¿No te gusta mi nombre? Es como el inicio de una poesía, como una canción de notas alegres:
Luna Cañari…
Tú no me conoces. Vengo de otro mundo, el mundo de más allá del océano. Vengo de Ecuador. Y tengo mi morada terrena en el Templo de Ingapirca, allá en los Andes, a 3160 metros sobre el mar. Porque la Luna tiene que vivir alta…
Mi nombre, Cañari, es de origen maya: Can-Ari, el guacamayo y la serpiente. Porque, como Kukulcán, se unen en mí lo aéreo y lo terrestre. El cielo y la tierra.
Estuve a punto de desaparecer cuando los incas invadieron a mi pueblo. Ellos trajeron el culto al Sol. Sus tres hijos, Tupac Yupanqui, Huayna Capac y Atahualpa, lo impusieron. Mis hijos cañaris, aislados, sin posibilidad de recibir socorro, no pudieron resistir mucho tiempo.
Pero costó tanta sangre…
El historiador español Cieza de León habla de 60.000 cadáveres de mis adoradores. Ante los muros de mi Ingapirca, vosotros, siglos después, habéis encontrado tantos restos humanos sin tan siquiera el beneficio de una tumba…
Atahualpa, Hijo del Sol, ¿qué te hicimos los cañaris? ¿Por qué acabaste con mi pueblo?
Yo también gusté de la sangre, pero nunca tanta. En mi templo hay una sacerdotisa enterrada con diez servidores. Pero es otra cosa: vinieron conmigo, al cielo ecuatoriano tan hermoso, a estar a mi lado para siempre.
Cuando yo corría peligro, mi pueblo me acudía. Si yo me ocultaba, eso que vosotros llamáis eclipse, ellos entendían que un monstruoso animal celeste me atacaba, y venían a espantarlo: hacían un ruido terrible con cuanto tenían a mano, gritaban, golpeaban objetos, sus niños lloraban, sus perros ladraban… Si con todo, el monstruo no se retiraba y yo reaparecía, entonces sí recurrían a los sacrificios humanos: el monstruo celeste, goloso, corría a por esa sangre ofrendada y me dejaba a mí. Estaba salvada.
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Era hermoso mi mundo. Era hermosa mi tierra cañari, Hijos de la Luna que murieron frente a los Hijos del Sol. No pudimos convivir día y noche, plata y oro.
Era tan hermoso mi Ingapirca, con sus baños, con su enorme muro, frente a la ladera por la que yo me asomaba desde el cielo máximo del Ecuador…
Os dejo mi retrato. Estoy vestida de Gran Sacerdotisa Lunar. Recordadme cada vez que mi rostro se oculte. Entonces gritad, gritad con todas vuestras fuerzas para que el monstruo celeste me deje libre y pueda volver a brillar.
¿Qué ocurriría, si no?
Gracias equipo de redacción de la Revista Esfinge! Un saludo desde Ecuador… desde la mitad del mundo… desde donde cada noche vemos la Luna Cañari.