Libros — 31 de mayo de 2020 at 22:00

Uso de símbolos y metáforas en «El proceso», de Franz Kafka

por
Uso de símbolos y metáforas en El proceso, de Franz Kafka

Se dice que esta magnífica obra literaria de Franz Kafka no está acabada, pues su editor, Max Brod, la compuso juntando las notas dejadas por su autor sin tener una guía cierta de la prelación de sus capítulos. Tal vez por ello, el proceso seguido contra Joseph K., que se nos muestra en esta obra, no llega a las altas instancias del tribunal y parece no terminar nunca. De ahí deriva la solución que Titorelli, el pintor oficial de los jueces, le propone a Joseph K.: «Quizá le convenga más el aplazamiento indefinido».

En la obra, se muestra la angustia de K. (o también, Joseph K.) al verse sometido a un proceso en el que no puede llegar a conocer de qué se le acusa. Franz Kafka nos presenta una gran maquinaria judicial capaz de anular de un modo progresivo la voluntad del acusado, pues mina sus deseos y socava su solidez psicológica. Tan irregular proceso llega a destruir la confianza de K. en sí mismo, hasta el extremo de obligarlo a degradarse; la humillación progresiva provocará su entrega y sumisión total al proceso. El acusado acabará siendo triturado por esa gran maquinaria judicial de la que, a su vez, forma parte.

Todo es extraño. Sus vigilantes no conocen a otros guardianes situados más allá, en puestos más relevantes; los jueces subalternos no conocen a sus jefes jerárquicos, ni estos a los grandes magistrados, los jueces superiores, acomodados en el interior de la ley. Todo es un engranaje jerárquico deshumanizado, que llega hasta lo infinito, en donde el ciudadano se convierte en un mero número. «¿De qué se asombra?», le dice el pintor Titorelli, que vive en una buhardilla, cuando tras una puerta situada junto a su cama hace pasar a K. por un corredor que conecta con las oficinas del tribunal: «La Justicia tiene oficinas situadas en casi todos los desvanes», como un monstruo que se ramifica sin parar.

Esta es una representación de la hidra de la «burocratización» de comienzos del siglo XX, y del hombre, como máquina de deseo enfrentado a ella.

El personaje, K., está muy influenciado por su niñez, en la que el padre murió pronto y la madre no se prodigó en mimos ni ternura con él, al igual que le ocurrió a Franz Kafka. Sin duda, hay en esta obra indudables paralelismos con la vida de Kafka, pues él también se siente inmerso en un mundo ilógico que somete al individuo, plagado de leyes absurdas, normas y tradiciones injustas, juzgado por un tribunal desconocido. Siendo el hijo mayor, el padre de Kafka quería que se hiciera cargo de la fábrica de amianto, pero él no lo acepta, pues sabe que no le permitirá dedicarse a escribir. No ha hecho nada malo con ello, pero es repudiado por su entorno familiar, lo cual queda reflejado también en su libro La metamorfosis, cuando el personaje Gregor Samsa, de la noche a la mañana, se transforma en un monstruoso insecto.

En aquel proceso injusto, K. es tratado como un perro hasta el último momento, sin garantías ni notificación previa, sin documentación ni testigos, sin haber podido conocer nunca al juez superior ni al alto tribunal. Sin duda, es el reflejo de la administración decadente del Imperio austrohúngaro que Kafka conoció, la cual gobernaba por decreto sin que el pueblo conociera las leyes promulgadas. Y más grave aún: antesala de lo que sucederá en Europa veinte años después con el Holocausto o el mundo soviético.

Esta obra de Kafka tiene la gran propiedad de situarse entre lo real y lo fantástico. Así, el texto logra sembrar desde su inicio la duda sobre la culpabilidad de K., dado que a muchos lectores les parecerá improbable que se acuse a alguien que no ha hecho nada, o quizá fue denunciado por algún motivo que no recuerda. Incluso, tales dudas le asaltan al personaje Joseph K., puesto que se encuentra tan presionado por el proceso que, un instante antes de morir, aún se atormenta pensando si debía haber hecho algo más para defender su inocencia: «¿Cabía esperar ayuda aún? ¿Había objeciones a realizar que se hubieran olvidado?».

Los lugares en donde se desarrolla la obra son oscuros, agobiantes, sin ventilación ni luz natural, con corredores largos y extraños, en donde el aire viciado es agobiante, pues el autor pretende transmitir al describirlos la sensación de angustia y desasosiego que siente el protagonista por verse frente a una acusación injusta. Tal percepción se trasmite también cuando se describen las oficinas que se encargan del proceso de K., situadas en un barrio marginal: «Era un largo pasillo, desde el que una serie de puertas toscamente acabadas conducían a las distintas dependencias del desván. A pesar de que la luz no llegaba directamente, no estaba por completo oscuro, porque algunas dependencias no estaban separadas del corredor por paredes uniformes hechas de tablas, sino simples rejas de madera que, por otra parte, llegaban hasta el techo».

De igual modo, los distintos escenarios en que se desarrolla la novela corresponden a barrios marginales, que se describen como sombríos, grises, «con casas oscuras, calles llenas de una suciedad que se desplazaba lentamente sobre la nieve fundida», sometidas «al ruido ensordecedor de los talleres próximos», e infestadas de «ratas que salen huyendo hacia al canal cercano».

caer

Las dependencias donde se instruía el proceso eran tan insalubres que K. se sintió mareado mientras esperaba en los pasillos a ser atendido. Al reponerse, dos funcionarios lo acompañaron hacia la calle, aunque ellos, «acostumbrados al aire de las oficinas, soportaban mal el aire relativamente fresco que venía de las escaleras. Apenas podían responder, y la muchacha se hubiera desplomado quizá si K. no hubiera cerrado la puerta con rapidez». Ya se sabe que lo beneficioso para unos no lo es para quienes están acostumbrados a lo contrario.

Kafka utiliza algunas alegorías, como en la pintura que hace Titorelli sobre la Justicia, en donde esta aparece ataviada con la venda en los ojos y la balanza en sus manos, pero con alas en los talones y corriendo. «Sí», dijo el pintor, «tengo que pintarla así por encargo; en realidad es la Justicia y la diosa de la victoria al mismo tiempo». A lo cual replicó K. sonriendo: «No es una buena combinación (…) la justicia tiene que reposar; si no, se moverá la balanza y será imposible una sentencia justa».

Y, sin duda, uno de los pasajes más impactantes del libro es la alegoría del guardián de la ley, contada por el enigmático sacerdote de la catedral, que dice ser un miembro del tribunal. En ella se relata lo sucedido cuando una persona que procede del campo le pide al guardián acceso a la ley. Allí se expone el extraño código ético que sigue un guardián de la puerta, su actitud moral, los favores que puede conceder o no, sus reflexiones y respuestas.

La visión general que esta obra transmite es la de que alguien inocente puede caer bajo las redes de la justicia sin saber de qué se le acusa ni qué hizo en realidad para ser llevado ante los tribunales. Así, el individuo se encuentra desvalido frente a la arbitrariedad de los poderes públicos, cuyos mecanismos pueden fallar, ya sea por algún interés particular, por desidia o por corrupción.

En suma, la presente novela tiene la propiedad de situarse entre lo real y lo fantástico de un modo premonitorio, pues su autor supo percibir el mundo moderno y postmoderno que vendría después, su inconsistencia y falta de ética.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_ESSpanish