Entre las obras más sorprendentes de la historia de la música se hallan los últimos cuartetos de Beethoven, escritos para cuerda, del número 12 al 16 [1] , compuestos en sus dos últimos años de vida, en 1825 y 1826.
Aunque en su tiempo no fueron bien entendidos ni aceptados por el público general, y se ha tardado más de un siglo y medio en que sí se haga, los grandes músicos contemporáneos, jóvenes, sí lo hicieron y los consideraron las cumbres nevadas de la obra colosal del maestro de Bonn, junto con los otros dos monumentos de esta misma época, un poco anteriores: la Misa solemnis y la Novena sinfonía.
Después de varios años en que su genio —aclamado por la multitud con su Sinfonía de la batalla (hoy casi desconocida) y la victoria sobre Napoleón— fue casi silencioso, resurge de las cenizas como un fénix, renacido y para dar sus últimos y más sorprendentes resplandores.
El piano, ya abandonado como compositor —salvo una adaptación de la Gran fuga a cuatro manos—, elige para estos cuartetos la cuerda, más en concordancia con su musa otoñal.
Las reglas de la armonía y de la estética fueron violentadas, al menos aparentemente, lo que hizo que un compositor de la época más mozartiano dijese que eran «indescifrables, horrores incorregibles». LaGran fuga, opus 133, que era el último movimiento del Cuarteto n.º 13, fue directamente rechazada por su editor y se convirtió en una obra independiente.
En una reseña de periódico se especificó que si alguien quería disfrutar de la música como un entretenimiento, y no como algo que podía abrir la puerta a mundos desconocidos, indefinidos, era mejor que se abstuviera de estas últimas obras de Beethoven.
El divino Schubert hizo, en su lecho de muerte, que un cuarteto interpretase el opus 131, y en éxtasis dijo: «qué más se puede decir ya después de esto». El mismo Beethoven consideraría este cuarteto de cuerda su obra más perfecta. Como los colores del arco iris, tiene siete movimientos y sin transición, sin interrupción, lo que supuso una revolución en la música y la queja de sus intérpretes.
Emil Ludwig, biógrafo de Beethoven, dice de esta obra, opus 131 (el Cuarteto en do menor) que con ella nació una nueva música, y que «nunca nadie había tenido tal osadía. Este cuarteto contiene los gérmenes de Chopin, de Brahms y de muchos compositores modernos». Wagner diría de él que «revela el más melancólico sentimiento expresado en la música».
Un cuarteto que danza
El primer movimiento, adagio ma non troppo e molto espressivo, una fuga adagio, es como si nos hiciera ondular en las aguas genesíacas del amor y la bondad pura, el Gran Azul de los místicos egipcios. Richard Wagner la compara con la aurora, antes de que nazca el sol, «pero es, al mismo tiempo, una oración de penitencia, una consulta con Dios en la fe en el bien eterno».
El séptimo movimiento, que es Allegro en la forma de una sonata, le arrancó al autor del Anillo de los Nibelungos el siguiente comentario asombrado:
«Esta es la danza del mundo mismo: lujuria salvaje, lamento doloroso, deleite amoroso, felicidad suprema, miseria, lujuria y sufrimiento. Luego, tiembla como un rayo, el clima retumba: y, sobre todo, el monstruoso sujeto que fuerza y destierra todo, con orgullo y seguridad, lo condujo desde el vórtice al remolino, al abismo. Se sonríe a sí mismo, ya que esta magia era solo un juego para él… Entonces la noche lo llama. Su día ha terminado».
Beethoven, que era un enamorado de la naturaleza, extrae de ella motivos fundamentales de su música. Pero no de la naturaleza que percibimos con los sentidos físicos, sino de su alma, expresada en los atardeceres, o en el murmullo de los ríos, en el canto de un pájaro. A veces elaboraría en su mente durante años una intuición despierta ante un fenómeno de la naturaleza, y trabajaría con ella como un alquimista en el laboratorio de sí mismo, hasta convertirla en obra de arte.
Ahora dividimos la música en programática o la que no lo es, según exprese escenarios o historias o no. Y en Beethoven, a veces oímos los ejércitos en marcha, o el canto fúnebre a un héroe, caído en el campo de batalla, pero aunque esta diferenciación —programática o no— a veces pueda no ser clara, pienso que en toda obra de Beethoven hay «historia», escenarios, paisajes naturales, etc. Dice algo, pero en un plano que nuestra mente convencional, esclava de un lenguaje artificial, no puede comprender sin guía. Aunque no es necesario entender para sumergirse en su belleza. Como dice en su biografía Emil Ludwig, en numerosas notas, cartas y conversaciones explicaba las causas y fuentes de ciertas obras. Por ejemplo, compara el Cuarteto opus 12 n.º 1 con la escena de Romeo en la sepultura, o el principio de la Sonata op. 14, n.º 2 con el diálogo de dos enamorados. De esta última, el mismo Beethoven, en una carta a un alumno, explica: «El principio que pide es quien rechaza; en el compás 47 se aproximan; se anuncia el consentimiento. Pero de nuevo la lucha, sin entendimiento aún. Y solo en los cinco últimos compases del último movimiento ella murmura: ¡Sí!», lo que confirma que Beethoven creaba, ante todo, dramas del alma humana.
Otro ejemplo es cuando, al dedicar la Sonata opus 90 al conde Lichnowsky, le escribe: «Es su misma historia de amor la que he compuesto en música. ¿Quiere un título?:La lucha entre la cabeza y el corazón o Consolación con la amada», pues ella era una cantante con quien el conde se casó después de grandes conflictos.
Y, sin embargo, hay que tener en cuenta que en esta época, la de los últimos cuartetos, Beethoven estaba sordo, completamente sordo, y que, por lo tanto, estas obras, que no serían interpretadas hasta después de su muerte, las compuso en el pensamiento, con el pensamiento sin constatación sonora; de ahí que sean consideradas ya una matemática que se pierde en las abstracciones de la emoción sin raíces ya en la tierra. El efecto que producen al que las oye es aún de gran desasosiego al principio, de angustia incluso, pero poco a poco van haciendo que uno se sumerja en una gran paz, no exenta de tensión y lucha. Son caminos que ya no recorren la tierra y sus horizontes son otros. Esta misma experiencia la generan muchas de las sinfonías de Mahler, que han tardado más de medio siglo en ser reclamadas por el público. Es como si generasen una nueva dimensión, un volumen emocional y mental en el que, si no se entra, se queda uno solo en sus proyecciones o sombras, que sí que son desconcertantes.
Vemos ese avance hacia el misterio y lo incomprensible, saliendo casi del espectro de la luz racional humana, en las últimas esculturas de Miguel Ángel, o en los últimos cuadros de El Greco —que fueron, así, por cierto, la inspiración del impresionismo—, o en los últimos del pintor inglés Turner. Que luego, sus imitadores, que son legión, imitan, y mal, las ondas de la superficie pero son incapaces de evocar el poder de las profundidades.
Emil Ludwig en su Vida de Beethoven comenta:
«En vez de los combates de su madurez, en vez de la oposición entre la batalla y el idilio, Beethoven introdujo en los últimos cuartetos la comparación de dos estados platónicos. Hizo contrastar las profundas quejas y los sacrificios con danzas y alegrías simplemente humanas, pero sin ponerlas en duelo, como en el tiempo de su resplandeciente música de cámara. A decir verdad, los cinco cuartetos son monólogos de un hombre que pasea en la noche».
Al Cuarteto n.º 15, opus 132, Beethoven le llamó Canción de acción de gracias a la Divinidad. En realidad, al tercer movimiento del mismo, que compuso recién salvado de su enfermedad, renovado en su energía vital y deseos de crear. Se ve, por ejemplo, la impresión que ejerció esta música sobre el escritor y filósofo Aldous Huxley, que escribió sobre ella lo siguiente en su novela Contrapunto:
«Las arcaicas melodías lidias colgaban en el aire. Era música sin pasión, transparente, pura y cristalina, como un mar tropical, como un lago alpino. Agua sobre agua, calma deslizándose sobre calma, un acuerdo de horizontes unidos y espacios sin ondulaciones, un contrapunto de serenidades».
El poeta y filósofo T. S. Eliot quizás se haya inspirado en estos cuartetos para escribir luego en poesía, y asociados a los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego), su Last Quartets, poema con el que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1948. Se piensa que es en relación con el n.º 15, opus 132, que escribió, en una carta:
«Su estudio es absolutamente inagotable. Hay una especie de alegría celestial, o al menos, más que humana, en algunos de los últimos pasajes, tal que uno podría imaginarse como el fruto de la reconciliación y el alivio después de inmenso sufrimiento. Me gustaría poder poner algo de esto en verso antes de morir».
El Cuarteto de cuerda n.º 16, opus 135 es la última obra importante de Beethoven. Su título es La difícil decisión, por la anotación que hay en el inicio del último movimiento, con los primeros acordes, graves, lentos y sombríos, que preguntan: «¿Debe ser?», y a los que responde el tema principal, veloz y alegre, imperativo: «¡Debe ser!». Representa la aceptación final del destino, de la muerte, el héroe se entrega a ella, la obra ha concluido, como dijo varias veces poco antes de morir Beethoven (aunque continuase trabajando en un quinteto y en la Décima sinfonía).
Y como dice Michael Parloff en su ciclo de conferencias sobre los últimos cuartetos [1] , este último movimiento, el cuarto, de su última composición, va precedido, en el tercero, por una especie de oración que hace ondular la música generando una sensación de infinitud. Desde ahí surgirá la pregunta fatal después cinco veces, y después de responder jovial que sí, que «debe ser», en ella se sumergirá, al final, en el silencio.
Opus 127 Cuarteto de cuerda n.º 12 en mi bemol mayor . Opus 130: Cuarteto de cuerda n.º 13 en si bemol mayor.Opus 131: Cuarteto de cuerda n.º 14 en do sostenido menor.Opus 132 Cuarteto de cuerda n.º 15 en la menor.Opus 133, Grosse Fuge, que era el final delOpus 130. Opus 135 Cuarteto de cuerda n.º 16 en fa mayor.
Gracias por este profundo y esclarecedor artículo