entre sus obras destacan Colère (2001), Éléments de philosophie angélique (2010),Nos enfants sont des merveilles –Les Clés du bonheur d’eduquer (2012),Le testament du roc (2016), Aimez à l’infini– y La veritable philosophie du Christ (2019).
En esta época de transición, ¿piensa usted que la educación juega plenamente su papel en el desarrollo del niño?
Nuestra época de cambios constituye un vacío para la educación. En todas las culturas tradicionales que han precedido a nuestra modernidad, la educación era una función fundamental de la sociedad, cuyo objetivo era construir al individuo de acuerdo a sus necesidades sociales.
En la Edad Media, la educación tenía por objetivo formar a un buen cristiano, y en el siglo XIX se trataba de formar un buen ciudadano.
Hoy en día, la sociedad renuncia a construir al individuo en función de sus necesidades. Al contrario, es la sociedad la que es considerada como un medio al servicio de los fines del individuo. Así, la sociedad de la modernidad liberal no educa ya a sus niños. Hasta podemos asegurar que dicha sociedad ejerce una influencia anti-educativa.
En efecto, la meta de una sociedad consumista es la de producir un buen consumidor; es decir, un ser humano en el que el impulso consumista no tenga prácticamente límites. En consecuencia, comprobamos que la educación se ha convertido en un imposible. Sin embargo, es muy necesaria, porque abandonar al individuo al impulso consumista genera un caos que entra en contradicción con la idea misma de sociedad.
Constatamos que no podemos detenernos es esta conclusión. Toda vuelta hacia atrás nos resulta imposible. Conviene concentrar los esfuerzos en las oportunidades que presenta el momento actual.
Lo que propongo en mi libro Nuestros hijos son una maravilla es la relevancia de la educación, no en una sociedad que ya no nos proporciona una idea clara de lo que ha de ser el ser humano, sino que se trata de concentrarse en el ser único que es cada niño. El anhelo profundo de cada ser humano es poder experimentar y expresar el ser único que es.
La autoridad, necesaria en toda educación, es aceptada como justa por el niño cuando limita sus impulsos en nombre y al servicio de su verdadero anhelo: poder expresar quién es él, manifestarse plenamente, y a la vez, poder percibir el ser único que es el otro, amar al prójimo.
Según usted, ¿ha de depender la conciencia de un medio físico?
No es la conciencia la que depende de un medio (soporte) físico, sino que es el medio físico el que depende de la conciencia. Nuestro cerebro y nuestro espíritu efectúan un trabajo fantástico haciéndonos creer que lo que vemos en el exterior es una realidad. De hecho, todo lo que sentimos y percibimos, todas las experiencias que vivimos, ocurren en el interior de nuestro espíritu y de nuestro cerebro.
La razón nos hace ver la realidad física como un sustrato de información. En realidad, la física cuántica nos demuestra claramente que no existe una realidad física objetiva. Todo está en nuestro espíritu. Debemos aceptar que somos seres espirituales en un universo de espiritualidad. Me gusta imaginar el mundo material como un decorado de teatro o de cine, en el cual se va a interpretar una obra, un drama, y el tema de la historia emerge del mundo espiritual.
Así, de repente nos damos cuenta de que disponemos de una fuerza extraordinaria para manifestar nuestra voluntad. Es por ello por lo que, desde mi punto de vista, ese viaje al interior de la conciencia constituye un verdadero regalo.
Dos años después de padecer un estado de coma, comencé a practicar la meditación, y desde entonces medito de dos a tres horas diarias. Cuando uno se da cuenta de que es la conciencia la que crea el universo y de que podemos penetrar dicha conciencia, se puede entonces trascender (traspasar) el velo y el falso sentido del espacio y del tiempo, descubriendo así un conocimiento mucho más rico de nuestra existencia, de nuestras interconexiones y de todo lo que nos relaciona a los unos con los otros.
Todo ello porque somos todos, aspectos de un espíritu. Todos somos parte de ese dios que tiene una infinita capacidad de amor. De hecho, «no formamos parte de…», sino que «¡somos!». Nosotros somos miembros de ese universo que tiene conciencia de sí mismo, gracias a nuestra conciencia.
¿En qué aspectos puede la educación permitir al niño expresar el ser único que él es?
La educación ha de fundamentarse en el amar. Amar consiste primero en considerar al prójimo como un ser que siente y puede sufrir (amor-compasión), pero también en saber considerarlo como un ser único (amor-admiración). Cada uno es como un prodigio, una fuente de maravilla porque es único.
El trabajo del educador es, principalmente, interior: debe, en lo posible, liberarse antes de las expectativas y de las proyecciones que podría lanzar sobre el niño, y que le impiden percibir la verdad única de su ser interior, y por tanto, maravillarse de lo que realmente es dicho niño; hecho que es muy diferente a extasiarse con sus propias proyecciones, como suelen hacen muchos padres…
La nueva educación se fundamenta también en la autoridad, una autoridad capaz de poner firmes límites a la faceta instintiva del niño, con el fin de permitirle vivir su verdadero anhelo interior y florecer en su evolución. Tal autoridad la reconoce como profundamente justa, puesto que está al servicio de su ser y de su evolución.
A la función maternal arquetípica, cuya fórmula podría ser: «Quienquiera que seas, yo te acojo y acepto», debería responder la función paternal arquetípica, que le diría al niño: «Quienquiera que seas, ¡sé tú mismo, consíguelo!».
¿Considera usted que hay una diferencia entre la palabra «educar» y la palabra «iniciar»? Si la hay, ¿cuál sería?
Nadie inicia a nadie. La iniciación es la estructura misma de la vida, y todos nosotros, a lo largo de nuestra existencia, pasamos por numerosas iniciaciones.
Las sociedades tradicionales poseían ciertos ritos que ayudaban al individuo en los momentos iniciáticos de su vida. Estos ritos escenificaban un proceso de muerte a la antigua usanza, un pasaje o travesía en el que el pasado «antiguo» ya no es, y el nuevo «devenir» aún no está. Es decir, que el nuevo nacimiento tiene ahora una nueva manera de producirse.
En la actualidad, hemos perdido este seguimiento iniciático, lo que desde mi punto de vista es algo que tiene como consecuencia muchos sufrimientos psíquicos, que la psiquiatría de ahora se empeña en esclarecer, sin comprenderlos verdaderamente.
La nueva educación tiene la responsabilidad de ocuparse de los momentos iniciáticos que han de atravesar todos los niños hasta llegar a la edad adulta. Algunos son universales. El primero atañe al nacimiento, que exige una atención muy sutil y cuidadosa.
El tránsito alrededor de los siete años –lo que antes de denominaba «la edad de la razón»–, es otro, así como la etapa de la pubertad. Otro momento iniciático muy raramente percibido, y hasta muy desatendido, tiene lugar alrededor de los dos años, en el cual el niño deja de vivir como conciencia pura y comienza a sentirse como un objeto ante la mirada de los demás.
Muchos otros momentos iniciáticos son característicos de cada niño y están ligados a las circunstancias de su vida. Todos los casos exigen una atención especial que ayude al niño a sentir que puede confiar en «morir» a su antigua etapa, porque tal es la condición para nacer en el nuevo estado de su ser, que a la vez es su más profundo anhelo.