Así era Bettina: espontánea, inteligente, intuitiva, acogedora y comprensiva con todos los personajes que la rodearon. Fue amiga de Beethoven y de Goethe, dos personajes contemporáneos, excelente cada uno en su arte, pero diferentes en sus personalidades.
«¡Bettina, Dios te creó en un momento de buen humor, estás hecha “con amore”! ¡No te falsees nunca para que no desbarates su obra!» (F. D. E. Schleiermacher).
«Me llamo Catalina Isabel Ludovica Magdalena, y vulgarmente me dicen Bettina», escribe ella misma en su diario. El 4 de abril de 1785 nace Bettina Brentano en Francfort. Su padre era Pietro Antonio Brentano, un rico comerciante italiano casado en segundas nupcias con Maximiliane La Roche —la famosa Maxe, el primer gran amor de Goethe—, con la que tuvo catorce hijos. Maxe era hija de Sofía La Roche, una conocida escritora romántica que en su juventud fue novia del poeta Wieland, al que tuvo que renunciar por un obligado matrimonio de conveniencia con el caballero La Roche. El escritor Dámaso Alonso le habla así a Bettina, a la vez que hace de ella una perfecta descripción en el prólogo que escribe para una de sus biografías:
«Dios —pocas veces los designios providenciales son más evidentes— te puso en el justo momento, en el sitio exacto. Cuando tu Alemania, de repente, había saltado a un increíble florecimiento cultural (la modesta colina convertida en Himalaya), tú naciste y te encontraste en medio de los máximos héroes de la literatura, de las artes y de la ciencia de tu país, en medio de un equipo espiritual como posiblemente no se ha dado reunido (en tan pocos años) en ninguna parte del mundo. Y fuiste vínculo para todos ellos, excitadora para todos ellos; tú, encantadora, fantástica, inquieta, simpática, generosa, embustera, apasionada… seguramente la única mujer que hubiera podido cumplir ese destino».
Así era Bettina: espontánea, inteligente, intuitiva, acogedora y comprensiva con todos los personajes que la rodearon. Con tan solo ocho años perdió a su madre, a la que siempre recordaría como un prodigio de belleza: «…parecía estar hecha para vivir entre ángeles y jugar con ellos», decía. La última vez que Goethe la vio, según le contaría años más tarde la propia madre de este a Bettina, el poeta juntó sus manos con asombrada admiración contemplando ensimismado la hermosura de Maxe.
Cuatro años después muere también su padre, y la pequeña adolescente pasó a estar bajo la custodia de Sofía, la abuela materna. Durante la estancia en casa de su ilustre abuela, Bettina disfrutó de una extensa biblioteca y pudo alternar con un amplio círculo de intelectuales y artistas pertenecientes a ese pequeño renacimiento europeo que fue el romanticismo alemán. Sofía La Roche recibía en su casa numerosas visitas de personajes importantes, así como a emigrados políticos que huían de la Revolución francesa; a la abuela le gustaba escuchar las opiniones de la gente de talento y recibir en sus tertulias vespertinas —tan populares entonces— a las grandes personalidades del momento.
En 1811 se casa con el poeta Achim von Arnim, con el que tuvo siete hijos formando una familia feliz, lo cual no le impidió seguir manteniendo siempre una vida intelectual muy activa dentro de la sociedad de su época. Su casa, al igual que la de su abuela, era el centro de un salón literario donde se reunían los más famosos personajes de la actualidad en animadas veladas.
Amistad con Goethe
A pesar de la diferencia de edad, Bettina sostuvo una amistad compleja y apasionada con Goethe, del que se sentía discípula y por el que profesaba una sincera admiración. Su amor por el poeta fue un amor ideal que, partiendo del cerebro, hizo partícipe a su corazón; Bettina poseía una viva imaginación y, al igual que Goethe —que siempre fue considerado casi como de la familia—, una sensibilidad apasionada por la naturaleza y un gran amor por la literatura y la música. En él encontró la plasmación de todos sus ideales juveniles; lo dejó bien expuesto en la abundante correspondencia que sostuvieron y que, en 1835, publicó con el nombre deEpistolario de Goethe con una niña ( Goethes Briefwechsel mit einem Kinde) como un homenaje a su maestro, muerto tres años antes.
Deslumbrada también por la personalidad de Beethoven, trató de poner en contacto a los dos grandes genios, consiguiendo que el músico le escribiera al poeta: «He repensado musicalmente a través de sus palabras a vuestro magnífico Egmont. Lo he leído tantas veces que sus notas se escriben de forma natural…». Goethe no se dignó contestar, a pesar de las insistencias de Bettina, hasta que en Teplitz, la pequeña ciudad que alberga el balneario de aguas termales más antiguo de Bohemia, un centro de salud muy de moda en el siglo XIX, tuvo lugar el famoso encuentro de los dos personajes.
Era verano —julio de 1812— y en Teplitz se hallaba reunida la flor y nata de la alta sociedad junto con el emperador y su esposa Maria Luisa, que ofrecían allí sus recepciones. Goethe tuvo entonces la oportunidad de escuchar tocar el piano a Beethoven y quedó impresionado, aplaudiendo con entusiasmo. Luego, confesaría: «He aprendido a conocer a Beethoven. Su talento me llenó de asombro. Solo que, por desgracia, es una personalidad desenfrenada. Sin duda, no está equivocado cuando juzga detestable al mundo, pero no por eso lo hace mejor para él ni para los demás».
Hay una famosa anécdota de la estancia en Teplitzt de Goethe y Beethoven, que fue contada así por Bettina en una carta a su amigo Pückler-Muskau:
«… Al encontrarse ambos durante un paseo a la emperatriz con los duques y toda la corte, Beethoven le dijo: “Continúe asido a mi brazo, son ellos los que nos deben dejar pasar, no nosotros». Goethe no era de la misma opinión y encontraba inconveniente esta actitud, así que soltó el brazo de Beethoven y se puso de lado con el sombrero en la mano, mientras que Beethoven pasaba entre los duques levantando apenas el suyo. Estos se separaban para abrirle paso, saludándole muy amistosamente. Cuando hubieron pasado, Beethoven esperó a Goethe, que se había apartado haciendo una profunda reverencia, y le dijo entones: “Os he esperado porque os honro y os estimo como merecéis, pero creo que les habéis hecho demasiados honores”. Beethoven se reunió después con nosotros —continúa Bettina— y nos contó todo, divertido como un niño por haber hecho rabiar así a Goethe».
La verdad es que nunca llegaron a entenderse los dos genios. Las escasas relaciones personales entre Goethe y Beethoven en los días de Teplitz fueron muy conflictivas, imposibles como es bien sabido, a pesar de que ambos pudieron hablar ampliamente durante varios días. El radicalismo apasionado del músico chocó de frente con el talante siempre conciliador del poeta, que, veinte años mayor que él, ya había superado la etapa de su juvenil romanticismo atormentado. Beethoven, sin embargo, era si cabe más rebelde que en su juventud y no soportó la actitud altanera y aburguesada del poeta, a pesar de los esfuerzos que hizo Bettina por conciliarlos. Goethe ya había puesto su vida bajo la advocación de la bella Juno Ludovisi con su consigna de «¡Calma, calma!» y prefería la música acompasada y amable del clasicismo de Haydn y Mozart al torrente tumultuoso de las revolucionarias armonías de Beethoven. La pasión del músico surgía de una visión radical de la vida, expresada con rotundidad en el espíritu de su música, mientras que el talante y la pluma del poeta desglosaban esa pasión serenamente.
La música rompedora y de altos vuelos heroicos de Beethoven asustaba a Goethe por el cambio tremendo que suponía para su anquilosado gusto cortesano y, aunque le produjo una gran admiración escucharlo, prefirió adherirse a sus detractores. Hubiese sido algo extraordinario que ambos hubiesen colaborado como pretendía Bettina, pero, lamentablemente, y exceptuando la obertura de Egmont, que escribió Beethoven para la tragedia del mismo nombre, y unos cuantos poemas de Goethe a los que puso música convirtiéndolos en preciosos lieder, no fue posible que llegara a plasmarse ningún trabajo serio en común, como tanto le hubiera gustado al músico.
Goethe comentó el encuentro de Teplitz en una carta a su mujer: «Nunca había visto a un artista más parco y a la vez más enérgico y más recóndito. Entiendo muy bien cómo tiene que enfrentar el mundo con extrañeza.” Beethoven, por su parte, comentaría sobre el carácter de su interlocutor: «A Goethe le gusta demasiado la atmósfera de la corte, más de lo que le conviene a un poeta. No hay mucho más que decir aquí sobre la ridiculez de los virtuosos, cuando los poetas, que deben ser vistos como los primeros maestros de la nación, pueden olvidar por ese deslumbramiento todo lo demás».
Los caminos de Beethoven y Goethe se separarían para siempre unos días después. Pese a todo, Goethe, en una misiva a su amigo Zelter, encontraría algunas palabras comprensivas para Beethoven: «Desafortunadamente, es una personalidad totalmente indómita, aunque, por otra parte, hay que disculparle por su creciente sordera, que es muy de lamentar y que quizás perjudica menos la parte musical que la social de su ser. Él es ya de por sí una naturaleza lacónica que se duplica ahora por esa pérdida de la audición». Está claro que Goethe nunca llegó a conocer realmente el carácter de Beethoven, y menos aún a comprenderlo (tendría que haberse leído el Testamento de Heiligenstadt…). No obstante, años más tarde, el poeta evocaría conmovido y con cierta añoranza aquellos días con el músico en Teplitz, en las largas conversaciones que mantuvo después con la emperatriz Maria Luisa.
Encuentro con Beethoven
«¡Mi querida Bettina! No hay primavera más hermosa que la de este año, os lo digo y lo siento así, porque es cuando os he conocido» (L. V. Beethoven).
Fue en Viena donde Bettina entró en contacto con Beethoven visitándole en su casa, lo que para ella constituyó un verdadero acontecimiento. La joven había ya adivinado con su natural intuición el genio del maestro y cuando lo escuchó hablar y tocar el piano se sintió rendida incondicionalmente hacia él. Luego, se lo contaría a Goethe en una de sus cartas:
«Cuando vi por primera vez al ser del que te voy a hablar, el mundo desapareció ante mi vista. (…) Es Beethoven del que voy a hablarte, quien me ha hecho olvidar todo, hasta a ti mismo, Goethe. (…) No creo engañarme si te digo algo que hoy nadie comprendería, y es que él se anticipa a la humanidad en sus conocimientos. ¿Llegaremos a alcanzarle? Lo dudo. Ojalá su vida dure mucho para que el noble y poderoso enigma que yace en su espíritu madure y alcance su más alta perfección. Entonces depositará en nuestras manos las llaves de una sabiduría celestial que nos permitirá ascender un escalón más hacia la verdadera felicidad. (…) Es pura magia el modo que tiene de instruirte, cada línea forma parte de la estructura de una existencia más alta. El mismo Beethoven se sabe asimismo como el fundador de una nueva base sensible para la vida espiritual. Tú bien comprendes que es una gran verdad lo que digo. (…) ¡Qué le importa a este ser relacionarse con el mundo si está desde el amanecer absorbido en su tarea sagrada y apenas contempla lo que le rodea! Él, que se olvida de alimentar su cuerpo, arrastrado por las ondas del entusiasmo y lejos de las orillas de la vulgaridad de la vida diaria, ha dicho: “¿Cómo no he de desdeñar a un mundo que ni siquiera presiente que la música es una revelación más alta que toda ciencia y filosofía? Ella es un vino que inspira nuevas creaciones y yo soy una especie de Baco que escancia a los hombres este vino exquisito que los embriaga. (…) No tengo ningún amigo, debo vivir solo conmigo mismo. Sin embargo, sé que Dios, a través de mi arte, está más próximo a mí que a otros. Estoy con Él sin temor alguno, pues siempre le reconozco y le venero. Tampoco temo por mi música; sé que su destino no ha de ser malo: quien sepa comprenderla podrá liberarse de las miserias que arrastran los demás vivientes».
La larga epístola de Bettina a Goethe comentando el feliz encuentro continúa así:
«Todo esto me dijo Beethoven la primera vez que le vi. Yo, que debía de parecerle tan insignificante, me sentí penetrada de un sentimiento de profundo respeto al oírle expresarse con tan amistosa sinceridad. También quedé asombrada, pues me habían dicho que era muy huraño y no entablaba conversación con nadie. Todos temían conducirme a su casa, así es que tuve que dirigirme yo sola. Le encontré en el tercer piso y entré sin hacerme anunciar. Estaba sentado al piano. Esperé un poco y le dije mi nombre. Él estuvo muy amable y me preguntó si quería escuchar una canción que acababa de componer. Entonces cantó de un modo agudo y penetrante que impresionaba dolorosamente. “¿Verdad que es bonita?” —dijo entusiasmado—, alegrándose mucho de verme aplaudir tan contenta. (…) Después me acompañó a casa y, por el camino, fue diciendo muchas cosas bellas acerca del arte; hablaba muy alto y se paraba en medio de la calle; yo tenía que armarme de valor para oírle; hablaba con gran pasión y de un modo tan sorprendente que me parecía como si yo también hubiera olvidado que estábamos en la calle. Se sorprendieron mucho de verle entrar en mi compañía en una sociedad tan numerosa como la que se reunió para la comida. Cuando se levantó de la mesa, se puso a tocar el piano sin que nadie se lo pidiese y tocó maravillosamente durante mucho tiempo. (…) Cuando se siente poseído por el entusiasmo, su espíritu es capaz de crear cosas inconcebibles y sus dedos ejecutan hasta lo que parece imposible. Desde entonces viene todos los días o yo voy a verle. Ese es el motivo por el que no asisto a otras reuniones, a las exposiciones, al teatro y hasta a la Stephansturm. Beethoven me dice: “Decidme ¿qué queréis ver? Iré a buscaros y al anochecer atravesaremos la alameda de Schoenbrunn”».
«Ayer estuve con él en un jardín espléndido, lleno de flores; de los invernaderos brotaba un aroma que aturdía. Beethoven permaneció a pleno sol y dijo: “Las poesías de Goethe ejercen sobre mí una gran influencia, no solo por su contenido, sino por su ritmo. Me siento incitado y predispuesto a la composición por su lenguaje, cuya estructura espiritual tiende a un orden más elevado y lleva en sí el secreto de la armonía. Entonces, desde el centro de mi entusiasmo, brota la melodía y se expande en derredor. Yo la sigo con pasión, voy a su encuentro y contemplo cómo fluye y cómo desaparece en medio de las distintas emociones; de nuevo vuelvo a dirigirla con renovada pasión y ya no puedo separarme de ella. Es entonces cuando con presto embeleso multiplico sus modulaciones, para, en el último instante, elevarme triunfante sobre el primitivo pensamiento musical. ¡Ved, esto es una sinfonía! Sí, la música es realmente la mediadora entre la vida de los sentidos y la vida del espíritu. Me gustaría hablar de esto con Goethe. ¿Me comprendería? La melodía es la vida sensual de la poesía. ¿No se hace acaso sensible, por medio de la melodía, el contenido espiritual de una poesía? (…) Uno siente que en todo lo espiritual hay algo de eterno, de infinito, de inaprensible».
Esta carta memorable está fechada el 28 de mayo de 1810. Bettina está como en éxtasis y, a su vez, no es menos el efecto que ella produce en Beethoven. El músico, tan aparentemente huraño y malhumorado para los demás, la acoge generosamente desde el primer momento, estableciendo con ella una tierna y profunda amistad. Bettina comenta también su feliz encuentro en otra carta fechada menos de dos meses después, el 9 de julio, esta vez dirigida a Alois Bihler:
«Al cabo de un cuarto de hora se había hecho tan amigo mío que no sabía separarse de mi lado y siempre iba junto a mí. Hasta vino a casa con nosotros, donde, para mayor asombro de sus conocidos, permaneció el día entero. Este hombre cifra su mayor orgullo en decir que él no tocaría para dar gusto al emperador ni a los condes, que en vano le pasan una pensión; en toda Viena es rarísimo poder escucharle. Cuando le rogué que tocara, repuso: “Bien, ¿y por qué debo tocar?” “Porque quiero que mi vida se colme de excelsitud, porque la música que vos toquéis ha de marcar un hito en mi vida”, le dije. Él me aseguró que quería intentar merecer esta alabanza y se sentó cerca del piano en el extremo de una silla, empezando a tocar suavemente con una sola mano, como si buscara vencer su repugnancia a hacerse oír. De golpe, olvidó todo lo que le rodeaba y su alma se derramó en un océano de armonías. Sentí por este hombre una ternura infinita. En su arte es tan soberano y verdadero que ningún artista puede competir con él, y en su vida, tan ingenuo e inocente que puede hacerse de él lo que se desee. (…) El más modesto principiante puede acercarse a él con plena confianza, nunca se cansa de aconsejar y de ayudar, él, que apenas si dispone de una hora libre».
Bettina penetra el carácter de Beethoven y adivina la oculta verdad que se esconde tras su apariencia huraña y poco sociable. Durante su estancia en Viena apenas se separa del músico y acude con él a los ensayos permaneciendo sentada en un palco en la oscuridad de la sala. El espíritu de Bettina se halla completamente identificado con la música de Beethoven, y el romanticismo del maestro le hace prorrumpir interiormente en exaltadas exclamaciones de admiración. Quisiera embriagarse aspirando profundamente el hálito de esa música, gozar siempre de la pureza y la calma serena que la invade escuchando sus atrevidas armonías que no conocen fronteras ni límites.
«Habladle a Goethe de mí», le pidió Beethoven a Bettina, según recogió luego ella en su diario: «Decidle que debe oír mis sinfonías. Cuando las oiga estará conforme conmigo en que la música es el único acceso incorpóreo, la inmaterial entrada a ese mundo superior del conocimiento que nos rodea y que no podemos aprehender. Solo el ritmo del espíritu es el que puede hacerse con la esencia de la música, la cual, a su vez, nos revela un mundo celestial. Todo lo que el espíritu experimenta de manera sensible es la encarnación de un conocimiento espiritual. Aunque el espíritu vive de la música como la vida necesita del aire, sus relaciones con ella son muy diferentes. Cuanto más se nutre el alma de la música, más íntima y feliz es la unión del espíritu con ella. A muy pocos, sin embargo, les está dado lograr esto. Pues así como cientos de seres se enlazan en nombre del amor y el amor no siempre se les revela a pesar de afanarse por lograrlo, asimismo no todos los que tienen trato con la música participan de su revelación. También la música, como todo arte, asienta sus fundamentos en la vida moral, ya que toda auténtica creación supone un paso más en el progreso hacia el bien. (…) De este modo, el arte puede considerarse como representante de la Divinidad y las relaciones humanas con el arte como una religión. Lo que el arte nos revela es de inspiración divina; Dios nos lo ha concedido como una meta lejana para que los hombres se esfuercen en alcanzarla».
Bettina Brentano fue siempre, como hemos visto, una fiel amiga y una gran admiradora de Goethe y Beethoven. Los dos sintieron por ella una inefable ternura, como ha quedado reflejado tanto en las cartas que le dedicaron como en su propio diario, y ella hizo cuanto pudo para que ambos colaboraran, poniéndolos en contacto e intentando crear una relación artística entre ellos para que trabajaran juntos, pero las diferencias de sus personalidades eran tan acusadas que cada uno alcanzó la gloria siguiendo su propio camino. Lo cierto es que entre los dos estuvo Bettina.
Bibliografía:
Andrés Ruiz Tarazona: Beethoven, el espíritu volcánico, ed. Real Musical, Madrid, 1975.
Carmen Bravo Villasante:Vida de Bettina Brentano, de Goethe a Beethoven, ed. Aedos, Barcelona, 1967.
Jean y Brigitte Massin: Ludwig van Beethoven, ed. Turner, Madrid, 1987.
Gracias, muchas gracias, Maria Angustias, por compartir lo que Beethoven vivió con Bettina y con Goethe. Deliciosas relaciones y elevados espíritus. Y por encima aún de ellos, … la Música, excelsa en el movimientos ascendente del espíritu, lenguaje de los dioses…