Hay seres humanos capaces de recibir la inspiración del arte, aunque el plasmar materialmente en palabras, sonidos o formas la belleza inmaterial se torne un trabajo agotador. Beethoven trajo para el común de los mortales la música que moraba en otros mundos inalcanzables para la mayoría.
Hay seres humanos bendecidos por las musas; pero también castigados por Zeus cuando su vanidad, a veces soberbia, y el ateísmo, a veces iconoclasta, les enfrenta a la Divinidad negando su existencia y se empodera con su propio voluntarismo, tema muy singular en todas las teologías. Y sobre todo, hay muchos genios y héroes que tienen que cargar con la presencia de su humanidad más dura; es la cara de la otra moneda, o los pies de barro, como suele adjetivar la sentencia común.
El asunto que nos lleva hoy a reflexionar. Beethoven, es un paradigma de esta mi teoría: alma bendecida, cuerpo maltratado. Eso es lo primero que me mueve al repasar su vida, con sus destellos y sombras, con su sentimiento creador y sus arrebatos emocionales… Y esto me mueve también a una compasiva ternura hacia quien tenía el alma en el Empíreo glorioso y su cuerpo en el Hades kármico.
Cierto es que, como dice Plotino, «¿Cómo puede alguien soportar el sufrimiento y ser feliz? Sabiendo distinguir el alma espiritual y el alma psíquica» (1). Y no dudo de que Beethoven, visto lo visto y escuchado, lograría esas ráfagas de felicidad en sus mágicos y sublimes momentos de inspiración; pero eran eso, ráfagas. Pues, para llegar a la inhibición del dolor existencial frente al sentimiento trágico de la vida de Unamuno, no bastan ráfagas de dicha; hace falta una profunda depuración inteligente hacia el bueno, místico y espiritual sentimiento de traslación desde lo material a lo más sutil y elevado. Y Beethoven no podía. Ni él ni casi nadie; es tan difícil…
Su alma bendecida sí que supo captar el ritmo matemático de la naturaleza y plasmarlo en la sinfonía Pastoral…
Su alma bendecida sí que penetró, fraternalmente, en los versos de Schiller en su Oda a la alegría para culminar la Novena…
Su alma bendecida también supo, cuando le subyugó el magnetismo del Gran Corso, volcar su entusiasmo en la Heroica; aunque después le decepcionase…
Su alma bendecida por el amor humano hacia ellas, ante todo, las inalcanzables, destiló sensibilidades enamoradas en un constante anhelo de complemento platónico en pos de su media parte. Y dejó testimonio musical a las admiradas féminas, como rendido amador de muchos amoríos… En concreto, la famosísima bagatela Fur Elise, no está claro que ese nombre, al ser mal copiado desde su mala caligrafía, no fuese otro que su amada Therese, a la que además dedicó sus variaciones Ich denke hein. También a la hermana de esta, Josephine, dedicó Andante pavoni (opus 557) y parece que una apasionada carta, «A la amante inmortal»: mi ángel, mi todo mi yo…, referida a la madre de su hija, a la cual al nacer se le pusieron cuatro nombres, y el último, Minona, es anagrama de anonim, que en alemán es anónimo. O la sonata Claro de luna, dedicada a otro enamoramiento: la condesa Guicciardi. Cuánto amor humano no correspondido en compromiso y sí escondido con silencio y disimulo.
Beethoven era muy admirado entre las mujeres en general, pues un genio, un vencedor, un héroe, un triunfador es siempre admirado y codiciado, según la teoría de Schopenhauer (2) por las féminas de toda naturaleza social, y es que él se movía en círculos diversos, artísticos y aristoc. Y aunque no era un esbelto y hermoso galán, su genio arrebataba y su mal genio era disculpado como genialidad. No extraña ver la cantidad de obras, dedicadas bajo encargo, que llevan nombre de damas importantes. En sus cuarenta y cinco años de actividad artística compuso 138 obras catalogadas como opus y 205 que se registraron después de su muerte. Esa fue el alma bendecida de Beethoven.
Pero su cuerpo, ¡ay, su cuerpo!. Ese fue Ludwig; simplemente Ludwig.
Desde su infancia en Bonn, sufrió como pequeña víctima del ambiente familiar. Ya se sabe que nació en 1770 en esta ciudad alemana de Renania, capital del arzobispado católico junto al Rin. Los orígenes de sus antepasados fueron de labradores flamencos, lo que apunta su von del apellido, que no significa nobleza, sino agricultor. Su padre Johan fue un mediocre pianista y cantante de capilla bajo la tutela del príncipe-arzobispo, y su madre Magdalena, hija del inspector de cocinas de dicho palacio.
En ese ambiente de servilismo doméstico ante los poderosos, el padre de Ludwig pretende emular al progenitor de Mozart y hacer de su hijo un niño prodigio en la música; pero con una descarnada y cruel paternidad, fruto de una vida disoluta entre procacidades y borracheras que amargan la infancia del niño. Se cuenta que muchas veces tuvo que acudir a la policía para reconocer a su padre entre los detenidos por alcoholismo y escándalo. En otras ocasiones, el padre llegaba a altas horas de la noche y hacía levantar al chico de la cama para que practicase ejercicios en el piano. No es de extrañar que toda esta infancia atormentada y desequilibrada formase en el compositor un carácter tremendamente díscolo, introvertido y asocial en su personalidad… Pero no en su alma sensible, heredada de su tierna y sufrida madre, refugio y consuelo para él que se purificaba con el don recibido desde celeste origen.
Los misteriosos laberintos de la genética nos demuestran muchas veces los errores del racionalismo científico que pretende dar por sentada la teoría en la cual, con todas las circunstancias biográficas y hereditarias de una vida como la de Beethoven, era improbable el próspero y saludable nacimiento de un infante. Pero, hoy en día, gracias a los descubrimientos de la cuántica, la epigenética y el ADN, que son testigos de un mundo aún desconocido, podemos adivinar que hay otra realidad. O como dijo el poeta Eluard: «Hay otros mundos; pero están en este». Que es lo mismo que reconocer que hay otra dimensión, oculta a nuestra visión material, que está poblada por almas antiguas que, de tanto en tanto, vienen a vivificar y embellecer a nuestra doliente humanidad.
El filósofo francés y premio Nobel de Literatura André Gide escribió una reflexión que se ajusta exactamente al caso del joven Beethoven: «El arte nace de la coacción, vive de la lucha y muere con la libertad». No cabe duda de que así vivió su despertar musical. Coaccionado por el tormentoso progenitor; su anhelo y lucha por atrapar la armonía de lo bello y lo bueno que necesitaba su alma hambrienta y corazón vibrante… y la necesidad de liberarse de esa opresiva búsqueda que, posiblemente, halló en sus magníficas creaciones, alcanzando el empíreo de su armonía existencial.
«Dulce es nacer y que la diosa amiga de un osado vigor dote a la mente». Eso leí hace muchos años; pero no es tan dulce como dicen. En esta batalla de intereses enfrentados, en la que se debate todo aquel que busca purificarse, como un eterno Arjuna, Heracles, Loengrin y tantos otros héroes que nos legaron magistrales lecciones de superación hacia lo bueno, bello y justo para llegar a la verdad, hay que estar guiados por la fortaleza del corazón. Esa fortaleza que nos puede dar alas para saltar sobre las bajas pasiones de nuestra acomodaticia humanidad. Esa fortaleza para salvar de la torre a nuestra dama prisionera: nuestra alma superior. Esa fortaleza que supera todos los obstáculos en la carrera para llegar a la meta, la de ser.
Y eso creo yo que consiguió, tras mi más humilde observación reflexiva, Ludwig van Beethoven: un alma bendecida por la musa Euterpe, pese al cuerpo maltratado.
* 1. Eneada I, 1 y 4
* 2. El amor, las mujeres y la muerte.