Una guerra, cualquiera es símbolo de muerte, de destrucción y de decadencia humana y moral. Si además es alguna del s. XX, cuyos conflictos son extremadamente mortíferos debido a una mal entendida eficiencia tecnológica, automáticamente se nos vienen a la mente imágenes horribles y deleznables: Verdún, Stalingrado, Bosnia… Si, para rizar el rizo, hablamos de guerra civil española de 1936-1939, aparte de todo el horror que de por sí tienen las guerras, se nos hiela el corazón como decía –y criticaba— Antonio Machado.
En esta locura colectiva que nunca nos debimos haber permitido, el revanchismo, la venganza, el odio por el enemigo y por todo lo que este representase fue norma general, viéndose desbocado en los primeros meses del conflicto. Por parte del bando sublevado, simplemente hay que recordar las instrucciones del director del golpe de Estado, Emilio Mola, que en su base 5.ª dice, respecto al alzamiento, que «la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo». Desde el bando rival, aun sin esta claridad explícita y con un gobierno que al principio no pudo o no supo controlar la nueva situación, la represión también fue feroz y completamente deplorable. Baste recordar las «sacas», a las cuales volveremos, o el archiconocido caso de Paracuellos.
Dentro de este clima de terror, de temor por mantener tu propia vida, ¿hay gente que mantenga la belleza del ser humano? ¿Que pueda entender que cualquier vida, incluida la de tu enemigo político, es valiosa? Y tanto. No suelen salir en los medios, ni en los reportajes ni documentales, ni tan siquiera suelen salir en las aulas (craso error al que las generaciones nuevas de docentes intentaremos poner remedio), pero ahí están. Y en «nuestra» guerra civil también los hubo. Y un buen puñado.
Dejando aparte los centenares de personas que estuvieron en el frente (y en la retaguardia) como médicos y enfermeras, aquellas personas anónimas que acogieron a niños refugiados de la guerra, y tantas personas de las que nunca sabremos su nombre y que se debieron a los demás —valgan estas humildes líneas como insuficiente homenaje—, hay algunos nombres que sí sabemos: Manuel Calderón y su intermediación por los diecinueve del navío Nabarra, el doctor Josep Trueta y su método para curar multitud de heridas y su posterior gangrena, o Elisabeth Eidenbenz y su Maternidad de Elna, por poner algún ejemplo concreto. Pero nos vamos a centrar en una figura injustamente olvidada hasta hace poco y que brilla con luz propia: Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo.
Un anarquista sevillano
Nacido en 1893 en el barrio sevillano de Triana en una familia humilde, su madre era trabajadora en una cigarrera y su padre era operario en el puerto del Guadalquivir. De hecho, a los diez años falleció su progenitor en un accidente laboral y se tuvo que poner a trabajar de lo que pudo: calderero, carrocero en la industria del automóvil y ebanista. Incluso probó suerte en el mundo del toreo como novillero, pero una cogida en Madrid lo apartó de esta actividad.
Ya en la capital española, se ganó una merecida fama en la industria automovilística como un chapista extremadamente fino. Es en esta ciudad donde se implica en la política del país, siendo un miembro fundador de la FAI (Federación Anarquista Ibérica), concretamente de la facción pacifista «Los Libertarios». Y es que sin esta militancia anarquista y sin entender que su máxima era el ideal libertario «Por las ideas se puede morir, pero no se puede matar», es complicado entender la fortaleza ética de esta figura. Precisamente esta militancia y su acción política le llevaron a disponer del dudoso honor de ser encarcelado en tres regímenes políticos distintos: durante la monarquía de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera e incluso durante la República. De hecho, en su ficha policial constaba la advertencia de «peligroso», aunque las detenciones eran o por delitos de imprenta o por la Ley de Orden Público. Es más, debido a que pasó por la prisión más de treinta veces, le llamaban «el decano de la Modelo», y es que esta cárcel madrileña era su segunda casa. Este conocimiento de las prisiones y de sus condiciones, aventuramos que aprendido en contra de sus deseos, fue fundamental para su futuro y para el de miles de personas que consiguió salvar.
Y en estas nos encontramos con el estallido del golpe de Estado del 17-18 de julio del 36 y con un país y una ciudad como Madrid en guerra. Desde ese primer momento, como ya hemos comentado anteriormente, muchos de la izquierda se dispusieron a acometer sangrientas venganzas personales y políticas, produciéndose fusilamientos sin control. Y, también desde el primer momento, Melchor Rodríguez lo tuvo muy claro: este sinsentido en forma de violencia no podía ser tolerado. Con su grupo de la FAI de Los Libertarios, expidió salvoconductos para salvar a posibles represaliados, y decenas de personas fueron sacadas de los centros penitenciarios para llevarlas a diversas embajadas y así salir del país o por lo menos puestos a disposición de la justicia para un juicio con garantías. Incluso tuvo a muchas personas refugiadas en su propia casa hasta el final de la guerra. Para más ejemplos, llegó a incautar el palacio del marqués de Viana para dar refugio a decenas de personas sospechosas de estar en contra de la República. Todo esto ante la atónita mirada de compañeros de izquierda.
Pero obviamente la represión no terminaba, y especialmente las temidas sacas, que se pueden definir como un traslado de reclusos realizado por milicianos para posteriormente fusilarlos, sin ningún tipo de juicio ni miramiento. Ante esta situación, el ministro de Justicia, Juan García Oliver, anarquista, nombró a Melchor delegado especial de prisiones. Lo primero que hizo fue que ningún preso podía salir de prisión sin su firma personal entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana. Las sacas terminaron de forma fulminante, salvando así otro puñado importante de vidas.
Esto, salvar vidas enemigas en medio de una guerra donde el odio era predominante, le hizo ganarse muchísimos enemigos e incluso le llegaron a tachar de fascista, pero las convicciones de Melchor eran muy conocidas en el mundo obrero debido a su trayectoria. Obviamente, él sabía que corría peligro; de hecho, sufrió varios atentados, pero su fortaleza ética fue siempre muy superior a las posibles consecuencias de sus actos. Volviendo a su cargo, todas estas presiones le hicieron dimitir el 14 de noviembre, volviendo las sacas. Finalmente volvió como director general de Prisiones el 4 de diciembre, poniendo punto final a este terrible estilo de represión.
También obligó a que, en cualquier traslado de prisioneros, tenía que estar él presente, y es que muchos reos se tuvieron que reubicar en prisiones del Levante debido a la gran cantidad de ellos que había en Madrid. Además, dictaminó que tenía que haber hospitales penitenciarios, creó una oficina de información de detenidos y proporcionó rancho a los prisioneros a través de la colaboración con la Cruz Roja Internacional. Harto interesante es este último punto si tenemos en cuenta que el bando republicano tuvo desde prácticamente el principio de la guerra falta de suministro alimentario, y es que los territorios que quedaron bajo su poder con producción agrícola fueron escasos o insuficientes para sus necesidades alimenticias.
Sin duda, el hecho más destacable realizado directamente por Melchor Rodríguez, y que demuestra que anteponía sus ideas antes que su propia vida, sucedió el 8 de diciembre de 1936. En este día fue bombardeada Alcalá de Henares, con resultado fatal para medio centenar de sus habitantes. Con sed de venganza por estos hechos, una turba se presentó en la prisión de la ciudad complutense para saciar sus sentimientos a costa de los 1532 presos que allí estaban. Cuando supo de esto nuestro protagonista, se personó lo más rápido posible en el lugar. Se presentó con algún guardaespaldas, una pistola que siempre llevaba descargada y su exquisita oratoria.
Allí se puso entre los prisioneros y la masa enfurecida, a la cual les llegó a decir que había ordenado repartir armas entre los reclusos para su defensa —cosa que obviamente era un farol— y que si querían atravesar la puerta interior tendrían que dispararle a él primero. Después de esto, uno de los hombres presentes le puso el fusil en el pecho. Melchor, muy lejos de echarse atrás, se abrió la camisa y gritó: «¡Dispara, cabrón!». El miliciano, por suerte para todo el mundo, se lo pensó mejor y retrocedió, apunta el sobrino de nuestro héroe, José Ramos Rodríguez.
A partir de ahí la cosa fue menos difícil y consiguió que la turba se dispersara sin mayores consecuencias que una camisa rota. Como se puede presuponer, en esa prisión la inmensa mayoría (posiblemente todos) eran sujetos que estaban en las antípodas de su pensamiento político. Unas siete horas duró aquella situación de tensión extrema. De hecho, salvó la vida a un buen puñado de personas que fueron parte importante de la dictadura a partir de 1939: Raimundo Fernández Cuesta, Blas Piñar, Serrano Suñer (el cuñado de Francisco Franco), Peña Boeuf, Bobby Deglané, Rafael Sánchez Mazas (un reconocido falangista), el general Valentín Gallarza y Agustín Muñoz Grandes, que acabó siendo el general de la División Azul y alguien fundamental en la vida de Melchor Rodríguez, como veremos. Fueron todas estas personalidades quienes lo bautizaron como el Ángel Rojo.
Concejal de cementerios
Cuando en marzo de 1937 fue apartado de su cargo de prisiones, lo nombraron concejal de cementerios, y allí, como diría su sobrino Pepe Ramos, «se ocupó de los muertos igual que se había ocupado de los vivos», estableciendo un régimen de visitas para que los familiares de cualquier tendencia política pudieran cuidar las lápidas de sus seres queridos y enterrar de manera digna a sus muertos.
Hablando de fallecidos, tan curiosa como peligrosa fue la anécdota del entierro, en abril de 1938, de su amigo Serafín Álvarez Quintero. Melchor Rodríguez le había prometido al dramaturgo que, en caso de muerte, le colocaría una cruz en su ataúd. Tenemos que pensar que este gesto, que es común y completamente habitual hoy en día, estaba prohibido en el Madrid de aquella época, y es que basta recordar el apoyo incondicional de la Iglesia al bando sublevado (con excepción del País Vasco). Se presentó el sevillano en el entierro con la cruz escondida dentro de su chaqueta y, en un momento de la ceremonia, con la conciencia tranquila de estar cumpliendo una promesa y haciendo honor al respeto entre diferentes ideas, lo ajustó sobre la tapa del cajón de su amigo delante de todo el mundo. Otra vez jugándose la vida por los demás, otra vez demostrando que su fortaleza ética era muy superior a cualquier consecuencia que esta misma le pudiera provocar.
Nos vamos acercando al final de la guerra civil y seguimos sumando actos de heroísmo que rozan la frontera de la locura si tenemos en cuenta el contexto bélico del momento. Después del golpe de Casado dentro de la propia República, Melchor tiene la oportunidad de huir a Francia gracias a la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores, sindicato anarquista), pero Melchor y su hija decidieron quedarse en la capital para proteger a los que se hospedaban en su casa desde el comienzo del conflicto. El simple hecho de que un sindicalista reconocido como él, anarquista para más señas, se quedase en Madrid ya era motivo más que suficiente para temer una sentencia de muerte cuando entrase el bando fascista en la ciudad, pero para acabarlo de dejar todo atado y bien atado, le ofrecieron la alcaldía de Madrid para entregar la urbe a los que serían los nuevos dueños de ella y de toda España.
Es decir: rojo, anarquista, sindicalista y encima alcalde de Madrid a ojos del nuevo régimen. No es difícil adivinar qué le ocurrió una vez que el poder político cayó en manos de Francisco Franco. Y aquí es donde recogió frutos de todo lo sembrado. Al enterarse de la pena de muerte que se dictaminó contra Melchor Rodríguez, el general Muñoz Grandes, aquel que salvó en la prisión de Alcalá y que acabaría siendo general de la División Azul, intercedió directamente con el propio Francisco Franco, con el cual tenía una gran relación, para evitar esa indigna y a todas luces injusta sentencia. Cabe destacar que el general no fue solo, y que le acompañaron 2000 firmas que se consiguió reunir para pedir clemencia por la vida del Ángel Rojo, entre ellas la del general Alberto Martín Arajo o incluso la del portero Ricardo Zamora. El dictador, ante la intermediación de su amigo Muñoz Grandes y el documento de firmas, aplicó su gracia condenando a Melchor «únicamente» a veinte años de prisión y un día, de los que cumplió finalmente cinco en el Puerto de Santa María, posiblemente una de las prisiones más temidas de la inmediata posguerra (que ya es decir). Como anécdota, allí un funcionario le dejó un colchón y eso le salvó la vida, ya que era costumbre regar las celdas justo antes de dormir para que los reos contrajeran todo tipo de enfermedades.
Esta estatua está ubicada en el exterior del penal del Puerto de Santa María, donde Melchor Rodríguez pasó cinco años, en recuerdo de los represaliados.
Una vez liberado, regresó a Madrid, y allí rechazó cualquier ayuda económica, pues prefirió malganarse la vida en una pequeña empresa de seguros. Asimismo, nunca dejó de ayudar y de interceder por los presos, ahora de su ideología política, gracias a los contactos que hizo durante todo el conflicto, aprovechando que había salvado a muchísima gente que en esos momentos tenían puestos de relevancia en el régimen. Pero siempre para ayudar a los demás, nunca a él mismo.
Antes de su muerte, cabe destacar el reconocimiento que le hizo el famoso locutor de radio Bobby Deglané, al cual había salvado en el hecho de Alcalá de Henares. En su programa Cantó las 40 a… decidió darle una medalla, junto al capitán Palacios, un superviviente de la División Azul, en el Circo Price de Madrid, el cual, según los testigos, estaba abarrotado. Recordemos que era la primera vez (y la última) que a un reconocido anarquista se le ponía delante un micrófono por parte de alguien con simpatías por la dictadura para que hablase para todo el país. Melchor Rodríguez aprovechó la ocasión para hablar de reconciliación, del abrazo de las dos Españas.
Unánime reconocimiento
Esto último lo consiguió cuando él ya no lo pudo ver. Nos situamos en el 14 de febrero de 1972. Mientras llevaba unas cartas en ayuda de unos presos de Carabanchel, sufrió un derrame cerebral que resultó ser fatal. Su entierro, un día después, fue pagado entre amigos y sobrinos, ya que su fortuna no daba para más. La procesión del entierro fue multitudinaria hasta la Sacramental de San Justo, en Madrid. Allí se reunieron grandes personalidades del franquismo, un puñado importante de personas que había salvado y prácticamente todos los viejos amigos anarquistas que quedaban en lo que para ellos fue un exilio interior. Durante la misa leyó un padrenuestro Javier Martín Artajo, que fue parlamentario de la CEDA y más tarde diputado por designación del dictador en las cortes franquistas. Obviamente solo lo repitieron unos pocos, la gente de derechas presente. Después de esto, se comenzó a cantar A las barricadas, el himno anarquista, en honor al fallecido, y además, en pleno franquismo —recordemos— se colocó una bandera rojinegra, los colores del anarquismo, sobre el féretro de Melchor Rodríguez. Fue la única vez, en los años de dictadura, en la que se entonó un canto de izquierdas en público y con presencia oficial. Solo un espíritu como el del Ángel Rojo podía reconciliar, aunque fuera por un momento, a los dos bandos supuestamente irreconciliables de la política española.
Melchor Rodríguez, independientemente de su ideología política, fue un ejemplo de dignidad y de fortaleza. Aunque esto de las cifras es altamente engorroso y más en estas etapas de inestabilidad política (y por lo tanto de datos fiables a nivel histórico) salvó, según dicen los estudiosos, entre 11.000 y 13.000 personas a lo largo de toda su vida. Todo esto, recordemos, en una época donde la violencia era algo normal en aquella Europa, donde la política estaba exacerbadamente radicalizada entre la izquierda y la derecha, e incluso con luchas intestinas entre ellas, una etapa llena de violencia explícita como la guerra (in)civil que tuvimos que sufrir en nuestro territorio, donde cualquier concesión al enemigo (y ya no digamos salvarle la vida) era vista con suerte como sospechosa y a lo sumo como una traición. En esta época casi imposible para el pacifismo, la no violencia y la fortaleza de la Humanidad, nació, vivió y dio ejemplo Melchor Rodríguez. Es muy lógico, pues, que en el barrio de Triana, en la fachada de la casa donde nació, haya una placa conmemorativa con su imagen, su nombre, su apodo, los años de su existencia y la frase «Arriesgó su vida por salvar la de cientos de adversarios políticos durante la guerra civil. El barrio de Triana lo recuerda con orgullo. Diciembre 2009».
Considero, desde mi humilde opinión, que no solo el barrio de Triana lo debería recordar con orgullo. El Ángel Rojo tiene que ser orgullo de Triana, de Sevilla, de Andalucía, de España y de cualquier persona que intente mejorar día a día. Su ejemplo y sus acciones tienen que ser guía para todos, de forma universal. Vaya este insuficiente escrito para ayudar en este camino y como homenaje a su figura.
Para saber más…
– El Ángel Rojo. Historia del anarquista Melchor Rodríguez, el anarquista que detuvo la represión en el Madrid republicano, Alfonso Domingo, Ed. Almuzara, 2009.
– El anarquista indómito: la leyenda del Ángel Rojo, José Luis Olaizola, Ed. Libroslibres, 2017.
– Héroes de la Guerra Civil. La cara humana de un conflicto fraticida . Revista Muy Historia, núm. 106. Artículo referido a Melchor Rodríguez: págs. 90-97, por Rubén Buren.
– Melchor Rodríguez, el Ángel Rojo, película documental de Alfonso Domínguez, Argonauta Producciones, 2015.
No conocía a este personaje. Muy, muy interesante y un gran ejemplo humano.
Muchas gracias!
Extraordinario hombre, extraordinario concepto: Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas. Para tantos terroristas (de cualquier tendencia) que se han cansado de derramar sangre.