Así las llamó Plinio. Eran una forma muy particular de la primitiva arquitectura militar ibérica, construcciones aisladas con oficio de fortaleza y de atalaya. Muy numerosas, si bien hoy los restos son escasos. Los podemos considerar como un antecedente de los castillos, por su situación estratégica y por su cometido.
Su existencia parece datar de tiempos muy remotos: las incursiones de piratas en la costa y las hostilidades étnicas debieron de hacerlas necesarias desde los primeros asentamientos. Posteriormente, al iniciarse las guerras anibálicas, los púnicos multiplicaron su número, alzando atalayas en todos los cabos, nos informa Livio. Al extenderse las luchas entre cartagineses y romanos por toda la península, las torres se multiplicaron también por el interior. Y se mantuvieron cuando los turdetanos, ya romanizados, debieron proteger su riqueza de la rapiña de las bandas de proscritos. Sobre ello, dice Livio que «tiene España muchas torres dispuestas en lugares elevados y usadas como atalaya y defensa contra los ladrones». Sabemos por el mismo que Cneo Escipión buscó refugio en una de ellas; en 195 son citadas en la región de los ilergetes, y en 192 Fulvius tomó «castella multa». Y el autor anónimo de Bellum Hispaniense dice que la torre en que se refugió Cneo Pompeyo tras Munda pudo resistir con escasa guarnición, rechazando varias veces a los asaltantes hasta ser reducidos por asedio. Sabemos, pues, que eran casi inexpugnables por su situación, como posteriormente los castillos.
Ocupémonos de su estructura arquitectónica, que conocemos en parte por los restos que nos han llegado. Eran circulares, oblongas o cuadrangulares; ignoramos de cuántos pisos constaban, pero sí sabemos que eran grandes y que tenían varias puertas; eran de tapial a molde resistente como el cemento. Pero esta clase de obra, una vez comienza a deteriorarse, lo hace con rapidez, demolida por el agua. En planta suelen acusar dos recintos concéntricos, el exterior de doble muro y el interior sencillo. Entre ambos muros no se corresponden las entradas de luz, argucia estratégica utilizada también en los castillos posteriormente; se trata de una entrada quebrada a los recintos, de modo que si el enemigo logra franquear uno, se encuentre con el fuego cruzado del segundo. Las huellas de las jambas nos indican que las puertas eran de madera. En ocasiones, como en la torre de Los Hoyos, en Lucena del Cid, el aparejo es de grandes sillares ensamblados sin mortero, dando un grosor de muro exterior de 4 m y un reducidísimo espacio para el pasillo interior.
Los hallazgos colaterales: cerámica campaniense, terra sigillata, fragmentos pintados, fechan del III a. C. al I d. C., posiblemente ya en esta época, de plena romanización, pertenecientes a algún pequeño poblado alzado en derredor de la ya inútil torre. Como ejemplo de que esto era así, tenemos el no totalmente excavado caserío del Vall del Tormo, en derredor a la Torre Cremada, en el Bajo Aragón. De la torre quedan aún varios metros de alzada y su forma es circular.
Podrían contarnos muchas cosas. Como todo aquello que yace en el fondo de la Historia esperando surgir hasta nosotros, narrándonos batallas y paces, hechos y leyendas. Roma conservó y repitió los Turres Hannibalis porque a ellos también les hizo falta. Siempre hay de quien defenderse. Nunca el vigilante ha de dormir, nunca el guardián de la noche ha de cerrar sus ojos.
Sentémonos a la sombra de este germen íbero de los castillos de Bardulia.
Escucha su historia.
Imagen: Torre de Foios (Lucena del Cid, Castellón). Autor: Juan Emilio Prades Bel